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Contratapa|Lunes, 17 de octubre de 2011
Arte de ultimar

Avatares de El Purgatorio

Por Juan Sasturain

En realidad, El Purgatorio, famoso cabarute marplatense de la zona de la Terminal, vigente durante décadas, no siempre se llamó tan provocativamente así. El sótano de Lamadrid casi Alberti tenía, hacia mediados de los cincuenta, pretensiones de reducto exclusivo con cierta clase. El ovalado cartel de madera que pendía –perpendicular a la entrada de piedra– de una barra de ruidoso hierro forjado, decía, en pintadas letras rojas y góticas: The Eastern Leader. Y abajo, al pie de una silueta de perfil prócer recortada en negro, aclaraba: British Tavern. Toda una novedad en un barrio de casas de familia, con un par de bares puntuales y cuatro o cinco hoteles baratos para pasajeros de una noche.

Pronto el lugar fue identificado simplemente como “la whiskería de la Terminal” y sólo los que conocían bien a su dueño, Monroe Pérez Glostora, un lúcido uruguayo de Carmelo, estaban en condiciones de decodificar el mensaje cifrado implícito en ese precioso y dibujado cartel hecho con una vulgar tapa de inodoro: The Eastern Leader no era otro, traducido, que El Caudillo Oriental, y la figura recortada, el impagable José Gervasio de Artigas. La clave era política.

Y la solapada tarea, también. En aquellos primeros meses del cincuenta y cinco, cuando se abrió la equívoca taberna británica, el golpe contra Perón estaba en marcha y los organizados comandos civiles y la Marina gorila en su sucursal marplatense eran de los más activos agentes conspiradores. En ese contexto, la pata uruguaya era, como había sido en el siglo anterior, durante las campañas contra Rosas, fundamental en la trama de una revolución que se prometía tan justa e impiadosa como la represalia divina. Todo valía para derrocar al Tirano.

Así, en esas vísperas golpistas cayó Monroe Pérez Glostora a Mar del Plata, con la misión de operar de enlace entre los conjurados de la costa, de Mar del Plata a Bahía Blanca, y el lote de exiliados antiperonistas –políticos, periodistas, contreras varios– que desde la otra banda, con el fondo persuasivo de las radios orientales de insidiosa incidencia rioplatense, trenzaban la prolija conspiración. Y la taberna digna de un cuento de Chesterton fue la pantalla elegida para lugar de reunión.

Glostora era culto, parco, formal y escondedor como buen uruguayo. Con la misma tácita habilidad con que sacaba gente del país o la introducía por los riachos del Tigre hacia y desde Carmelo, negociaba precios con proveedores varios y atendía una clientela esporádica pero con tendencia al desborde. La misma discreta destreza mostraba cuando abría y cerraba las compuertas del The Eastern Leader para las reuniones de los conjurados cada jueves a la noche sin despertar sospechas y cuando sorteaba las visitas de tanteo o intimidación de la policía local.

Paradójicamente, se dice que la idea de la incorporación de coperas a la whiskería fue un recurso para calmar a la autoridad, que no entendía cuál podía ser el extraño negocio si la concurrencia era escasa y no había minas de por medio. Ahí fue cuando Glostora, que pescó al vuelo la necesidad de cerrar algún tipo de pacto de no agresión y convivencia con la policía, buscó cumplir con el deseo y la necesidad del otro y terminó recurriendo a la asesoría y al personal idóneo provisto por Virgilio Marafioti, dueño de El Infierno, el promisorio cabarute del Puerto con quilombo anexo, su plataforma de lanzamiento como precoz decano del negocio en La Feliz bajo el apodo de El Carabela.

En realidad, el uruguayo ilustrado se dejó persuadir por las citas clásicas que adornaban el tenebroso contacto. Que Virgilio y el Infierno estuvieran juntos en la misma oración y en el mismo negocio era suficiente como para seducirlo. Y en cuanto a las referencias originales, no se equivocaba. En la casa de Virgilio Marafioti, hijo de tanos genoveses con tres generaciones de curtidos varones adosados sin fisuras al muelle de pescadores, había un solo libro: La Divina Comedia. Ya nadie lo leía, pero todos –y él también– habían oído leer en voz alta –de boca desdentada del abuelo original– los cadenciosos tercetos que contaban las historias de esos personajes terribles condenados a la desgracia eterna que poblarían largamente su insomnio.

Virgilio tenía dos hermanos: uno más grande, Dante, y una inevitable Beatriz, varios años menor. A los catorce, el futuro cafishio había pisado por primera vez con frío, orgullo y negras botas altas de goma, las tablas de la lancha familiar, enfilada y dispuesta cada madrugada, junto a decenas de embarcaciones similares, para partir mar adentro en busca de la anchoíta, el pejerrey, la esquiva merluza. Durante diez años participó, junto a su hermano mayor, del ritual que incluía, además de la ruda pesca en sí y la entrega diaria de los estibados cajones saturados de brillantes peces, el cuidado femenino de las redes, el calafateado con brea, la pintura casi infantil del barco según pautas tácitas y regulares: el casco amarillo con bordes rojos, las letras blancas con el nombre dantesco en la proa: Ugolino III.

Dicen que fue un desengaño amoroso lo que lo alejó del oficio. Según la leyenda, que el cura Schiaffo ratificaba, la novia lo corneaba mientras él se pelaba las manos en alta mar y un día que una falla del motor devolvió la lancha más temprano y casi vacía al muelle, saltó la perdiz. Desde entonces, el joven Virgilio soslayó todo contacto amoroso que no estuviera mediatizado por una transacción comercial. De frecuentador de las chicas del oficio pasó a protegerlas; de ahí a instalar un local que funcionara como centro de operaciones fue sólo cuestión de tiempo. Y le puso El Infierno, cómo le iba a poner.

El Carabela solía decir, años después –acaso no con esas precisas palabras– que su fuente de inspiración siempre habían sido dos: ciertos episodios de La Divina Comedia y las películas de Vittorio Gassman. Más que nada las de Dino Risi y sobre todo Il Sorpasso, que vio ocho veces. Incluso tenía la foto del actor autografiada en un cuadrito, detrás de la barra de El Infierno. Vittorio se la había firmado una vez que vino a Mar del Plata para un festival de cine o para filmar una de esas películas tipo Un italiano en la Argentina o engendro similar.

La cuestión es que el resentido Virgilio Marafioti juntó a las mejores chicas que operaban con la marinería del Puerto y le dio cobijo y conchabo en su boliche a media docena seleccionada. La idea era disponer de una oferta variada para cada tipo de cliente. Así, convivían en la barra y las penumbrosas mesas del fondo, Gladys, la tucumana, la turca Zulma, que pasaba por odalisca; Maysa, mulata seudobrasileña, y Kathia, la única rubia posta, que sabía inglés. Un repertorio de amplio espectro, cada una con su especialidad.

Cuando el Glostora lo fue a buscar para requerirle asesoría y carne decorativa para su emprendimiento, iba con ciertas previsibles condiciones: que las chicas fueran tales, no viejas trajinadas; y que no lucieran –literal– “excesivamente vulgares”. Marafioti no se ofendió, arregló los números y le puso, de diez de la noche a una de la mañana, a Gladys fija y a un elenco rotativo al que se sumó la enigmática Selva, una prima de la tucumana recién llegada de Buenos Aires, que aportó de salida una fineza inusual y bastante convincente.

En cuanto al experimento del doble comando en The Eastern Leader, no duró demasiado. Entre las vísperas, el desarrollo y la concreción del golpe revolucionario antiperonista y sus últimos avatares, no pasaron ni diez meses. Durante ese breve lapso, las chicas del futuro Carabela tuvieron oportunidad, algunos días de cada semana, de alternar con una clientela diferente de los urgentes marineros recién desembarcados. Al principio recelosos y pacatos, estos más o menos hipócritas conjurados políticos –de abogados de la Acción Católica a capitanes de corbeta de cuatro hijos– solían terminar las reuniones de los jueves entre las sabias piernas profesionales del elenco estable de la whiskería. Y mucho más a la hora del festejo e incluso después, cuando ya Glostora se había ido, vuelto al Uruguay, cumplida su misión de agente conspirador, y Marafioti, casi sin pensarlo, se quedó a cargo del negocio.

Así, para fines del ’56, la whiskería era ya un alevoso cabarute y el cartel seudoinglés de madera con letras góticas y el secreto perfil de Artigas había sido sustituido por un retorcido letrero de neón que prometía, en letras rojas, los equívocos placeres de El Purgatorio. Un nombre que mientras para algunos remitía a la continuidad de la referencia dantesca tan cara al dueño y señor, para otros sólo connotaba las peores amenazas de la peste venérea. Que de todo eso había y se trataba.

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