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Contratapa|Viernes, 13 de julio de 2012

Qué hay en el fondo de nosotros

Por Juan Forn

En el Museo Metropolitan de Nueva York hay una salita llena de trivia vienesa de fines del siglo dieciocho. Entre cucharas y platos y abanicos rococó hay un busto escalofriante hecho en estaño. Es una cabeza calva, de tamaño apenas mayor al de una cabeza natural, cosa que la hace doblemente inquietante, porque además es una cabeza gacha: para verle los rasgos hay que agacharse literalmente porque lo que nos ofrece si nos mantenemos erguidos es la nuca, la tensión de los tendones del cuello, la humillación desesperada de esa cabeza que rehúsa mirarnos. Lo primero que uno piensa frente a ella es que pide a gritos que la saquen de esa sala atiborrada de trivialidad. Lo segundo que uno piensa es lo que sería entrar en la misma salita y que sólo estuviera ese busto: las paredes desnudas, la luz baja y esa tremenda cabeza gacha. Y de ahí pasar a la salita siguiente, y de ahí a la siguiente, y de ahí a la siguiente, y ver así las sesenta cabezas que esculpió Franz Xavier Messerschmidt a fines del siglo dieciocho, en una cabaña perdida en Bratislava, luego de ser despreciado por “temperalmente inestable” en la corte de Viena.

El modelo de todas las cabezas era él mismo. Las hizo en estaño porque era el material más barato de fundición (no podía pagar hierro o bronce); algunas incluso quedaron en yeso; sólo pudo hacer un par de ellas en mármol, con material sobrante de encargos. Su propósito era abarcar las sesenta y cuatro expresiones posibles del rostro humano, es decir del alma humana, según creía Franz Xavier Messerschmidt que había demostrado Hermes Trimegisto, el padre del hermetismo, es decir de lo oculto. Por cosas así quemaban gente en esa época. Pero Messerschmidt estuvo nueve años sacándose los demonios de adentro sin que nadie le tocara un pelo. Digo sacándose los demonios de adentro porque trabajaba de la siguiente manera: en torso desnudo frente a un espejo, sometiéndose a tormentos corporales o psíquicos hasta obtener en su cara el gesto que estaba buscando, para proceder a modelarlo frenéticamente en arcilla con sus manos. Así día tras día, durante nueve años. Todo lo que tenía adentro terminó saliendo, o habría terminado por salir, si no se hubiera muerto a los 47 años, cuando iba por la cabeza número 61. Murió de trastornos intestinales, léase que murió de muerte natural para su época, o para lo que su época pensaba de él: queriendo arrancarse las tripas para que cesara el dolor que lo comía por dentro. Pero los del Met y los del Louvre pagan cinco millones para tener uno de esos bustos y lo ponen en una salita con cucharas y abanicos y cajitas de música. Yo creo que en el Louvre y en el Met respiran aliviados cuando ceden el busto o dos que tienen arrumbados en esas salitas a alguna muestra itinerante de Messerschmidt. Nadie hasta ahora pudo reunir las sesenta piezas en un solo lugar (hay sólo 49 localizadas), y yo tiendo a pensar que en el fondo nadie quiere hacerlo: aun inconclusa, la obra puede tener efectos escalofriantes toda junta. En el mundo museístico actual nadie creerá en brujas pero nadie quiere morir retorcido de dolor, rogando que alguien le arranque las tripas de adentro.

Ninguna de las cabezas de Messerschmidt fue exhibida en vida del artista, y casi todo lo que se sabe de él es previo a la realización de esos bustos. Preparado por sus tíos Johann y Jakob en las escuelas de Munich y Graz, continuó estudios en la Academia Imperial de Viena, empezó a recibir las primeras comisiones y encargos de la corte, se le anunció que lo harían profesor titular de escultura en la Academia Imperial, todo iba viento en popa hasta que le negaron ese puesto, por “temperamento inestable”. Su protector en la corte, el caballero Meytens, acababa de morir, nadie se atrevía a controlar al volátil Messerschmidt, se le ofreció una pequeña pensión para que se retirara, es decir se fuera lejos. Ofendidísimo, Messerschmidt peregrinó sin éxito por diversas cortes hasta que terminó alojado por uno de sus hermanos en aquella cabaña perdida en Bratislava. Ya no aceptaba encargos, sólo esculpía aquellos bustos de sí mismo. El rumor llegó hasta Viena y un tal Friedrich Nikolai hizo el viaje hasta allí. Logró que Messerschmidt lo recibiera dos años antes de morir. Es por Nikolai que sabemos que en aquella cabaña sólo había una cama, una pipa, una flauta, un viejo tratado italiano sobre las proporciones del cuerpo humano y la mesa y el espejo donde trabajaba el artista. Messerschmidt confesó a Nikolai que, aunque era casto de nacimiento (para entonces tenía 45 años), era diariamente asolado por presencias internas y dolores intestinales cada vez peores. De ahí los bustos: para purgar. Lo suyo era un duelo a muerte contra el Espíritu de la Proporción, cuya ira había desatado por revelar lo irrevelable.

Messerschmidt murió en 1783. El itinerario de sus bustos es incierto hasta que aparecen en público por primera vez, no en un espacio dedicado al arte sino en el Bürgerspital, el hospital comunal de Viena. Los tenía la Facultad de Medicina de la ciudad y no sabía qué hacer con ellos: si bien eran fisonómicamente perfectos (hasta el día de hoy los críticos se preguntan cómo hizo Messerschmidt para poder plasmar con tal vividez detalles que era imposible que pudiese ver usando un espejo, o incluso dos espejos enfrentados), los consideraban perturbadores para los estudiantes. No así para los enfermos del Bürgerspital, se ve, porque allí quedaron hasta que en 1907 uno de los expresionistas vieneses acudió allí enfermo y los vio y corrió la voz, y pasó con Messerschmidt lo que había pasado con Hokusai cuando los impresionistas descubrieron sus estampas japonesas, llegadas como curiosidades baratas a París en 1870. Cabe agregar que una mano anónima había adjudicado títulos a cada una de las cabezas, títulos que por inexplicables motivos sobreviven hasta el día de hoy: “Llorar como un niño” se llama una de ellas, y uno queda esperando que en cualquier momento surjan lágrimas de esos ojos aunque sean de metal; en otra, titulada “Un bostezador”, cabría nuestro puño entero dentro de la boca abierta; hay títulos que rozan la parodia (“Afligido por la constipación”, “El fagotista inútil” o “Un olor intenso”); la estremecedora cabeza gacha se llama “Hipócrita y calumniador”.

Egon Schiele y Otto Dix admiraron a Messerschmidt. El psicoanálisis vienés se hizo un festín diagnosticando sus trastornos. Los nazis lo consideraron arte degenerado (pero entre las posesiones de Göring y otros jerarcas nazis se hallaron algunos). La historia del arte lo usa para explicar el paso de la escultura gótica a la neoclasicista. Messerschmidt hipnotiza a quien se le pone enfrente, pero hasta el día de hoy nadie se atreve a que esa serie de bustos se pueda ver tal como él quería que se viera: toda junta, sin títulos, una pieza por sala, solitaria o enfrentada a otra en la penumbra, tal como surge lo más recóndito que hay en nosotros cuando permanecemos el tiempo suficiente frente a un espejo.

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