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Contratapa|Lunes, 21 de enero de 2013
Arte de ultimar

Cuatro párrafos escritos a la salida del Pasaje Roverano

Por Juan Sasturain
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“Y la madera tuvo, por qué no, raíces de
árbol en la tierra,
/ soñó en las tardes tibias con el cielo.”

Alberto Szpunberg

Del glorioso rebote posterior al Centenario que nos difundió universalmente ricos en los grandes números con olor a bosta, famosos por la manteca voladora, alimentados a trigo con champán, y presumidos viajeros a vapor con vaca a bordo, nos quedan algunas cosas: los versos genuflexos de Lugones y Rubén, las fotos de gallegas Infantas gordas decoradas como carabelas y la larga cicatriz, la zanja longitudinal con que operaron a la Ciudad sin anestesia a la altura de la avenida para extirparle –no se informó a los medios– calcáreos quistes coloniales, torpes mastodontes viejísimos, rotas puntas de flechas de los pocos querandíes que eran menos aún, e incluso incómodos cimientos de recortado Cabildo abierto / cerrado por reparaciones ideológicas.

Así, a la celebrada Ciudad mal maquillada y confundida con la Patria le ahuecaron la arteria coronaria, le pusieron hace un siglo bajo el pecho y bajo tierra una rígida prótesis de modernos rieles abulonados a crédito, le calcaron las costillas con el mapa ferroviario del país hecho en escala y a medida, y le poblaron –moderna, ruidosamente– las entrañas de tranguáis encajonados en madera. Alarde técnico de exclusividad para un país con otras patentes necesidades de servicios (sin patente ni importados) que importaban por entonces mucho más que algunas pocas cuadras de juguete / de trencito subterráneo para comodidad de contados porteños competitivos en el mercado universal de los ladrones de ultramar.

Hoy son otras las condiciones de la época –Gianuzzi dixit– y el emocionado escriba devenido poeta de ocasión, sin lágrima / red ni preceptiva acolchada en la que reclinar el verso y la cabeza, se impone lamentar –como otros lloraron a un pastor de Orihuela o a un torero de corneado sino vespertino– el fin o desguace (así se dice) de un vagón del viejo subterráneo presuntuoso, elige hacer la elegía de uno (entre pares) de aquellos impares, soberbios coches belgas de encastadas tablas europeas. El doliente lírico porteño titula “Elegía para un viejo vagón del subte A”, pone de acápite el verso feliz de un poeta del ’60 fuera de contexto, pero no de espíritu, y lo describe –al vagón– milagroso testigo y portador de la memoria colectiva, sobreviviente de las penurias del uso y del abuso, de los avatares del olvido y la desidia. El versero ocasional piensa en el paso del coche bajo la Plaza del 17 de octubre, lo hace sentir el temblor de los hierros bajo las bombas diez años después, pinta y repinta la madera que se hamaca por décadas bajo tierra con ensueños de olvidada brisa flamenca. Maldice finalmente la necedad y el estúpido prejuicio del consabido progreso y pone el último punto al último verso. Después lo lee y tira todo.

El que elige la elegía pone un telegrama tardío que no lo justifica, pero de algún modo lo incrimina. Si el que calla, otorga; también protege la integridad, la dignidad de lo que hay, incluso la muerte y la pérdida, el vacío. El que habla, en cambio, se opone primero a callar y después al cadáver mismo, se cruza ante el auditorio y señala sus propias lágrimas / gestos. El elegíaco sólo habla –se oye hablar, como siempre– de sí mismo. Dime qué y a quién lloras y te diré qué te crees que eres. Ningún vacío –nada, en realidad– debe / puede llenarse con palabras.

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