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Contratapa|Lunes, 20 de agosto de 2012
Arte de ultimar

La tarde de Esther

Por Juan Sasturain
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Hay fecha bastante precisa. Fue al atardecer de un viernes tórrido de enero del ’65, con mar picado y tramposo. Ese día había venido mal barajado desde temprano, y cuando Noriega pensó que ya nada más pasaría debió volver de últimas al mar para rescatar a una bañista no prevista. Que no sólo estaba sola, lejos y acaso acalambrada, sino que no quería volver. No quería, en serio, y no fue fácil. Entre olas de metro y medio y a medio kilómetro de la costa, Noriega tuvo que cinchar a solas con el mar y con ella. Y además, o sobre todo, con la sorpresa cuando la tuvo a la vista. Porque la dama en apuros –para estupor del avezado bañero– resultó ser paradójicamente igual, igualita, a la sirena Esther Williams. Esos ojos brillantes, las cejas altas, incluso la misma gorra de baño de colores.

Tras la sorpresa, le arrimó el salvavidas:

–Vamos. Agarresé.

–No quiero –y Esther se dejaba hundir.

–No me obligue.

–Dejemé –y lo arañaba como nunca en las películas.

No era momento de diálogo. Luego de intentar arrearla por las buenas, el persuasivo Noriega debió convencerla por las otras:

–Disculpe –dijo levantando el puño.

Y con una trompada de manual en la hermosa boca la durmió, o al menos la hizo callar, quedarse quieta.

Tuvo que dar una vuelta larga para sacarla a la rastra. Media hora de forcejeo contra corriente hasta que al final –caía la tarde– depositó a la sirena en la orilla entre aplausos de reconocimiento. Hasta ahí, un trámite habitual. Pero todo se complicó, en la playa atestada de demorados y morbosos fanáticos del salvataje cuando el Dudoso –apenas repuesto, regalado tras el esfuerzo– vio que la bella de malla amarilla no reaccionaba, no abría los ojos:

–Corransé, carajo: ¡aire, aire, aire! –ladró con autoridad.

Y debió volver sobre esos golpeados labios entreabiertos para la laboriosa respiración artificial.

Nunca era simple la operación, sobre todo mediando curiosos pajeros que no querían perder detalle. Para colmo, esa vez el Dudoso había tenido que emplearse más de lo habitual y llegó a la instancia de reanimación definitiva con poco resto. Eso y el deslumbramiento ante semejante mina pueden haber influido en lo que pasó después. Pero no sólo, claro. La cuestión es que después de un rato y una vez salvada la emergencia, cuando ella finalmente regularizó el ritmo ascendente de las tetas, abrió los ojos, reveló los grises de reflejo verdoso y lo enfocó parpadeante, el curtido bañero estaba con la respiración y las defensas anímicas bajas.

–Gracias –dijo ella.

Y lo besó, ahora sin respirar.

–De nada –atinó a decir él.

Y le devolvió el agradecimiento.

Todo pudo haber terminado ahí. Pero no.

Acaso lo que sigue no haya sucedido en pocas horas o en días sucesivos e inmediatos sino a lo largo de un par de semanas, con episodios diseminados en variadas circunstancias. Pero en este caso fue o es como en las películas, que nunca paran para comer o dormir, va todo seguido, semanas o años, en dos horas. Algo así. Y de una película se trataba, al menos para el Dudoso. Noriega, de pendejo, había visto por primera vez Escuela de sirenas en demorado diferido un día de entre semana rarísimo, en que el programador del Atlantic, contra todo lo aconsejable, puso tres musicales juntas: dos en blanco y negro de Fred Astaire y Ginger Rogers –Sombrero de copa y Volando a Río– y de fondo, en rabioso technicolor, el monumento al kitsch en que Esther Williams inauguró la danza acuática y las coreografías de pileta. Fue un desastre.

El público en general, sobre todo la ruidosa muchachada, no soportaba ese género que sospechaba propio de maricones: aguantaba o disfrutaba algo con los números de baile, pero eran habituales las rechiflas y risotadas cuando en medio del diálogo los personajes se ponían a cantar. Esa tarde fue un escándalo y hubo que prender varias veces las luces para acallar a los revoltosos. Sin embargo, linterna en mano, apoyado en una columna, el joven acomodador no podía apartar los ojos de la pantalla, más precisamente de la nadadora de la sonrisa imperturbable que se movía en el agua como si nada, nadaba como si nada precisamente.

Dos años después, Noriega vio Mojada y peligrosa un viernes de estreno, y aunque nunca pudo soportar al almibarado Fernando Lamas por más que fuera extrañamente argentino, la parte en que la Williams bailaba con Tom y Jerry lo deslumbró.

–Esa mina pasa la prueba de la gorra de baño, cómoda –solía decir.

En códigos de evaluación playera, había muy pocas minas que pasaran esa prueba de belleza: la ajustada, impiadosa gorra de baño, como la cofia de la monja o la cabeza rapada de las refugiadas o prisioneras de guerra de las películas, no dejaba alternativas, recortaba ojos, nariz, boca y mentón con una crudeza de mascarilla fúnebre. Sin pintar y sin el yeite del pelo, incluso las minas más vistosas se caían a pedazos.

–Esther no –decía familiarmente el Dudoso, que la tenía recortada en la casilla junto a Fangio y Pancho Sierra.

Y de pronto, ésa y no otra era la mina que había surgido de las procelosas aguas de la Popular para caer literalmente en sus brazos, sin que mediara, para hacerla realidad, el arte de ningún Botticelli ni la puesta lujosa de una escenografía de la Metro. Había bastado su simple y vigoroso empeño de bañero.

Nunca se sabe cuándo le tocará a uno, solía decir el Dudoso en general y a partir de cualquier cosa. Pero ahí está la gracia, o la desgracia: pensar, creer que alguna vez a uno le va a tocar.

Y el Dudoso se la creyó. Cuentan –en realidad cuenta más el mito que los ocasionales, improbables testigos– que a despecho de lo que marcan las pautas de primeros auxilios y las reglas de la reanimación, el Dudoso siguió operando sobre los labios, los ojos –y sobre ella en general– todo ese largo rato de puesta de espaldas en la arena mojada, y que repitió largamente la operación durante las horas siguientes hasta la madrugada, ya en la cama del pequeño departamento de La Perla que la dama había elegido para deprimirse mientras juntaba coraje –según dijo, pegada a su hombro arañado, entre húmedos hipos y sin entrar por ahora en detalles– para emular a la trágica Alfonsina.

–Pero sabés nadar. Así es difícil –dijo él derrumbado, pegado a su oreja.

–Pensaba ir todo el tiempo para adentro. Hasta cansarme.

El levantó la cabeza, se irguió apenas sobre ella:

–No lo hagas más.

Recién el sábado a las nueve de la mañana, el culposo Dudoso, mientras hacía equilibrio sobre un pie al ponerse los pantalones de apuro, tan tarde y con la playa sola, hizo la pregunta postergada:

–¿Cómo te llamás?

–Esther.

El bañero meneó la cabeza, afirmando con los labios sonrientes y apretados:

–Lo sabía.

–¿Ah sí? –y ella sonrió apenas, los dientes muy parejitos–. ¿Y vos?

–Noriega.

Ahora ella se rió:

–De nombre, digo.

–Salvador.

–¿Salvador? Qué gracioso. Me salvaste, sos mi salvador.

–Soy tu salvador –y extendió la mano para acariciarle la melena pelirroja.

Ella se apartó apenas, sin dejar de mirarlo con esos ojos:

–Tenés que ir a trabajar.

El Dudoso terminó de vestirse mientras ella lo observaba desde la cama.

–Me voy –dijo cortito.

Fue hasta la puerta y se volvió. Cerró la ventana.

–No te tires –dijo.

–No. Voy a insistir en la Popular –le parpadeó en gris y verde–. ¿Vas a estar?

–Siempre estoy.

Y estuvo, claro que estuvo. Ese día y el siguiente. No es necesario explicar que a Noriega, un hombre ducho en lo suyo, relativamente grande incluso, pero inexperto en esas esgrimas de la seducción –su experiencia no iba más allá de los revolcones con Leonor, la mucama del Hotel Alga, y el memorable tratamiento de conducto con Rebeca en Miramar– esa mina, más allá del espejismo de la Williams, lo perdió, lo sacó a él, el que no se sacaba nunca.

Es que si bien la mina estaba buena, tampoco era una yegua, algo importante. Era petisa o acaso es porque la vio casi siempre descalza, y tenía buenas tetas, siempre muy a mano. Noriega la vio casi siempre con toallas de por medio. Era vistosa, eso sí, con la melena pelirroja y las uñas pintadas. Pero sobre todo tenía ojos grises con toquecitos verdes, y en ésos, los mejores ojos de la temporada ‘65 arrasados de lágrimas, el bañero se zambulló sin salvavidas.

Fue así nomás: el Dudoso, regalado y sin dudas, leyó –o creyó poder leer– algo que lo convenció en ese océano verdegris, en ese oleaje equívoco entre pestañas arqueadas. Después, el avezado bañero puso la banderita de mar bueno o dudoso pero casi media plancha, y se mandó como un caballo. Todo muy previsible, si se quiere ser escéptico. El hombre, ya jugado, no sólo amó a la bella Esther durante un interminable fin de semana con vigoroso amor de bañero sino que compró barata –o cara según se mire– toda la historia.

Una historia complicada que lo complicó.

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