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Contratapa|Miércoles, 11 de abril de 2012

Luces y sombras

Por Noé Jitrik

A Jorge Mara

Junichirô Tanizaki escribe, en El elogio de la sombra, como quien se desliza por una calle tranquila tratando de que nadie lo vea y detiene sus pasos por momentos cuando sus ojos se han detenido, y lo obligan, en un mínimo accidente, que apenas lo es, más bien es un incidente si se considera que eso que sus ojos divisan opera como un llamado que nadie escucha, pero que él podría escuchar y atender.

La detención es equivalente en densidad al objeto o a la circunstancia que la provoca: dura un instante y tiene la levedad de la materia que observa. La calle, por decirlo de ese rústico modo, es sólo y nada menos que la cultura contingente de Japón, casi nada. Digo “contingente” porque no se trata de los grandes trazos, sino apenas de emanaciones de modos de vida que las grandes gestas y los poderosos imperios no logran eliminar: por detrás, sordamente, braman los imperios y contra ese ruido se establece una escritura límpida y tranquila, que se ve que ha renunciado a las estridencias y a los himnos guerreros que marcaron a esa sociedad hasta el final de la guerra, hacia 1945, no olvidar Hiroshima y Nagasaki. No lo hace como, contenidamente, lo hicieron los herméticos italianos que condensaban sus líneas como callada protesta contra el bramido fascista, sino mediante una poética de desarrollo basada en una prosa, casi un murmullo, que buscara presentar y, de paso, convencer razonablemente, no imponer.

Y por ella, la cultura del Japón, transita Tanizaki con palabras de amorosa unción, apreciando cada grano de una materia que a veces se está perdiendo, que a veces subsiste todavía, en esa secreta lucha que libra una tradición amada, no del todo perdida pero arrinconada por lo nuevo, tratando de evitar el ahogo que lo nuevo siempre produce. En suma, tratando de no morir.

Mira entonces: por empezar, la arquitectura japonesa, que es como el susurro de un papel que hace de pared y de mampara y que tiembla porque una brisa se le acerca de tanto en tanto; la palabra se detiene en sus virtudes, eso que brinda por lo que es y que resulta de una sabiduría milenaria; la observación que traduce en esas palabras convincentes es tenuemente objetivista, pero está teñida de una respuesta subjetiva de plena conformidad, de íntima y alegre comparación con lo que no sería eso que ve y que se intuye, no está puesto ahí, provocativamente: a medida que reconoce virtudes en los pliegues y recovecos, interiores y exteriores que describe, va expresando no sólo una adhesión al valor que les (y se les) atribuye sino el tranquilo regocijo que lo inunda sin desbordarlo, con un absoluto control de una inocultable emoción.

Y si en los habitáculos encuentra calidades destacables, rigurosamente puestas en relieve, no menos ricos son los momentos en que se enfrenta con el mundo de las telas que visten los cuerpos y con los cuerpos mismos, en particular en los que llevan a cabo las inigualables proezas del teatro Nô: de lo totalmente cubierto por vestiduras y afeites a lo apenas entrevisto en los dedos de las manos se produce un ritmo que define a esa cultura felizmente subsistente y tras la cual, se puede adivinar, rugen voces imperiales, pujos militares que la amenazan –estamos en los años ’30– y que, Tanizaki lo sugiere, la pueden matar.

De este modo, como quien pasea, un poco a la manera del “flâneur” benjaminiano pero en las cosas, no con una voluntad de arrancar y revelar el secreto de las ciudades, van desfilando objetos, matices y señales hasta llegar al punto central, la defensa de la “sombra” como modo de vida total y en la que reside toda la diferencia con Occidente, donde la luz es central, es el camino de toda comprensión y acaso el fundamento de toda epistemología: la sombra rodea, acaricia, no acecha, no es la noche cerrada y oscura, recinto de fantasmagorías, sino la penumbra propicia en la que todo se encuentra y todo se ve y esa manera de ver, de ojos entrecerrados, es el Japón mismo que Tanizaki recupera con la parsimonia de un relato que destierra toda exaltación. Occidente ve de otro modo y necesita de la óptica, tanto que esa necesidad se hizo sistema de pensamiento, el “Iluminismo”, no es por azar que las últimas palabras de Goethe en el lecho de muerte hayan sido “luz, más luz”.

Y si esta diferencia explica, según Tanizaki, los diferentes caminos que siguen ambas culturas y aun la constitución de las respectivas formas y las subsecuentes expectativas, también lo hace con el trato poético que se les da a los detalles cuanto se trata, precisamente, de acercarse a ellos y describirlos. La minucia, la cercanía, el goce en el trazo, la intención pictórica tienen igualmente diferentes alcances, lo cual se puede estimar si se piensa en alguien como Proust, cuya obra entera estuvo animada por un gesto parecido de recuperación.

La mención no es vana puesto que Tanizaki tradujo a Proust y, por lo tanto, lo que es previsible que haya sabido de él, tan íntimamente como lo promete el acto de traducir, debe haber interpretado de alguna manera su propio impulso de escritura. Generales de la ley: numerosos escritores japoneses bebieron en fuentes francesas para renovar una literatura y universalizarla, Tanizaki no es el único, quizás uno de los primeros.

Pero las diferencias se advierten: Proust captura un detalle, pero para indagar en su propia memoria y de ahí llegar a una subjetividad, ese movimiento acarrea una minuciosa y encantadora explicación, no de un conflicto sino de la manera de ser de quien escribe y por una única y luminosa mediación de la escritura; Tanizaki recala, en principio de igual manera, en un detalle, pero ni su memoria se pone en acción ni su subjetividad se dibuja como objetivo; lo que más bien parece buscar es comprender el valor que está encerrado en el detalle, como una significación inherente a una cultura cuya peculiaridad rescata poniendo en el gesto una afectividad convencida e irrenunciable, algo así como un calor que emana de un encuentro. En el fondo “lee” los mínimos elementos de un sistema a la manera, pero lo hizo antes, en que lo formuló Roland Barthes, cuando propuso leer el Japón como se lee un texto.

En ese largo, podría ser infinito, e incesante recorrido de Tanizaki no leemos ninguna acción, no hay personajes que interactúen con esos detalles, apenas, de cuando en cuando, la expresión de un sentimiento que la mirada despierta o un recuerdo a propósito del objeto descripto y, sin embargo, no puede dejar de verse ese escrito como una precisa, rigurosa narración. Nuestras costumbres se asombran, ¿cómo es posible? ¿No consideramos acaso que el requisito ineludible del relatar pasa por personajes y acciones? ¿No estamos acaso hechos a una expectativa contractual de esa culminación del contar que designamos como novela, la soberana de las cualidades, el destello del imaginario, el máximo exponente de la potencia de las palabras y el desarrollo de una de las funciones principales de la lengua, como lo señaló con todo acierto Roman Jakobson?

Alguna vez conjeturé que un relato es una confluencia de planos, conjugados y articulados pero en diversas dosis de cada uno; si pensamos por ejemplo en la llamada “novela psicológica”, lo mismo que en la policíaca, es evidente que el elemento “personaje” está potenciado y, en cambio, el elemento narrador (o “narrantur”) semidesaparecido en esa tercera persona neutral de práctica; cuando el narrador está en primera persona el relato acentúa este elemento disminuyendo la presencia de los otros; el “tema” predomina en la “novela histórica” y los demás elementos se le subordinan; en la novela “costumbrista” la descripción es casi un absoluto, pero funciona en torno de la caracterización de tipos, o sea personajes.

En El elogio de la sombra la descripción no da respiro, un narrador en primera persona se desliza apenas, el objeto descripto reverbera y el todo propone una novela que no lo sería desde las pautas realistas que determinan nuestra lectura occidental. Es un desafío a nuestros modos y costumbres que, me parece, hay que tener en cuenta: si bien no podemos, como lo hace Tanizaki, rehusarnos a nuestras propias tradiciones y no tenemos por qué adherir a las suyas, bien podemos transgredir aspectos de las nuestras como, en particular, los relativos a las retóricas narrativas. Tal vez sólo para aprender a disfrutar de los bienes que depara el ejercicio de la libertad, en suma la promesa siempre pendiente de la poesía.*

* Mis menciones a la prosa de Tanizaki deben relativizarse porque el texto que pude leer es una traducción al español, por cierto que la encuentro excelente, de Julia Escobar, de una versión francesa de la que no tengo indicación. Escobar le ha impreso una musicalidad y una armonía que me han permitido pensar lo que pensé, pero no me atrevo a afirmar que sea del mismo modo en japonés; la mediación francesa complica un poco más pero, de todos modos, dada la belleza de lo que ofrece la edición de la madrileña Siruela, me atrevo a pensar que no hay traición, sin duda no en los temas pero tampoco, lo que es más arriesgado, en el desplazamiento rítmico de la prosa. Tanizaki, informa la contratapa, escribió este libro en 1933.

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