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Contratapa|Viernes, 28 de octubre de 2011

El hermano muerto

Por Juan Forn

Mark Twain tenía un hermano gemelo en su infancia. Para diferenciarlos le ataban a cada uno una cinta a la muñeca, de un color diferente. Un día los dejaron solos en la bañadera y uno se ahogó. El chapoteo en el agua había desatado las cintas, de manera que nunca se supo a ciencia cierta cuál de los dos había muerto. “Desde entonces no sé si yo soy yo o mi hermano”, remataba siempre la anécdota Twain.

Philip Dick también nació con una hermana melliza. La llamaron Jane. La madre creyó que la leche que tenía alcanzaba para amamantar a los dos, que no iba a necesitar refuerzo. Los bebés pasaron hambre durante semanas, hasta que la pequeña Jane murió, y así fue cómo el pequeño Philip pasó a recibir la ración de leche materna que necesita un bebé para sobrevivir. Déjenme agregar que la mamá de Philip Dick tenía una hermana que, años después, también tuvo mellizos. Cuando los bebés eran pequeños murió la madre. El viudo dijo haber recibido un mensaje de ultratumba de la difunta en que le pedía que se casara con la cuñada. Fue a informárselo a la madre de Dick. Brevísimo perfil de la madre de Dick: era secretaria, era progre, crió sola a su hijo en el ambiente libertario de Berkeley, despreciaba en el marido de su cuñada todo lo que había despreciado en su propio marido (lo que ambos tenían de americano medio) pero, para sorpresa de todos, incluido el propio viudo, aceptó como una autómata la última voluntad de su hermana y hubo boda. Se celebró cuando Dick tenía 24 años. Desde entonces hasta que murió, treinta años después, Dick confesó a quien quisiera oírlo que su madre crió al más perfecto american style a los hijos mellizos de su hermana después de matar de hambre a uno de los mellizos salidos de su propio vientre y de repetirle al otro durante toda su infancia que quien debió haber muerto era él. A diferencia de Mark Twain, Dick tuvo desde su más temprana infancia quien le recordara cada día que él no era el muerto, que él era él y no su hermana.

Quizá no se deba a eso, o al menos no enteramente, pero Philip Dick es El Paranoico Que Tenía Razón: el hombre que entendió mejor que nadie las implicaciones del Gran Hermano de Orwell de una manera que ni el propio Foucault pudo hacer, y ni hablemos del pobre, heroico, admirable Orwell. En 1971, cuando llevaba publicadas treinta novelitas de ciencia-ficción y varios años sin escribir, Dick volvió un día a su casa y se la encontró devastada. Con el módico monto del premio Hugo por El hombre en el castillo, se había comprado un enorme archivador metálico con cerradura donde guardaba todos sus papeles, toneladas de papeles. Que se llevaran su adorado equipo de música y sus discos (Dick era un melómano terminal, trabajó durante diez años de vendedor en una disquería) no le importó tanto como que hubieran despanzurrado su cofre, su ataúd de metal, su caja de Pandora. No eran meros ladrones si habían usado esa clase de explosivo y se habían llevado sus papeles. Por eso, lo primero que sintió Dick al toparse con ese espectáculo no fue desazón sino una satisfacción eufórica, que le duró escasísimos segundos, pero tuvo la potencia de un pico de anfetamina: “Yo sabía que no era paranoia. Yo sabía que tenía razón”.

Por supuesto, el flujo de ideas no se detuvo ahí. Continuó, imparable, y acto seguido Dick ya estaba pensando que venían por él, que lo mandarían a un campo de concentración en Alaska, que Nixon era un rojo, un comunista infiltrado en las filas macartistas para llegar al poder y convertir al país de la libertad en una colonia criptosoviética. Nixon se había abierto paso como Stalin, eliminando rivales, ¿a quién otro habían favorecido los asesinatos de Jack y Bobby Kennedy y Martin Luther King y el atentado a Wallace? A Tricky Dick, a Richard Nixon, al hombre que reía como una hiena: su némesis. Como todos sabemos, el duelo entre El Hombre Que Ríe y El Paranoico Que Tenía Razón lo ganó Philip Dick. Ya no escribía, y creía que no escribiría más, cuando estalló Watergate. Ya se lo habían comido los demonios (había entrado en su etapa mística, para desazón de sus fans: ellos querían oírlo hablar de Ubik, de los clanes de la Luna Alfana, y él les decía que el Imperio del Mal era en realidad el Imperio Romano y que él era San Pablo y su misión era “contar la verdad”), pero igual celebró como un derviche la caída de Nixon, aullándole al televisor y hablándole a su doble, un cristiano de las primeras catacumbas llamado Tomás que habitaba en su interior y que, según Dick, era su coequiper en la tarea de difundir el mensaje, la verdad. Hasta aquel instante en que Dick desvió los ojos del televisor, le dijo: “Se acabó, ganamos”. Y descubrió que Tomás ya no estaba, que no tenía con quien celebrar aquel triunfo, que tendría que ocuparse solo de pregonar la verdad.

Volvió a escribir. Ya no necesitaba anfetaminas, tenía adentro una droga más potente: el suero de la verdad, el verdadero Suero de la Verdad. Esas ocho mil páginas son sólo para los fans terminales de Dick, que por supuesto las consideran la cima de su obra, la verdad revelada. Y están quienes lo prefieren paranoico, antes de que supiera que tenía razón: esa especie de Kafka bestia, electrificado, corcoveando como cable de alto voltaje en la tormenta. Una vez le preguntaron cuándo y cómo había empezado a escribir ciencia ficción, y contestó que fue después de leer un cuentito de Fredric Brown en que un grupo internacional de científicos construye la computadora más compleja imaginable, le almacena todos los datos del saber humano y, cuando está lista, le hacen la primera pregunta (“¿Dios existe?”). Y la máquina contesta: “Ahora sí”.

Dick le adjudicaba a Jung una frase que en realidad era su propia conclusión de lo que había leído en Jung: “Los dioses de antaño se han convertido en enfermedades para los hombres de hoy”. En Ubik escribió: “Lo real es aquello en lo que Dios cree” (ubik por “ubicuo”: el que está en todas partes). Cuando empezaron a admirarlo en los ’60, dijo: “He escrito y vendido 23 novelas, y son todas horribles menos una, y no estoy seguro de cuál es”. Como dijo inigualablemente Pablo Capanna, lleva más tiempo leer sus libros que el tiempo que le llevó a él escribirlos. Pasa igual que con Arlt, dijo Piglia: no importa dónde uno tropiece con las torpezas, no se puede salir del trance. La última de las esposas de Dick le decía, en cambio, que era el nuevo Dostoievski, el hombre que lo había entendido todo.

Cuando Dick murió, en 1982, apareció el padre a retirar el cuerpo y se lo llevó a enterrar a la parcela donde estaba enterrada la pequeña Jane. Era una parcela doble y tenía una doble lápida, con los nombres de los dos hermanos. Sólo hubo que grabar la fecha de muerte en la que correspondía a Philip. La doble lápida estaba esperando a su segundo ocupante con la fecha de deceso en blanco desde el lejano día en que habían enterrado a la pequeña Jane, cuando el pequeño Philip era un bebé de cinco semanas.

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