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Contratapa|Lunes, 16 de abril de 2012

La biblioteca del doctor Pentrelli

Por Juan Sasturain

Aunque el penal de Batán no era lo que hoy podría considerarse una institución modelo, la cárcel tenía –en la época en que cayó preso de la Justicia y de la desgracia el Dudoso Noriega– su incipiente biblioteca. Y el bañero –poco más que un analfabeto en términos de instrucción más o menos sistemática– durante los cinco años largos que se comió por el desafortunado episodio de sangre en la Tienda Los Gallegos, se acostumbró a frecuentarla. En eso tuvo mucho que ver su compañero de celda de los primeros años, un abogado, el doctor Pentrelli. Que no se llamaba así sino Rogelio Díaz Columbraro, pero al que le quedó el apodo futbolero, referencia a un jugador de Racing de la época, porque cuando cayó a cumplir condena –tras haberse defendido él mismo soberbia e infructuosamente en los tribunales de Dolores de la acusación del asesinato de su mujer– declaró, con sonrisa suficiente, a las autoridades del penal y a quienes quisieran escucharlo: “Tranquilos, muchachos, que yo toco y me voy”. Es que había apelado y confiaba ciegamente en que lo largarían pronto. Le dieron doce años.

El doctor Pentrelli era un hombre culto, sensible y gran lector. El fue quien convenció a las autoridades carcelarias de que activaran la biblioteca del penal, que languidecía con no más de veinte títulos confinados en una vitrina con candado, como todo allí: una colección de clásicos argentinos en que estaban El temple argentino de Marcos Sastre, Un viaje al país de los matreros de Fray Mocho, los Discursos completos de Estrada, Juvenilia de Cané, el consabido Martín Fierro y Recuerdos de Provincia de Sarmiento; había una Historia Argentina de Grosso, algunos tomos de la revista Selecciones encuadernada y una fila entera de viejos libros de lectura y textos escolares. Era casi una burla hallar en los estantes un ejemplar del libro Upa o el Manual del Alumno Bonaerense de Editorial Kapelusz.

El aporte de Pentrelli consistió en insistir largamente ante las autoridades, primero para que le dejaran traer libros para lectura personal –al principio fueron de leyes, muy pronto novelas que le prestaba a Noriega– y luego para que aceptaran la donación de más de dos mil ejemplares de su entera biblioteca, una de las más nutridas y actualizadas de Dolores. Fue un trámite engorroso. Sobre todo por la desconfianza que provocaba en los encargados de decidir qué libros eran convenientes y cuáles no, de entrar a la cárcel. Al final, con saludable criterio institucional, optaron por aceptar la donación en bruto y metieron todo en una húmeda celda del segundo piso hasta que se inventariara el contenido.

Y lo hubieran dejado morir ahí, sin hacer nada, a no ser por un hecho fortuito: la necesidad de ubicar y dar tareas al suboficial Farías, un funcionario anómalo por su excentricidad que cayó en Batán –para no echarlo del servicio– tras un confuso episodio ocurrido durante un intento de fuga en Olmos en el que (según el sumario que se le inició) había vacilado a la hora de reprimir. Ahí fue cuando a alguien se le ocurrió que una manera de mantener ocupado al inubicable Farías –se lo había visto un par de veces con un libro en la mano– sería encomendarle el inventario y la selección del material donado a la biblioteca. El hombre se entusiasmó y pidió –lo dicho: era un tipo raro– trabajar en consulta con el espontáneo donante. Y se lo concedieron.

Así, durante meses, el doctor Pentrelli y el suboficial Farías se pasaron tres horas de la tarde de los jueves decidiendo libro a libro, peleando tomo a tomo, qué quedaba y qué rebotaba. No iban mucho más allá de la media docena de títulos por encuentro, así que el análisis solía ser exhaustivo. Con la crónica pormenorizada de esas arduas batallas literarias, el Dudoso Noriega –que esperaba en la celda el resultado y la descripción de la dialéctica de la disputa: por qué había quedado en Batán Crimen y castigo pero era difícil que aceptaran La simulación en la lucha por la vida de Ingenieros– se fue armando lo más parecido a una cultura libresca a la que nunca de otro modo hubiera podido aspirar.

Finalmente, por razones difíciles de explicar, excepto por el hecho de que tanto el suboficial Farías como el doctor Pentrelli eran coincidentes admiradores de Erle Stanley Gardner y del infalible Perry Mason, ciertas novelas que tenían títulos como El caso de la rubia con el ojo amoratado o El caso del canario adormilado, más todos los demás libros y revistas de literatura policial del abogado dolorense –colecciones completas de Rastros, la Serie Naranja y el Leoplán, por ejemplo– quedaron en Batán. Y ese hecho tendría una incidencia capital en algún suceso clave de la vida del bañero.

Más allá de las incomodidades propias del caso y condición, Salvador Noriega fue un preso ejemplar, manso y tranquilo, y no la pasó tan mal durante sus cinco años en Batán. Sí, al principio. Hoy se podría decir que llegó con un cuadro depresivo bastante grave. Claro que eso no se usaba por entonces. Cumplía con las rutinas de los talleres, pero en su primer año de reclusión prácticamente no salió de la celda, no leyó diarios ni aceptó cartas ni visitas. Recién para Navidad se arrimó al arbolito improvisado en el patio y descolgó de mala gana un par de paquetitos a su nombre con la cinta scotch despegada y vueltos a atar con un piolín. Uno era un frasco de mermelada de ciruela casera hecha por Leonor, la mucama del Hotel Alga donde vivió tantos años, con una tarjetita que terminaba con “asta pronto”; el otro, un libro que le mandaban los compañeros del Cine Atlantic, donde era acomodador: Veinte mil leguas de viaje submarino, de Julio Verne, en la colección Robin Hood. La tapa amarilla tenía un dibujo grande de la escena del ataque del calamar gigante al Nautilus. Al Dudoso le había gustado mucho la película y sobre todo el personaje del Capitán Nemo, que hacía James Mason y que tocaba el órgano en el submarino, y se acordaba de Kirk Douglas con la remera a rayas blanca y roja. Esos dos regalos fueron, de algún modo, el comienzo de la recomposición de su contacto con el mundo o por lo menos con lo que tenía alrededor.

Noriega participó de todos los talleres de artes y oficios mientras estuvo en Batán –de jardinería y carpintería, hasta de encuadernación– pero no hay duda de que, a partir de la novela de Verne que leyó de un tirón, lo que más usó fue la biblioteca. Y ahí hubo influencia directa del doctor Pentrelli, que lo vio, desde la cucheta contigua, ensimismado en las peripecias del Nautilus, y le abrió un mundo que era el suyo, lo hizo participar de la batalla por traerse sus libros a la sombra, en la que estaba empeñado. Así, el Dudoso leyó de todo: ciencias naturales, historia, biografías, viajes, novelas clásicas y muchos relatos policiales. Y leía como leen los pibes: le quedaba todo y todo significaba, porque era como escribir sobre una tabla rasa. Antes no había nada ahí. Hablaba de Silvio Astier, de Mersault, de Sinuhé o de Terry Lennox como de Napoleón, Enrique VIII o Lisandro de la Torre. Con la misma entidad y grado de realidad. Y tenía razón, claro.

Si las desordenadas lecturas filosóficas influyeron en el tono y la deriva general de las reflexiones reunidas en los Cuadernos de Batán –que Pentrelli conservó–, son las lecturas de historia y ficción literaria las que pueden haber determinado algunos de sus gestos finales, sobre todo su repentina y misteriosa desaparición en marzo de 1973. Sin caer en simplismos equivalentes a la influencia de las penas de Werther sobre toda una generación de suicidas inducidos por la lectura del clásico de Goethe, se pueden señalar dos textos que sin duda pueden haber marcado a Noriega como narraciones inspiradoras: el memorable “Wakefield” de Nataniel Hawthorne, y una traducción de “The Burglar”, de David Goodis –con el título de “El ladrón”– leída probablemente en un ejemplar de Leoplán, que estaba en la colección que donó Pentrelli.

De ser así, se podrían suponer dos explicaciones para el acto final que concluyó con la desaparición de Noriega en marzo de 1973 (y su conversión en mito vigente), ambas superadoras de la simple, llana y absurda idea de que el mejor bañero de la historia de Mar del Plata se haya ahogado. Hay que conjeturar una actitud consciente, un gesto voluntario, la intención del bañero de dar (y dejar para los demás) un final abierto a su vida. Una posibilidad era darse por muerto o desaparecido para seguir viviendo y espiar la vida sin él (la “solución” o estrategia de Wakefield) y la otra –más existencial si se quiere– era perderse mar adentro en un gesto tanto de aparatosa desesperación como de estudiada inmolación, como supremo desprecio o rechazo hacia una sociedad que ya no le ofrecía posibilidad alguna. Es el trágico, maravilloso final de “The Burglar” (1953), que la adaptación cinematográfica que dirigió Dmytrik cuatro años después con guión del mismo Goodis, Dan Duryea y la malograda tetona Jane Mansfield, omitió.

De cualquier modo que haya sido, es seguro que las lecturas del Dudoso Noriega en la biblioteca de Batán que proveyó el doctor Pentrelli no fueron mera y paradójica evasión. Nunca lo son.

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