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Contratapa|Domingo, 23 de marzo de 2003

La belleza del mundo

Por Martín Granovsky
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Nerón rediseñó Roma a su gusto. Hasta mató a su mujer y buscó una persona parecida para reemplazarla. Como por desdicha esa persona era hombre, lo hizo castrar. “Qué artista muere conmigo”, dicen que dijo cuando su asistente le cortó la yugular. Tiberio, hogareño y soldado perfecto, era tan responsable que a los veinte años lo llamaban “El viejito”. Calígula, probablemente un esquizofrénico, pasaba horas frente al espejo, ensayando gestos, como lo haría después Mussolini en la misma ciudad. Trajano era tan fiel a su esposa que sola la engañaba con muchachos, nunca con mujeres. Al emperador Adriano es difícil imaginarlo fuera de la respiración que le entregó Marguerite Yourcenar, quien imaginó un personaje capaz de escribir en sus Memorias textos como éste: “Trabit suaquemque voluptas. A cada uno su senda; y también su meta, su ambición si se quiere, su gusto más secreto y su más claro ideal. El mío estaba encerrado en la palabra belleza, tan difícil de definir a pesar de todas las evidencias de los sentidos y los ojos. Me sentía responsable de la belleza del mundo”.
¿Cuál de esos emperadores es George W. Bush? ¿O es ninguno de ellos y estrena una nueva época de hegemonía absoluta? En todo caso su imperio será recordado por una ideología simple y coherente. El Bien es el Bien y el Mal es el Mal, sin vueltas ni grises, y los Estados Unidos encarnan el Bien contra el Mal. Como en todo fundamentalismo, el Bien define al Mal y, luego, traza con todo derecho la estrategia para derrotarlo. Inflexibilidad dogmática del Bien, flexibilidad infinita para construir el Mal como blanco y destruirlo después: ésa es la fórmula del nuevo concepto imperial norteamericano.
Cuando George W. habla de las acciones militares, siempre dice que Washington se reserva el derecho de ser flexible. El general Wesley Clark, ex jefe de la OTAN en las operaciones de Kosovo, calcula que las fuerzas armadas de Saddam Hussein son dos veces menos poderosas hoy que en la guerra del Golfo de 1991. La superioridad norteamericana ya era aplastante hace 12 años, pero según Clark las nuevas tecnologías permitieron triplicar la eficacia guerrera de los Estados Unidos. Además, nada mejor que el desierto para desplegar tantas capacidades juntas. Los generales sueñan con que la realidad sea igual que en la mesa de arena de los estados mayores. A menos que alguna sorpresa cambie el cuadro, hasta ahora Irak es la mesa hecha realidad. En una guerra tan poco deportiva como la de estos días, la flexibilidad militar solo consiste en que los Estados Unidos deciden, con réplica escasa del adversario, cómo golpear, qué intensidad utilizar y cuántas bajas producir.
La presidencia de Bush es el poder crudo, ejercido de manera unilateral y salvaje, con la retórica simplota de los legionarios. Sin demasiada construcción teórica que enmascare el objetivo final de rediseñar el mundo y, como en una computadora, personalizarlo a gusto del usuario que controla el mouse. Richard Perle es presidente del Consejo de Defensa que asesora al Pentágono. Acaba de publicar en el semanario británico Spectator un artículo sobre el orden y la anarquía que tiene la virtud de ahorrar todo eufemismo inútil y da por muerta “la fantasía de las Naciones Unidas como la base de un nuevo orden mundial”.
Ejemplos tomados de Perle:
u “Europa oriental fue liberada no por la ONU sino por la madre de todas las coaliciones, la OTAN”.
u “La ONU no pudo frenar la guerra de los Balcanes”.
u “Cuando terminó la guerra en Bosnia, la paz se firmó en Dayton, Ohio, no en la ONU”.
u “El rescate de los musulmanes en Kosovo no fue una acción de la ONU, porque nunca obtuvo la aprobación del Consejo de Seguridad”.
Y el padre de todos los ejemplos:
u “El Reino Unido, y no las Naciones Unidas, salvó a las Falklands”. Para Perle, coaliciones como la actual no amenazan a un nuevo orden mundial sino que son, “por default, la mejor esperanza hacia ese orden y la verdadera alternativa a la anarquía que sobrevino por el fracaso de las Naciones Unidas”.
Un notable columnista británico, Martin Wollacott, de The Guardian, sintetizó así la nueva doctrina norteamericana: “Tiende a privilegiar las soluciones militares a las no militares, y las decisiones unilaterales a las multilaterales cuando se trata de evaluar la seriedad de las amenazas”. Si antes los Estados Unidos priorizaban la contención y la disuasión, ahora ambas están más abajo en el ranking de preferencias. “Llevado al extremo, es como si se permitiera a un solo país, los Estados Unidos, atacar a otros a voluntad si esos otros son percibidos como un riesgo futuro más que un riesgo actual”, dice Wollacott, y agrega que esa falsa prevención, porque la prevención verdadera tiene en cuenta peligros lejanos y no inmediatos, podría ser imitada a escala menor por otros países respecto de sus vecinos.
¿Después de Irak vendrán Irán y Corea del Norte? Wollacott opina que George W. busca con Irak un efecto ejemplarizador que disuada a los otros dos Estados de continuar con sus programas nucleares y evite un ataque masivo contra ellos. Pero nadie sabe de verdad cuál será el próximo paso. ¿La doctrina de la guerra preventiva terminará solo como una teoría para invadir Irak? Otra vez: imposible contestar esa pregunta. Igual, los hechos ya muestran la intención de rediseñar el Medio Oriente convirtiendo al Irak dictatorial y desafiante en un portaaviones gigantesco. Por fortuna para el lobby energético que gobierna Washington, seguramente un nuevo gobierno privatizará el petróleo. Una parte de esa renta financiará la permanencia de una legión que será sin duda definitiva y servirá de base para otras expediciones a cargo del Bien. Si el mundo es una sucesión de momentos de caos (el ataque a las Torres Gemelas) y momentos de orden, en la ideología de Bush los golpes preventivos pretenden transformar la historia con forma de serrucho en una línea suave y clara de lucha contra el Mal.
A mediados de los ‘80 grandes especialistas como el chileno Luis Maira o la brasileña Maria da Conceicao Tavares se preguntaban si había empezado una era de hegemonía norteamericana. Tavares, una economista de consulta de Lula, respondía que sí. Exponía las ventajas económicas y militares sobre la Unión Soviética y Europa y, sobre todo, la capacidad de los Estados Unidos de que incluso sus competidores aceptaran que la visión norteamericana era la dominante. Hoy la impresión es que el predominio resulta tan apabullante como el del Imperio Romano. Más aún: como el Imperio anterior al año 212, cuando Caracalla dio carta de ciudadanía a las elites de todo su imperio mientras buscaba aplicar la máxima de su padre, Septimio Severo, según la cual “debes enriquecer a los soldados sin preocuparte de todos los demás”. Hoy, quienes disputan poder con la Casa Blanca cayeron en la cuenta de que no están delante de una guerra más. Así como Bush presiente que es su momento, Francia o Alemania tienen el mismo sabor a instante de fundación, de nacimiento de nuevas reglas que, sospechan, se les volverán en contra. Pero no encuentran la alternativa, lo cual suena lógico si se piensa que hasta hace muy poco los siete grandes líderes de Occidente se enclaustraban juntos, protegidos de lo que llamaban “hordas globalifóbicas”, las mismas que ahora algunos de ellos reconocen como “opinión pública europea”.
América del Sur puede silbar bajito, como disimulando. Sin embargo quedará incluida en la lógica del poder crudo –a veces, sinónimo del poder del crudo– por Colombia, por Venezuela, por la negociación con el Fondo, por el desafío democrático de Lula. George no tiene la sutileza de Adriano pero imagina, como cualquier jefe de imperio, un mundo con la belleza a su medida. Y su cara no miente.

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