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Contratapa|Viernes, 6 de abril de 2012

Una vértebra

Por Juan Forn
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Un paquebote cruza el océano rumbo a Buenos Aires en 1929. En él viajan la cantante Josephine Baker con uno de sus maridos y el arquitecto suizo Le Corbusier con una de sus amantes-mecenas. Furioso romance a bordo: la Baker siente que ha encontrado un espíritu afín de complicidad infantil. Le Corbusier la ve como una clienta potencial y trata de convencerla para construirle un orfanato en el sur de Francia. Aunque estaba viajando a nuestro país con una magna tarea en mente (rediseñar urbanísticamente Buenos Aires, convertirla en un ejemplo para las grandes capitales del mundo), todo Le Corbusier está en aquel camarote de transatlántico en 1929.

La Baker tenía 23 años y, aunque ya iba por su tercer matrimonio, no había empezado todavía a adoptar su legendaria docena de huérfanos. Le Corbusier le dio la idea, cuando le habló, en la cama de aquel camarote, de la luz y del sol, esos milagros gratuitos de vivir cerca del mar, y de una casa enorme y blanca que recibiera niños que no tenían nada y les diera eso: luz, calor, mar. Le Corbusier es famoso por la frase: “Una casa es una máquina que se habita”. Pero yo creo que lo pinta mejor esta otra: “La casa ha de ser un estuche de la vida”. Le Corbusier también es famoso por haber podido construir menos de la milésima parte de las cosas que proyectó (y que cambiaron la arquitectura del siglo veinte). Por supuesto, su proyecto de Buenos Aires nunca prosperó. También había fracasado cuatro años antes, en 1925, cuando propuso derribar la Orilla Derecha del Sena para transformar París. En otros países que lo desvelaron, como Brasil, la India y Japón, dejó edificios magníficos, pero lo único que dejó en nuestro país fue una casa, la Casa Curutchet en La Plata, que en realidad hizo Amancio Williams bajo la dirección a distancia del maestro desde París, y eso fue veinte años después, cuando Buenos Aires ya había olvidado por completo su visita de 1929.

En realidad, la casa que iba a hacer Le Corbusier era para Victoria Ocampo. El amante de Victoria, Julián Martínez, le encargó un proyecto al suizo en aquella visita en 1929. Pero la Ocampo se cansó de Martínez y dejó a un lado los planos de la casa que su amante quería regalarle. Años después, a la Ocampo se le ocurrió que quería una casa Le Corbusier, así que rescató aquellos planos del ropero y se los dio a... Bustillo, para que hiciera la casa. Imaginen una casa Le Corbusier hecha por el arquitecto que hizo el Provincial de Mar del Plata, el Llao-Llao de Bariloche y el Banco Nación de Buenos Aires. A Le Corbusier no le gustó ni medio, ni la casa ni la Ocampo. La casa le pareció ostentosa y vacua, y la dueña, también: como tantas de esas amantes-mecenas que yo creo que se llevaba a la cama no para conseguir encargos, sino para decidir si aceptaría hacerlos o no.

A mí me resulta mucho más significativa la relación enferma pero indestructible que tuvo con su mujer de toda la vida, Ivonne, un espíritu libre del Mediterráneo, intuitiva, desinhibida, sensual, tempestuosa, borracha, mannequin fugaz en Montecarlo y confidente única de aquel suizo famoso por no franquearse nunca con nadie, ni en público ni en privado. Le Corbusier la llevaba a su lado a algunas cenas de negocios para que ella verbalizara a su manera salvaje lo que él, con su temperamento helvético, no podía decir. Cuando se casaron le hizo un famoso dúplex de vidrio y le puso un bidet al lado de la cama; ella le tejió un gigantesco cubretetera de crochet; decía que le daba frío verlo descubierto, aunque se paseaba desnuda y con las cortinas abiertas por todo el departamento. Le Corbusier se pasó la vida aceptando encargos en cualquier parte del mundo para huir de ella, pero volvía siempre a la casa que le hizo en Cap Martin, en las afueras del pueblo donde ella había nacido. No existía para él otro lugar donde franquearse. Y, cuando ella murió, lo dejó vacío, desolado, irreconocible.

Le hizo una tumba en el cementerio marino de Cap Martin que está en la cima de una colina que mira al Mediterráneo. Es una tumba doble, con una lápida casi a ras del piso, en el rincón con mejor vista al mar del pequeño camposanto, y ahí decidió que descansarían también sus restos. Y aunque ahí murió, ocho años después (a los 78, nadando en el mar), antes de que lo enterraran fue despedido con un funeral de Estado en París. Se trasladó el cuerpo, las exequias fueron en el patio cuadrado del Louvre, al anochecer, veinte soldados escoltaron con antorchas el ataúd al ritmo de la marcha fúnebre de Beethoven, una comitiva procedente de la India vertió agua del Ganges sobre las cenizas, otra comitiva procedente del Brasil esparció tierra roja de Brasilia y una tercera comitiva de Japón dejó caer un puñado de hojas de cerezo de Kioto. Malraux, que coordinó los fastos, no quiso privarse de pronunciar unas últimas, bombásticas palabras: “Es hermoso que aquí estén presentes el Oriente y el Occidente, en unión fraternal entre el mundo físico y el mundo espiritual, el agua y la tierra y el fruto de ambos”. Recién entonces se cumplió el deseo de Le Corbusier: se cremaron sus restos (cuando hicieron lo mismo con Ivonne, una vértebra quedó mágicamente intacta del fuego; Le Corbusier la llevaba colgada de un cordón al cuello cuando lo encontraron muerto) y las cenizas fueron por fin a descansar al cementerio de Cap Martin.

Arquitectos jóvenes y viejos de todo el mundo van en peregrinación hasta allá, a admirar cómo juega la estructura geométrica de la lápida con la sección áurea, pero yo prefiero lo que hizo John Berger, que fue seguir el trayecto que hizo Le Corbusier aquel último día que bajó de su casa al mar y se murió en el agua, tal como había soñado morir desde joven: nadando hacia el sol, de mañana, temprano. Dice Berger que desde la casa de Le Corbusier se sigue un sendero entre matorrales y una vía muerta hasta llegar a un café de madera y techo de chapa, una barraca, pero construida de acuerdo con sus consejos, porque el patrón era viejo amigo. En la pared de madera que da a la cala por donde se internó en el mar esa mañana, Le Corbusier había pintado su famoso emblema del hombre de seis pies de altura, el Modulor que mide toda su arquitectura. El sol y la sal y el rocío marino lo han ido blanqueando y afantasmando. A lo lejos se ve Montecarlo. Toda la línea costera exhorta a la riqueza, pero el Modulor puede mirar hacia otro lado, afortunadamente. Hacia abajo, a la cala donde rompen mansamente las olas, o a lo lejos, hacia el horizonte, donde en ese instante atardece. A un costado de la figura desvaída del Modulor quedó en la madera la huella de una mano en pintura. Todos van a Cap Martin a ver la tumba doble en el camposanto, pero yo creo con Berger que el verdadero monumento funerario de Le Corbusier es esa mano, que podría ser la de alguno de los huerfanitos de Josephine Baker, o la nuestra, o la del Hombre Nuevo.

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