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Contratapa|Domingo, 27 de abril de 2003

El miedo no es volátil

Por Sandra Russo
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Lo volátil nunca fue tan leve y al mismo tiempo tan pesado como esta vez. Lo volátil nunca fue tan inasible y al mismo tiempo tan físico como ahora. Es volátil el estado de ánimo colectivo, la decisión del voto, el porcentaje de los candidatos, el panorama desde el puente al que estaremos asomados esta noche: Brukman, esta semana, dibujó sobre ese paisaje la amenaza de un Puente Pueyrredón extendido en todos los rincones del país. En Brukman, en el Puente Pueyrredón y en el centro porteño aquel 20 de diciembre, la policía dejó entrever lo que en casi veinte años de democracia mantuvo en reserva pero encendido: el magiclick de la bestialidad, cierto goce en aplastar de cuajo cualquier reclamo popular, la inclinación corporativa por las carnicerías, el afán de la rienda suelta para acallar de un zarpazo, un machetazo, un gomazo o un itakazo la insinuación de la protesta. Dado que nada indica que este país podrá dar soluciones a los motivos que generan la protesta, lo más lógico es imaginar un escenario en el que las fuerzas de seguridad, con poderes recobrados y el respaldo político de Menem o López Murphy, liberarán cantidades industriales de endorfinas represivas. Lo volátil no es volátil: anida en el estómago y esta semana empezó a llamarse miedo.
De la indiferencia más absoluta por estas elecciones, en cuestión de unos días se pasó a un estado lindero con la desesperación. La relación entre una y otra cosa no es casual ni mucho menos inocente. La indiferencia, ese monstruo que parece inocuo, esa máquina picadora de estrategias y convicciones, por un lado surgió espontánea frente a un tablero político irreductible en sus malformaciones, pero por otro, ese estado general de indiferencia fue cuidadosamente manipulado para dejar hacer, para que los de siempre tejieran el crochet de su regreso o el de la irrupción estelar acaso amplificada por los aparatos de comunicación siempre leales a la mafia de ayer o a la mañana. Ese estado de indiferencia fue el caldo de cultivo de esta desesperación, nacida al calor de las taras consuetudinarias de los mejor intencionados de este país. No nos alcanza algo justo, queremos algo perfecto. No nos convence algo mejor, buscamos lo irreprochable. No cerramos los tratos porque hay una coma que nos irrita. No nos cabe la alegría de la unión y sus matices: la talla nos da mejor para pegar el portazo.
Y mientras se discutía si en el sobre se pondría a Clemente o a Eber Ludueña, mientras circulaban remeras que orgullosamente rezaban “Yo no voto”, mientras parecía que todo era igual y que de cualquier forma iba a pasar lo peor, los lugares los ocuparon los peores y lo peor comenzó a cobrar cuerpo, forma, porcentaje, presencia, color, discurso, invitación, macabra promesa de futuro inminente.
–Dios mío, no es joda –me dijo el jueves una mujer cuyo marido, civil, trabaja en una fuerza de seguridad.
Llegó desencajada y tensa. Tomó agua porque estaba agitada. Y siguió:
–Tienen listas. Otra vez tienen listas.
Estábamos en un grupo de unas ocho personas que nos reunimos semanalmente para leer textos. Todos somos mayores de cuarenta años. Nadie pensaba en votar a Clemente, pero tampoco, nadie, hasta ese día, este jueves, cuatro días antes de las elecciones, había sacado el tema de lo que cada uno pensaba hacer. Reinó un silencio. Una fracción de tiempo sin medida en el que a las cabezas de todos vinieron recuerdos horrorosos. Planeaba en ese silencio algo difícil de describir, algo mucho más denso y pestilente que el sushi, algo más podrido que el Riachuelo, algo más peligroso que una estación de servicio abajo de una autopista. La promesa de quienes supieron comer sushi, quienes obviaron limpiar el Riachuelo oquienes cobraron coimas para habilitar estaciones de servicio abajo de autopistas esta vez va directamente al grano: sólo podrán seguir robando si matan. La muerte forma parte de las plataformas electorales de dos de los candidatos con más proyección de votos. Una vez más, este país parece dispuesto a retroceder para adelante.
Lo volátil tiene hoy una oportunidad. La última. Lo volátil, si no ancla en un voto concreto que aleje como un matamoscas a los bichos más sórdidos de la escena política, no hará solamente volátiles los sueños y los anhelos de cambio: el refrán de la abuela dice que mientras hay vida hay esperanza. Estamos ahí, atrapados en ese refrán de barrio. Recordémoslo, porque no estamos, como pueblo, para debates de más altura. Mientras hay vida hay esperanza. Ustedes sabrán leer qué significa.

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