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Contratapa|Viernes, 14 de septiembre de 2012

Cerrar las comillas

Por Juan Forn
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Ese edificio abandonado, al lado del cuartel de policía de Palermo, era el palazzo donde vivía el Príncipe Escritor, que era un noble siciliano venido a menos. El Príncipe Escritor vivía en el primer piso, con su mamá y su esposa, el resto del palazzo estaba alquilado a la compañía municipal de gas. La esposa del Príncipe Escritor era la única psicoanalista mujer en Italia, en realidad era alemana, vivía en su castillo en Letonia hasta que lo perdió, en el pacto Hitler-Stalin, cuando los nazis le dieron Letonia al Soviet. La mujer del Príncipe no soportaba vivir con su suegra, así que mucho no lamentó cuando los aliados bombardearon Palermo y el palazzo quedó inhabitable. La suegra se murió de tristeza, ya venía muriéndose paso a paso desde mucho antes: de tanto perder cosas (juventud, fortuna, marido, amistades, hijo, techo), terminó haciendo un arte del lamento por lo perdido, y cuando no le quedó nada más para perder se murió. El arte del lamento se llama elegía: es el intento de traer a la vida lo ya ido. El Príncipe lo aprendió de su madre. En la nueva vivienda, su esposa estaba en un cuarto, lamentando la pérdida de su castillo letón, y en el cuarto de al lado languidecía él, vagando mentalmente por las habitaciones deslumbrantes, luego menos deslumbrantes y luego menos deslumbrantes aún, de su palazzo perdido.

La esposa le dijo un día que ella al menos tenía a sus pacientes para consolarse, y que él se buscara algo. El Príncipe encontró en un café a dos jóvenes que querían que les enseñara literatura. El Príncipe leía en cinco idiomas, todos los días salía de su casa con una pila de libros en una bolsa de cuero y se sentaba a leer en un café. Desde los veinte años lo hacía: durante el fascismo, durante la guerra y después. Cuando los jóvenes lo encararon, el Príncipe les preparó un curso de literatura de mil páginas sólo para ellos dos. Lo escribió todo a mano, en cuadernos escolares, con birome azul. Uno de esos jóvenes era de familia noble empobrecida; el Príncipe terminó adoptándolo y dándole su título antes de morir. El otro era de clase media; el Príncipe lo llamaba por el apellido y lo maltrataba un poco sin darse cuenta. Los cuadernos del curso de literatura se los quedó el adoptado y los publicó diez años después de la muerte del Príncipe. El otro joven también se quedó con unos cuadernos, en donde el Príncipe había escrito, durante su último año de vida, una novela sobre su familia y su isla. El joven se los quedó porque, en sus últimos meses, el Príncipe se encontraba todos los días con él en un café, hacían tiempo hasta que la oficina del padre del joven se vaciaba, a la hora de la siesta subían y el joven pasaba a máquina lo que el Príncipe le dictaba de sus cuadernos, transpirando a mares a pesar de las persianas bajas. Esa novela, que se publicó exactamente un año después de la muerte del Príncipe, se llama El gatopardo, y todos conocen su historia: es la historia de Sicilia comprimida en una familia, en una casa, que era deslumbrante, y después fue menos deslumbrante, y después fue menos deslumbrante aún. Por esos misterios de la vida, la novela se ha hecho famosa por una frase, lo que hoy se conoce como gatopardismo: que todo cambie para que nada cambie. Pero el pobre Príncipe Lampedusa en realidad creía que cada vez que cambiaba algo era para peor.

Hasta que conoció a esos dos jóvenes, Lampedusa sólo hablaba de literatura con su primo Lucio, pero su primo no se movía de su casa en el campo, que era un vergel pero quedaba a 150 kilómetros de Palermo por caminos de montaña. El primo Lucio era un solterón que vivía con cincuenta perros, creía en el espiritismo, componía magníficats en su piano desafinado y un día, ya casi sesentón, se puso a escribir poemas que le mandó a Eugenio Montale, que quedó fascinado con ellos. La anécdota es preciosa: había un congreso literario en las Termas de San Pellegrino, cada escritor consagrado debía elegir un valor promisorio para presentarlo en sociedad, Montale avisó que llevaría a un joven poeta siciliano y cuando llegó a las termas descubrió que su joven promesa era el primo Lucio, que había ido acompañado del primo Giuseppe, el Príncipe Lampedusa, los dos de traje y sobretodo, los dos venidos de otro tiempo. Lampedusa estuvo los tres días del congreso sin pronunciar palabra, escuchando y asintiendo educadamente con la cabeza, pero cuando volvió a Palermo tuvo “la certeza matemática de no ser más tonto que Lucio y los demás que estaban allí en San Pellegrino, de manera que me senté a mi escritorio a escribir una novela”.

Lampedusa tenía 59 años cuando empezó a escribirla y se iba a morir a los 61. Durante su último año de vida, mandó El gatopardo a varias editoriales de Turín y Milán y se la rechazaron en todas. Dos semanas antes de morir, cuando estaba en Roma haciendo un tratamiento de cobalto por su cáncer de pulmón, recibió la última carta de rechazo. Era un informe de la editorial Mondadori. En él, Elio Vittorini, siciliano como Lampedusa pero comunista y paladín del neorrealismo, decía: “Sólo se podría amar este libro si hubiese sido escrito hace muchísimo tiempo y lo hubieran descubierto ahora”. Así fue como se lo leyó en el mundo entero, cuando se publicó, un año después de la muerte de su autor: como un objeto venido de otro tiempo, como un regalo que nos hacía el pasado antes de extinguirse.

La historia de su publicación es igual de accidentada: aquella copia parcial, mecanografiada a las horas de la siesta en Palermo, llegó a las oficinas de una agente literaria, que la incluyó por equivocación en un envío de originales a la editorial Feltrinelli. En Feltrinelli el libro gustó, contra todo pronóstico, y mostraron interés en publicarlo, pero la copia estaba sin firma y en la agencia literaria sólo supieron decirles que creían que lo había escrito una vieja solterona de Sicilia. Por suerte, en Feltrinelli trabajaba un joven escritor llamado Giorgio Bassani que al oír eso recordó al instante aquellos extravagantes nobles de provincia que fueron el comentario de aquel congreso en las Termas de San Pellegrino, y logró rastrear al primo Lucio, quien le dijo que ese libro no era de ninguna solterona sino del primo Giuseppe, y lo contactó con la viuda de Lampedusa, quien le anunció que había más capítulos del libro escritos a mano. Bassani viajó a Palermo, descubrió con sorpresa que cuando Lampedusa dictaba de los cuadernos cambiaba cosas. Decidió armar el texto en base a ambas versiones (cuando había versión mecanografiada, optaba por ésta). Cuando el libro se convirtió en clásico instantáneo y se supo toda la historia, los críticos reclamaron a gritos que se reprodujera versión fiel de los cuadernos y escarnecieron a Bassani por falsario. A mí me parece que la tímida declaración de Bassani le hubiera gustado a Lampedusa y es la manera más justa de cerrar esta historia. Dijo Bassani: “El príncipe era un gran señor, pero a veces abría comillas y se

olvidaba de cerrarlas. Yo sólo me limité a cerrar las comillas”.

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