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Contratapa|Lunes, 7 de abril de 2003

Ojalá

Por Sandra Russo
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El espanto es tan desmesurado que parece que ya no hubiera nada por decir. Solamente tenemos palabras, y no alcanza. Las palabras deberían tener el filo de una navaja o el poder explosivo de un Tomahawk, pero no lo tienen, no almacenan combustible, no arden. No arden como ardió entera la familia de Alí Smain, ese niño iraquí que según dice el diario perdió en un bombardeo del lunes, en Kindi, a su madre, su padre, sus hermanos, a sus tíos y a sus primos. También perdió los brazos y seguramente perderá la vida. Ojalá se convierta en un símbolo, porque los símbolos, a veces, son más poderosos que los Tomahawk.
Ojalá el nombre de Alí Smain nos quede caprichosamente en la memoria, adherido a la memoria, enredado en la memoria, ojalá no nos deje dormir. Ojalá ese nombre breve y extraño envuelva en sus dos sílabas los de todos los niños, las mujeres y los hombres que están siendo cada día interrumpidos en su acto de vivir, ojalá que pronunciando ese nombre estemos pronunciando todos los nombres que ignoramos, esos nombres difíciles, engañosamente ajenos. Ojalá que ese cuerpo pequeño y quemado, desnudo, deshecho, violado ferozmente por el estruendo de esa madrugada, nos hable. Ojalá que nos arda, que nos empuje al más allá de la simple mirada fija sobre el televisor. Ojalá que si Alí Smain muere se convierta en fantasma. Ojalá que su fantasma aceche en sueños a sus verdugos, que levante en su niebla de fantasma la tímida bandera de su último recuerdo, sea éste el que haya sido, su madre gritando, su padre agonizando, sus hermanos muriendo antes que él, el estallido de su casa, la voz piadosa de alguien que le hablaba en inglés, los toscos vendajes que le cubrían sus quemaduras, el dolor.
Ojalá que ese chico que sea, por la magia de los símbolos (que siempre significan más de lo que nombran) todos y cada uno de los miles de chicos asesinados en nombre de la libertad. Porque eso hacen a veces las palabras: disfrazan y matan. Ojalá que la intensidad de la desgracia de Alí Smain se transforme en una dentellada y que de la inmensa, infinita debilidad de un chico de ocho años ante el aparato bélico más potente del mundo, surja ese símbolo imprescindible no para detener este desastre, porque eso es imposible, pero sí para que estos crímenes esperen puntualmente a cada uno de sus responsables en la antesala del infierno. Están matando a tantos civiles iraquíes que no se alcanzan a contar. Ni siquiera hablan de efectos colaterales. No se toman la molestia. Apuntan selectivamente contra ellos. Esta es la guerra de lo políticamente incorrecto: están desembozados, conversos, poseídos, decididos a traspasar cualquier umbral. No sólo han pasado por alto a las Naciones Unidas: haciéndolo, además, han roto todos los contratos civilizados, han reinventado las reglas de juego, han llevado al paroxismo su idea de que la tienen más larga. Si todavía dicen que esta carnicería se está llevando a cabo en nombre de la libertad y alguien les cree, como según las encuestas les cree la mayoría de los norteamericanos, es porque he ahí una nación corroída por su propia bilis y su propio delirio. He ahí una nación que expurga, a través de sus raras avis, a través de sus mejores exponentes, sus profundas contradicciones y sus paradojas bestiales.
Ojalá que por los ojos semicerrados y agonizantes de Alí Smain en el hospital de Kindi se nos revele a todos la dimensión del horror. Ojalá que por un instante todos tengamos sus ojos y a través de esos ojos de ocho años podamos acceder a la visión de lo más bajo y lo más ruin de la condición humana.
Ojalá su martirio siga ladrando en el desierto después que cada uno de los suyos haya sido vencido.

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