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Contratapa|Miércoles, 23 de marzo de 2011

Atomizados

Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO Desde hace días, el noticiero de Televisión Española viene haciendo algo interesante: allí se van enhebrando las diferentes noticias –la última mala nueva económica local, algún marido mata a alguna esposa, el duelo eterno entre Barça y Real Madrid–, mientras, en el ángulo inferior derecho, sin pausa, se observa otra cosa. Un pequeño rectángulo live –como una postal desde tierras lejanas– nos informa de que se trata de la señal en directo de la emisora NHK Japón. Hay que acercarse un poco para ver lo que allí, sin sonido, se nos ofrece sin interrupciones: locutores orientales mirando a cámara y moviendo los labios como si rezaran, diagramas y maquetas, el paisaje de un central atómica despeinada por un penacho de humo negro y pesado, replays de gente corriendo por las calles con el agua mordiéndole los tobillos... Creo que cuando ya hace años los televisores nos ofrecieron semejante función –hacer esto nosotros mismos, presionando un botón del control remoto– el asunto se llamaba picture in picture. Y yo siempre me pregunté a quién podía interesarle tener que asumir el duro trabajo –disfrazado de privilegio catódico– de tener que ver dos cosas al mismo tiempo. Ahora tengo la respuesta: a todos. Y por qué conformarte con dos cosas cuando puedes tener muchas más, en simultánea, mirando sin ver, tus pupilas girando como las de los dibujos animados. Ahora, el paradisíaco infierno viaja en tu mano o en tu bolsillo: móviles, Blackberries, iPods, iPads atomizando tus circuitos cerebrales y ofreciéndote demasiada nada o nada del todo. Y, mientras escribo esto, en mi televisor, algo sucede y la pequeña ventanita interior derecha y oriental crece y lo devora todo y es la gran noticia. De último momento. Como Godzilla. Ese último momento para tantos a los que suele aplastar de tanto en tanto.

DOS Lo de NHK, supongo, es también un rasgo de la época. Luego del 11 de septiembre del 2001 resulta impensable pensar que pueda acontecer una catástrofe sin que ésta sea transmitida en directo. El ser humano no conseguirá impedir el fin del mundo que él mismo ha diseñado pero –alegría– por lo menos desarrolló la tecnología necesaria para llevarlo y traérnoslo a nuestros hogares, para que podamos verlo mientras acontece el off de toda transmisión y salimos del aire. También, por supuesto, nos faltará información detallada para saber de qué se trata todo aquello que no sabemos cómo tratar. Así, por estos días y noches –mucho más que cuando Three Mile Island o Chernobyl– todos nos hemos vuelto expertos en energía atómica y fugas nucleares. Diarios y espacios informativos desbordan de páginas donde se nos explica jerga nuclear y las particularidades sobre el uranio y el plutonio mientras por mesas redondas desfilan aquellos que auguran un inminente Apocalipsis, los que afirman que no es para tanto, y el “ciudadano de a pie” que vive frente a una central atómica y dice que quiere que la cierren o que no la cierren nunca, porque el pueblo come y vive de ella y, si se va, se acaba lo que se daba, efecto igualito al si volara todo por los aires. En cualquier caso, todos son expertos instantáneos, como aquellos que alguna vez, acodados en la barra de un bar, te miraban con los ojos entrecerrados y con voz de conspiradores cafeínicos te susurraban: “Vení que te cuento cómo funciona el misil Exocet, pibe”.

TRES Más allá de todo esto, una cosa queda clara: estamos condenados. Si no es hoy será mañana. De nada sirve mostrarnos chiquita o grande la resignada paciencia y disciplina de los japoneses que siguen yendo a trabajar como si nada, o a los turistas huyendo en masa desde la Tierra del Hongo Naciente, o a los californianos corriendo a los drugstores a agotar las pastillas de iodo porque el The End se anuncia al otro lado del océano. De nada sirve tampoco llenar espacio informativo con clips de viejas películas de monstruos japoneses o de El síndrome de China o El día después o The Atomic Cafe, alumbradas a partir de la onda expansiva de la gran bomba o del viento paranoico que soplaba en la Era Reagan. Basta con contemplar a la cantidad de gente que justo se detiene a bajar mensajitos o a teclear tonterías al pie de escaleras mecánicas o bajo el marco de puertas impidiendo el paso a todos los que vienen después. A diferencia de lo que ocurre con el resto del reino animal, hemos olvidado y perdido los reflejos más básicos de supervivencia. Y –durante estos días y estas noches– me ha asombrado la cantidad de filmaciones del terremoto y del tsunami. ¿De dónde habían salido? ¿Quiénes las habían hecho? Respuesta: todos aquellos que en ese momento deberían estar pensando en salvarse o en salvar a los suyos pero que en lo que en realidad pensaban era en “Uy, si sobrevivo voy a colgar esto en la red y voy a ser el rey de YouTube”. Ya ni siquiera usan el teléfono para despedirse de un ser querido. Pronto, entre los despojos removidos de la Zona Cero, alguien encontrará la filmación de un tipo aullando “¡Alá es Grande!” dentro de un avión que se acerca a dos torres altas. Y malas noticias para demasiados: uno de los efectos del sismo nipón es que no están llegando al resto de la Tierra piezas vitales para el ensamblado de iPads. Ya saben: van a escasear los iPads y el lanzamiento de su nuevo modelo ha sido postergado en Tokio y alrededores hasta nuevo aviso. Pero a no preocuparse demasiado porque, total, dentro de un año van a tener que comprarse el nuevo modelo si no quieren ser depreciados por amigos, abucheados por las calles, o aislados como poco confiables organismos radiactivos.

CUATRO Idea para aviso de iPad: la enorme pata de Godzilla aplastando a un tipo que no corre, ni grita, ni mira hacia arriba con los brazos en alto porque que está muy ocupado escribiendo en Twitter que Godzilla va a aplastarlo.

CINCO Idea para un breve cuento de ciencia-ficción. Un hombre inventa la máquina del tiempo. Su primer excursión es a la noche del 6 de abril de 1912 en que el “Titanic” se llevó un iceberg por el costado. El hombre cena muy bien, no advierte a nadie de nada, pasea un rato por cubierta, filma el big crack con su telefonito y regresa al presente. Y, por supuesto, lo cuelga en YouTube. Horas después, el hombre parte hacia una esplendorosa mañana de Dallas, Texas, 22 de noviembre de 1963. Y ahora que lo pienso, parece una de esos cuentos de Kilgore Trout, catastrofista escritor sci-fi creado por Kurt Vonnegut, a quien cada vez extraño más. No hace mucho salió While Mortals Sleep. una nueva recopilación de sus cuentos viejos. Y los leí. Y los disfruté mucho. Pero –Vonnegut murió en 2007– me temo que se aproxima el momento en que ya no quedará nada en los cajones. El otro día, un amigo librero me decía que “algunos escritores, cuando se mueren, son como un país al que viajabas mucho y que, de pronto, ya no está más allí, ha desaparecido para siempre”. Entiendo lo que sentía porque lo siento. Y he descubierto algo que me produce un mínimo consuelo. Releer, sí, pero voy un poco más lejos. Vuelvo a comprarme el libro –en edición económica o incluso usada– que volveré a leer. Y de algún modo es como volver a empezar, como seguir, como mirar esa pequeña “mirilla” –término vonnegutiano– en las pantallas de nuestra vida y nuestro amor y nuestra memoria. Una mirilla que no tiene por qué cerrarse nunca.

SEIS La ilustración en la portada de mi ya vieja edición inglesa de Cat’s Cradle muestra su rostro instantáneamente reconocible envuelto en los fulgores de un estadillo nuclear. Y, claro, Kurt Vonnegut era un consumado maestro del Juicio Final. Le gustaba –y lo hacía como ninguno– destruir una y otra vez nuestro planeta en sus novelas y relatos. Y declaró en una entrevista que ningún escritor podía considerarse escritor “en serio y de verdad” de no haber puesto por escrito, al menos en una oportunidad, un holocausto de proporciones cósmicas. Y Vonnegut –lo saben quienes lo siguieron y lo siguen y lo seguirán hasta el fin– gustaba dividir los átomos de sus tramas, atomizarlas, entrando y saliendo de ellas, como un fantasmal anfitrión o un sarcástico deus ex machina sin intención de salvar a nadie a último momento. El último de sus libros que volví a comprarme y vuelvo a leer es la última de sus novelas que no pudo terminar de escribir. Se llama Timequake y –fusionando ficción y no-ficción– no es otra cosa que la historia de la imposibilidad de terminar algo que se ha comenzado pero que no concluirá. Así, lo que empieza siendo una novela cuyo eje pasa por una “imperfección temporal” –el 13 de febrero del 2001 todo, súbitamente, retrocede al 17 de febrero de 1991 y todos se ven obligados a vivir una década de nuevo sabiendo lo que ocurrirá pero sin la capacidad de modificarlo en absoluto– acaba siendo una despedida de quien, incapacitado de cerrar una historia, decide bajar la persiana y colgar la llave en ese clavo del adiós.

En eso estamos: colgándonos los unos a los otros, pero sin ninguna gracia, y muy pero muy mal escritos.

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