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Contratapa|Viernes, 4 de marzo de 2011

Calamar en su tinta

Por Juan Forn

Hace una punta de años, antes del advenimiento de los motoqueros y los pagos electrónicos y la mensajería por Internet, se cadeteaba rigurosamente de a pie (el Expreso Imaginario los bautizó en una de sus tapas “los Superman de los Subtes”, pero cualquier cadete con más de dos días de veteranía ya había aprendido a encanutar cuanta moneda le dieran de viático y hacer todos los trámites caminando). Yo era en aquel tiempo cadete en Emecé. Una de mis tareas era llevar a un edificio de la Curia, a una cuadra del Palacio Pizzurno, las traducciones mecanografiadas de aquella infecta colección de best-sellers titulada, con humor involuntario, “Grandes Novelistas”. El paquete iba con todas las escenas de sexo marcadas, para que los censores eclesiásticos decidieran cuáles pasaban y cuáles no. Curiosamente, nunca eliminaban ninguna del todo pero, tuvieran veinte líneas o veinte páginas, las reducían invariablemente a dos renglones: el del apriete inicial y el del cigarrillo post-orgasmo (a una cuadra de distancia, en el Ministerio de Educación, eran peores: prohibían enteros los libros “peligrosos”, como por ejemplo El principito o un manual para estudiantes de ingeniería titulado La cuba electrolítica).

De tanto en tanto también me tocaba llevar sobres o paquetes a la casa de algunos de los autores de Emecé, que eran en su abrumadora mayoría cachivaches de los suplementos literarios de La Nación o de La Prensa, pero una mañana ocurrió un pequeño milagro: me dieron un paquete para llevar a lo de Bioy. En el primer banco de plaza que encontré libre me acomodé y lo abrí (abría siempre que podía lo que me daban para llevar a lo de Borges y a lo de Bioy), y descubrí que eran las galeradas de su nueva novela, La aventura de un fotógrafo en La Plata. Bioy llevaba más de diez años sin publicar novela y casi cinco desde su último libro, los cuentos de El héroe de las mujeres. Cuando por fin llegué a su casa, a eso de las cuatro de la tarde, me abrió la puerta él mismo y me preguntó tan desencajado dónde me había metido (de Emecé le habían avisado a las nueve de la mañana que salían las galeradas para allá, y había menos de veinte cuadras de un lugar al otro) que no pude mentir, no me animé.

“¿La leyó toda, sentado en un banco de plaza? ¿Por eso tardó tanto?”, dijo Bioy. Y fue hasta el teléfono y llamó a la editorial, y le oí decir que el paquete había llegado sano y salvo y que no se preocuparan por el cadete porque lo tenía esperando ahí para llevarlas de vuelta. Acto seguido, pidió té para dos a una mucama invisible (un té que no llegó nunca), me sentó en un sillón y empezó a hacerme preguntas sobre el libro, y yo tuve la mala idea de decir que en una de las grandes escenas de la novela, cuando Nicolasito Almanza es visitado en medio de la noche por una de las mellizas que viven en su pensión, no se entendía el chiste de que fuera siempre la misma o se turnaran las dos. Lo que sucedió a continuación fue un momento mágico: Bioy rastreó la escena en las galeradas, destapó su lapicera, se quedó pensando unos cinco segundos largos, hizo un par de correcciones, fue a otra página e hizo lo mismo, conmigo espiando por encima de su hombro, y de golpe fue como si toda la escena, y por extensión el libro entero, terminara de encastrar ahí mismo: casi alcanzó a oírse el clic. Con el tiempo tuve la suerte de ver a unos cuantos escritores más en el mismo trance y les aseguro que es lo mejor que le puede pasar en la vida a alguien que está en una editorial porque escribe, porque quiere escribir: asistir a esos instantes. No hay momento en que un autor esté más inseguro de su texto y, a la vez, más abierto, y más en foco, que en el instante agónico de la última corrección, antes de que el libro se le vaya de las manos rumbo a la imprenta. Alguna vez alguien me contó que vio al gran Oreste Berta meterle mano contra reloj a uno de sus Torinos cuando entró boqueando en boxes en aquellas 24 Horas de Nürburgring que terminaron ganando heroicamente: no hay mejor manera de describir aquello que le vi hacer a Bioy esa tarde, y a tantos otros después.

La cuestión es que el libro se publicó un par de meses más tarde, le organizaron a Bioy una presentación en La Plata, y como el viejito Carlos Frías (director de la colección de argentinos de Emecé) estaba enfermo, me mandaron a mí a acompañarlo. Fuimos en su Volvo, él al volante. El viaje era eterno en aquella época, y era diciembre, la ruta hervía, y Bioy manejaba a dos por hora, pero conversaba como si no estuviésemos en una ruta endemoniada, sino dejando pasar el tiempo en un bar al aire libre. Me contó que se había comprado aquel Volvo porque no sabía qué hacer con los dólares que le había pagado la Playboy italiana por cuatro de sus viejas Historias de amor ilustradas cachondamente por Milo Manara. Se divirtió como un enano cuando le confesé que abría siempre los sobres que me mandaban entregar en su casa y en la de Borges (“¿Así que ya sabe la miseria que nos pagan por derechos de autor?”). Al llegar a la librería donde se presentaba el libro, pasó de largo y estacionó en una calle lateral. Me llamó la atención, cuando salimos del auto, que me pusiera las llaves en la mano. Más me llamó la atención que, a medida que nos acercábamos a la librería, se me colgara del brazo, empezara a arrastrar los pies y me murmurara al oído: “Usted no me suelte en ningún momento y explíqueles a todos que estoy muy viejito y no puedo quedarme mucho tiempo”. Sorteamos como pudimos los flashes de los fotógrafos, Bioy soportó con estoicismo los interminables discursos y la firma posterior de ejemplares sin dejar que me alejara un milímetro de él. Y cuando la gente se abalanzó en malón a las bandejas de canapés y bebidas primorosamente desplegados en el fondo, me agarró el brazo con su garra, dijo en un hilo de voz: “Diga que se ha hecho muy tarde y tenemos que irnos”, tendió una mano trémula a sus anfitriones y así salimos de la librería, él encorvado y arrastrando los pies, yo de lazarillo, pensando que a lo mejor el viejo estaba cansado de verdad y que mi hambre de lobo no era un precio tan alto ante la posibilidad de manejar aquel Volvo. Pero al doblar la esquina Bioy se enderezó como un resorte, me arrancó de la mano las llaves del auto, en dos saltos estuvo al volante y arrancamos rumbo a Capital.

Para entonces ya eran como las once de la noche, pero seguía sin refrescar; y a Bioy no le gustaba el aire acondicionado, así que íbamos con las ventanillas abiertas, y a cada parrillita que pasábamos por la ruta el olorcito era más y más irresistible, y Bioy estaba de tan buen humor que yo pensé: “Ahora paramos a comer y coronamos la noche”. Pero el muy cabrón siguió a la misma desesperante velocidad, ajeno por completo a la hora, a los ruidos que hacía mi estómago y a mi decepción cada vez más evidente, hasta que entramos en la ciudad, enfiló por la 9 de Julio, dobló por Posadas, frenó a metros de Schiaffino, en la puerta del garaje de su departamento y, mientras esperaba inequívocamente que yo me bajara para internarse con su bólido en las profundidades del edificio, me dijo con esa cabrona manera que tenía de sonreír como si se le iluminara toda la cara: “Ha sido una pesadilla de lo más grata”.

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