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Contratapa|Viernes, 14 de octubre de 2011

El hombre que odiaba las novelas

Por Juan Forn
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Aquellos que quieran saber con qué se mamaba Faulkner para escribir así, pueden encontrar la respuesta en un insólito evento que tiene lugar en Londres en 1854, cuando el cónsul americano en esa ciudad reunió en su casa a los exiliados revolucionarios europeos para que conocieran al futuro presidente Buchanan, de paso por Inglaterra. Era un gesto político: demostrar a las monarquías europeas de qué parte estaba el Nuevo Mundo. La lista de invitados era un resumen de las fracasadas revoluciones de 1848: Garibaldi y Mazzini por Italia, Victor Hugo y Ledru-Rollin por Francia, Kossuth por Hungría, Worcel por Polonia y el gran Alexander Herzen por Rusia. Durante la velada se brindó copiosamente por el advenimiento de “una federación de pueblos libres europeos” y un futuro de concordia entre ellos y la joven democracia americana. El cónsul hizo venir a su esposa para que acompañara en guitarra la entonación a coro de “La Marsellesa” y la bebida ofrecida era un ponche especialmente preparado para la ocasión, con bourbon de Kentucky (“nuestra bebida nacional”, como anunció el cónsul). Terminaron todos peleados menos de dos horas después. Se pregunta Herzen en sus fabulosas memorias si el fracaso de la velada pudo deberse a la bebida servida, que parecía “hecha de pimienta roja embebida en vitriolo” y que “embrutecía el paladar, roía la garganta y estallaba en llamas en el pecho de quienes la bebían”.

Herzen se fue de Rusia para combatir el zarismo, la autocracia, la servidumbre. Quería la igualdad entre los hombres, la democracia, pero cuando vio la democracia en Occidente se asqueó enseguida de los burgueses (como buen aristócrata los veía poca cosa, mezquinos, miserables) y entendió que no le quedaba otra que hacerse revolucionario. Se pasó la vida predicándola, desde el diario La Campana, que imprimía de su bolsillo en Inglaterra y enviaba clandestinamente a Rusia. En la dedicatoria de sus ensayos reunidos, le dice a su hijo: “No construimos; destruimos. No proclamamos una nueva verdad; abolimos una vieja mentira. La única religión que te dejo es la religión revolucionaria de la transformación social. Es una religión sin paraíso, sin recompensas, sin siquiera conciencia de sí, porque una revolución no puede tener conciencia”. Entregó ese libro a su hijo solemnemente en la Navidad de 1855, en la coqueta mansión que habitaba en Twickenham, delante de su familia y una cincuentena de invitados, al pie de un gigantesco árbol de Navidad lleno de regalos para todos.

Cuando Bakunin logró huir de su cautiverio en Siberia y llegar hasta Japón, le escribió desde allí a Herzen para que le pagara el pasaje en barco hasta Londres. Herzen se lo llevó a vivir en su casa. Hasta que el ama de llaves alemana le hizo un ultimátum: o Bakunin o yo. Herzen optó por el ama de llaves. Pero mantuvo su cariño por Bakunin: cuando Garibaldi le pregunta por carta si puede confiarse en el pronóstico de Bakunin acerca de la inminencia de la Revolución en Rusia (en 1862), Herzen contesta que “hay en mi viejo amigo una inveterada tendencia a confundir el segundo mes de embarazo con el noveno”. Bakunin, por su parte, le reprochaba festivamente a Herzen: “¿Sabes cuál es tu mayor debilidad? Que eres incapaz de dejarte cegar por un entusiasmo”.

Herzen se creía el colmo de la sensatez mientras llevaba una vida que parecía una novela por entregas y en la que involucraba a todos sus amigos libertarios. La historia es así: al exiliarse de Rusia, el primer destino de Herzen fue París (hasta que la monarquía rusa solicitó a la monarquía francesa que lo expulsaran), allí conoció a un joven poeta alemán llamado Georg Herwegh, que había de-safiado a la monarquía alemana con su polémico “Poema de un hombre que está vivo”. Herwegh era el héroe del momento pero llegó a París sin una moneda. Herzen lo acogió como hijo, como diamante en bruto, como delfín. No sólo adoptó al poeta sino a la familia del poeta (Herwegh estaba casado y tenía hijos, que convivían con los de Herzen). Pero he aquí que el joven Herwegh era el epítome del poeta romántico y enamoró a la mujer de Herzen. Se desató entre ellos una pasión incombustible y más que incómoda. El poeta primero exigió que se les permitiera vivir su amor, luego pidió a Herzen que lo matara, luego lo retó a duelo. Negro de ira, Herzen convocó a un tribunal de honor libertario para que dirimiera el asunto: bombardeó de cartas a Mazzini, a Lasalle, a Michelet, para que dijeran qué correspondía hacer. En determinado momento, el libertario alemán Vogt se ofreció a matar él a Herwegh, para que Herzen no se ensuciara las manos (y también, probablemente, para que dejara en paz a las cabezas del movimiento). Herzen le contesta que la proposición es abominable y después, a solas, escribe enfurecido en su diario que lo que debería haber hecho Vogt, de ser un caballero, era “realizar el asunto sin preguntarme”. En medio de todo esto muere la mujer de Herzen y a él se le parte el corazón y se va a vivir a Londres con sus hijos, donde se encuentra con su adorado amigo de infancia Ogarev, a quien procede a hacerle lo mismo que le había hecho Herwegh a él: enamorarle a la mujer y demandar el derecho a vivir ese amor. Esta vez no hizo falta convocar tribunal de honor (los libertarios de Europa respiraron aliviados): Ogarev era tan manso que concedió el capricho a la apasionada pareja y se fue a vivir con una prostituta a la que quería reformar (convirtiéndola en asistente y enfermera de sus sesiones de láudano). Herzen se casó con la mujer de Ogarev. Ogarev siguió siendo su mano derecha en La Campana hasta el triste final del diario, y fue también el más fiel de sus interlocutores: a él dirigió Herzen sus últimos lamentos por el fracaso que creía que había sido su vida, en conmovedoras cartas, cuando se fue a morir a Suiza.

En esos lamentos, Herzen menciona cuánto detesta las novelas y el nuevo furor que despiertan: “Las novelas no cambian la vida de nadie”, le escribe a Ogarev. Tres años antes había dado a imprenta sus fabulosas memorias (Mi pasado y pensamientos). Sabemos que Turgueniev le envió a Flaubert (aunque no logró que éste la leyera) una traducción al francés de ese libro, con el modernísimo argumento de que se leía como una novela. Dostoievski y Tolstoi, que nunca coincidieron en nada entre ellos y menos que menos con Turgueniev, leyeron de igual manera la versión rusa: se la devoraron como una novela, vieron en ella la combinación de ethos y pathos, relato y reflexión, brillantez y profundidad, que querían poner en sus propios libros. Quizá la vida de Herzen fue un fracaso (“la más brillante nulidad de su tiempo”, dice de él el holandés Ian Buruma) y las novelas no cambien la vida de nadie, pero a mí me gusta pensar que las memorias que escribió aquel hombre que odiaba las novelas cambiaron silenciosamente la vida de los dos más grandes novelistas de todos los tiempos, porque leer ese libro les cambió la concepción que tenían de la novela, ¿y qué otra cosa es la vida para un novelista que la manera en que cuenta la vida?

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