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Contratapa|Lunes, 4 de julio de 2011
Arte de ultimar

En banda

Por Juan Sasturain

El correccional de San Miguel era un populoso y siniestro reformatorio que en nada se parecía a las instituciones ejemplares de las películas de Angel Magaña y otros bienintencionados actores de bigotito. La víspera de la fuga los habían castigado por robarse un tarro de dulce de leche de cinco kilos de la cocina del personal jerárquico, cinco paquetes de vainillas, dos latas de arvejas y una navaja que nunca apareció.

Los descubrieron por las moscas. De las doscientas o trescientas que había en el largo dormitorio colectivo, más de la mitad sobrevolaban la cara y las manos de los adictos al hipnótico Chimbote. La furia de los celadores –los manguerearon a la intemperie, los molieron a golpes con los bastones de goma– terminó con los cinco pibes en la enfermería. Esa misma noche, tirados culo para arriba en las blancas camas y con la espalda marcada por los bastonazos, entre lágrimas rabiosas, se juramentaron lealtad eterna y decidieron rajarse ya. Rolo, un morocho picado de viruela de La Plata que de algún modo los capitaneaba, creía saber cómo.

A las cuatro de la mañana los convalecientes prendieron fuego a dos colchones y empezaron a gritar como desaforados. Enfermeros entredormidos debieron sacarlos al patio entre el humo, las toses y los gestos de ahogo. Los dejaron ahí. En medio de la oscuridad y la confusión, mientras el personal se ocupaba del incendio a los baldazos y los internos se asomaban divertidos a las ventanas del edificio principal, los cinco incendiarios se colaron primero en la cocina y de ahí, por la puerta trasera, corrieron hasta la reja del fondo, semioculta por la hilera de viejos paraísos que bordeaban todo el perímetro del correccional.

Uno tras otro, los mayores haciéndoles pie a los más chicos, se treparon a los árboles, se deslizaron por las ramas, se descolgaron del otro lado y se fueron por el descampado, descalzos y en calzoncillos, hasta la ruta.

Rolo y Lito se metieron en una casa por los fondos y levantaron toda la ropa colgada. Tres pantalones, dos camisas, un par de zapatillas. No había para todos y dos de los más chicos tuvieron miedo y se volvieron. Quedaron tres: Rolo, Lito y un narigón alto al que le decía Rattin, por el cinco de Boca. Lentamente, comenzaba a clarear. No volvieron la cabeza ni una vez para ver cómo progresaban las llamas.

Había una YPF a quinientos metros y varios camiones haciendo noche, estacionados en el playón. Llegaron caminado por el borde de la ruta y levantaron la lona del acoplado del primer camión: las pilas de cajas de latas de tomate y duraznos al natural no llegaban al techo de lona y había espacio para tenderse ahí. Treparon en la oscuridad y se acomodaron en el fondo de la caja. Al rato oyeron la sirena de los bomberos que pasaban zumbando por la ruta.

Todavía no había amanecido cuando comenzó a llover. Las gotas pegaban con ruido sordo sobre la lona y el rumor los fue adormeciendo. Pasó el tiempo. En un momento dado escucharon voces apuradas y movimiento de pasos alrededor del camión. Ya era de día y no llovía. Alguien ajustó a las puteadas las sogas sueltas en la culata del acoplado y a otro lo oyeron mear sobre las piedritas del playón mientras cantaba “Santiago querido”, la de Leo Dan.

–Dale vos hasta Dolores –dijo uno.

Después el camión se movió y fue trepando esforzadamente a la ruta.

Cuando el conductor metió segunda, recién ahí, Lito soltó el aire. No sabía desde cuándo contenía la respiración. Rolo le guiñó un ojo y sonrieron por primera vez.

–¿Adónde irá? –dijo Lito.

–Lejos –aseguró Rolo.

Empezaron a tirar nombres pero no sabían muchos.

–¿No tienen hambre? –dijo Rattin y sacó el cortaplumas.

Se bajaron tres latas de duraznos. Una cada uno.

En Atalaya el camión estacionó lejos. Se asomaron, llovía otra vez y había cuatro o cinco colectivos de larga distancia frente al parador. Deliberaron y bajó Rolo solo, con zapatillas y el cortaplumas. Se metió entre los colectivos. Había un Micromar que iba a Mar del Plata, un Cóndor para Buenos Aires, una Costera Criolla a Necochea. Todos cerrados. A un costado, acababa de llegar un micro amarillo un poco más chico que los otros con la inscripción Turismo Oscar y una dirección de San Isidro. Eran pibes en viaje de estudios con remeras de egresados de algún colegio privado que cantaban a coro y golpeaban sacando los brazos por la ventanilla. El cartel apoyado contra el parabrisas decía Chapadmalal.

En el primer asiento, un tipo más grande con remera a rayas, anteojos y la cara llena de granos, el coordinador o lo que fuera, les retenía los documentos.

–Completo los datos y se los devuelvo. Para ganar tiempo en el hotel.

–¿Podemos dejar las cosas? –dijo un rubio.

–Queda cerrado.

Cuando se fueron todos a los gritos y saltando entre los charcos, el de la remera le dijo algo al conductor, bajó él también del micro y dio un par de pasos con la pilita de dos docenas de cédulas en una mano y tapándose la cabeza con un diario.

Rolo salió corriendo de abajo de la galería con la cabeza gacha y lo atropelló, le hizo volar las cédulas que se desparramaron en el barro.

–Disculpe, señor, no lo vi –dijo agachándose.

Lo ayudó a juntar y se quedó con media docena. El tipo, agradecido.

Rolo no se animó a entrar al parador. Cuando volvía al camión dando un rodeo por detrás del edificio, lo vio pasar a Rattin corriendo con un bolso celeste. Picó y lo alcanzó. Iba muerto de risa:

–Tuve que ir al baño y se lo afané a un tipo que estaba cagando.

Se escondieron detrás del acoplado y revisaron el bolso. Había ropa, un par de mocasines blancos, una maquinita de afeitar, una radio Spika, un cepillo de dientes, dentífrico, un libro, una pelota Pulpo y un portadocumentos con plata. Se guardaron la guita y usando un pulóver negro de cuello alto como bolsa, metieron la radio, la Pulpo, los mocasines, una remera, medias, un pantalón de corderoy y las cosas de afeitar. Lo cerraron haciendo un nudo con la mangas y se lo pasaron a Lito, que los apuraba asomado. Rolo se metió el libro en la cintura y se subió último y tranquilo, como se supone que hacen los jefes.

–Vamos a Mar del Plata –informó Lito–. Lo escuché al camionero.

–Mejor, una ciudad grande –dijo Rolo.

En ese momento el motor del camión carraspeó el arranque y quedó regulando en baja.

–Vamos, vamos... –dijo o pensó Lito con los ojos cerrados.

Se sintió el tirón del acoplado y enseguida volvieron a la ruta.

–Vamos a repartir –dijo entonces Rolo–. La guita primero.

No era mucho, pero hacía rato que no veían tanta plata junta. Después eligieron documentos. Las edades coincidían: dieciséis, diecisiete... Como las cédulas eran viejas, las fotos eran de muy pibes. Tiraron la de un incanjeable rubio con flequillo pero Lito era o había sido más o menos parecido a un par. Lo de Rolo era más difícil. Al final se quedaron con dos cada uno.

De las cosas, sólo discutieron por la Pulpo. Se la quedó Rattin. Rolo era el que tenía más barba y se guardó la maquinita. Los mocasines blancos fueron también para Rattin, al único que no le bailaban, y el pulóver para Rolo, que pensaba irse al Sur. Lito ligó los pantalones de corderoy.

La Spika la sortearon. Metieron tres papelitos con sus nombres en una lata de duraznos. Se la ganó Rolo, pero como Lito era el que tenía menos cosas le dio la navaja.

–Y ese libro qué es...

–Rolo se lo mostró.

–Cabecita negra –leyó Lito.

–¿Es de pajaritos? –dijo Rattin.

–No sé. No tiene fotos... Son como cuentos.

–Mi tío fabricaba canarios, en Rosario –dijo Rattin.

–¿Qué hacía?

–Los vendía en la estación de trenes, con jaulita y todo. Eran jilgueros, chingolos, cabecitas, pintados de amarillo... Se subía a los vagones a vender. “¿Pero no canta?”, le decía la gente. “Ya va a cantar”, les decía mi tío... Después se bajaba. Y no cantaban un carajo. Bah, cantaban, pero hacían pipipí, pipipí...

–¿Y cómo los pintaba?

–Con un pincelito, plumita por plumita. Un laburo...

Y se cagaba de risa. Era muy gracioso, Rattin.

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