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Contratapa|Viernes, 25 de mayo de 2012

Lady Pangolin

Por Juan Forn
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En un famoso número de la revista Poetry del año 1952, pusieron a Ezra Pound, TS Eliot, Wallace Stevens, William Carlos Williams y Elizabeth Bishop a opinar sobre Marianne Moore. Todos se deshicieron en elogios hacia ella. Cuando Moore leyó la revista dijo que eran como cinco sabios ciegos en presencia de un elefante: uno tocaba la trompa, otro un colmillo, otro abrazaba una pata, otro acariciaba la oreja, otro tanteaba los duros pelos de la cola y cada uno describía un animal diferente. Marianne Moore era una enanita esmirriada de metro cincuenta que alguna vez había sido pelirroja hasta que el tiempo se apiadó de ella (Moore creía que el color, en la persona o en la ropa, no era de buen gusto) y le dejó el pelo blanco como la nieve. Había llegado a Nueva York del brazo de su madre, en 1916, y siguió viviendo con ella el resto de su vida (de la vida de la madre, quiero decir, a quien todos los amigos poetas de Marianne llamaron siempre Mrs Moore, sin enterarse nunca de su primer nombre). Las dos viejitas, que parecían hermanas, vivían en el cuarto piso de un edificio de ladrillo amarillento en Brooklyn que tenía en la entrada dos farolas de tulipa redonda (para señalarle al taxista dónde parar, ellas le decían: “En las naftalinas, por favor”). El edificio todavía está, en el 260 de Cumberland Street, y si suben por la escalera van a notar en la baranda, al llegar al cuarto piso, las marcas de quemaduras en la madera hechas por los cigarros de Pound, que dejaba ahí apoyado su puro encendido y salía a pitar en cuanto Mamá Moore se distraía porque adentro no lo dejaban fumar.

Marianne Moore nunca se casó y no se le conocen romances, aunque amó de tal manera a los animales (especialmente a los más raros de todos, prueben googlear al pangolín, por ejemplo) y fue tan correspondida por ellos que no puede decirse que le haya faltado algo en la vida. Darwin llamó “monstruos viables” a aquellas mutaciones de una especie nacidas ligeramente antes de tiempo, cuando el medio en que vivían no estaba del todo listo para recibirlas, razón por la cual esas criaturas solían enmascarar sus rasgos distintivos, para que los demás miembros de su especie no acabaran con ellos. Marianne Moore tuvo siempre un sexto sentido para reconocer a esos seres; le hubiera sorprendido un poco saber que ellos la veían como un igual, que su camuflaje era transparente. Cassius Clay le rogó que lo apadrinara cuando sacó un disco de poemas, el beisbolista loco Yogi Berra le mandaba entradas para que no se perdiera ninguno de sus partidos y repetía como aforismos propios frases de los poemas de Moore, la Ford Motors la contrató para que les pusiera nombre a los nuevos modelos de autos que fabricaban. La experiencia no tuvo final feliz: cuando estuvo listo el primer prototipo (que fletaron hasta Brooklyn para que Marianne paseara un rato en él) empezaron a recibir una avalancha de nombres delirantes, como Aerundo, Symchromatic, Bullet Lavolta, ArcEnCiel, Turbotorc, Magigravure, Pastelogram, Astralnaut y Triskelion, enviados por correo por Moore en primorosas tarjetas manuscritas, a razón de una por día (“Madre, creo que ya sé cómo llamar a ese vehículo”), hasta que los de la Ford se rindieron y optaron por el nombre interno que daban al prototipo, el banal “Edsel”. El modelo fracasó estrepitosamente en el mercado. Moore se limitó a decir: “Era un buen auto, sólo salió el año equivocado”.

Su concepción del tiempo era de lo más excéntrica: se seguía vistiendo en los años ’60 como si estuviera en 1909, y aunque supo ser sufragista de joven y comparó famosamente el matrimonio con una jaula en uno de sus poemas (treinta años antes del feminismo), se estremecía si alguien decía la palabra escupir o inodoro en su presencia, y cuando le enviaban libros que le parecían cochinos (DH Lawrence, Mary McCarthy) bajaba al sótano a quemarlos en el incinerador. Jugaba al tenis en la azotea de su edificio con un negrito del barrio al que despidió porque no respetaba el protocolo del juego: se negaba a ir vestido de blanco. O quizá fuera que Marianne le pagaba poco. Es legendario el enorme bol de vidrio lleno de monedas de cinco centavos que tenía al costado de la puerta: cada vez que despedía a un invitado, le daba una para el viaje en subte. Sus poemas son igual: uno descubre de repente que alguien le ha depositado algo dentro de la mano. Son rarísimos los poemas de Marianne Moore: son endiabladamente rítmicos, pero tienen la misma imprevisible excentricidad de su autora. Se ha dicho de ellos que avanzan como camina un borracho, que se abren y cierran como un abanico roto. Pero siempre lo dejan a uno con una monedita en la mano para volver a casa.

Moore adjudicaba ese oído absoluto para lo rítmico a que, en sus tiempos de estudiante en Vassar, sólo tomó cursos de escritura imitativa, que consistían en redactar poemas a la manera del siglo quince, dieciséis, diecisiete y dieciocho. Era lo único que leía, y lo venía leyendo desde su infancia. Llegó en 1916 a Nueva York sin el menor contacto con la poesía moderna. Fue a ver a TS Eliot porque ambos eran oriundos de Saint Louis, las familias se conocían. El joven Eliot y luego el joven Pound fliparon con los mismos poemas manuscritos en letra microscópica que a los miembros de la familia Moore y a las compañeras de cuarto en Vassar les producían una mezcla de vergüenza ajena y compasión. Durante las tres décadas siguientes, Marianne Moore fue, para sus vecinos de Brooklyn y para gran parte del mundillo literario neoyorquino, la loca del tricornio (su modelo favorito de sombrero, salvo en verano, que optaba por unas capelinas negras de ala ancha que parecían platos voladores y la hacían más diminuta de lo que ya era), hasta que en 1952 ganó, como decía ella, “la triple corona”: el Premio Pultizer, el Bollingen y el National Book Award. Ahí se acabaron sus penurias económicas y empezó otra clase de sofocación: yo creo que Marianne Moore estaba más a gusto cuando era incomprendida. Desde el momento de su consagración empezó a sospechar de su talento. Aceptó reunir en libro sus poemas completos, pero los despedazó. El prólogo que le puso constaba de una sola frase: “Las omisiones no son accidente”. Los puristas se agarraron la cabeza ante la carnicería. No dejó poema sin tocar, sin emascular. Al más celebrado de todos, ese que tituló “La Poesía”, lo dejó de cuatro renglones, de los cuarenta que tenía. Pero los cuatro renglones son éstos: “A mí también me desagrada. / Leyéndola, sin embargo, con perfecto desdén / Se descubre que hay en ella, después de todo, / lugar para lo genuino”. Yo creo que estaba cansada de ser un elefante para sabios ciegos. Prefería hacer como su adorado pangolín, el armadillo más hermoso que existe, que cuando se cierra sobre sí mismo es inexpugnable y sigue siendo igual de hermoso a la vez.

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