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Contratapa|Lunes, 4 de febrero de 2013
Arte de ultimar

Febo asoma, etcétera

Por Juan Sasturain
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Somos multitud a los que nos gusta mucho la marcha de San Lorenzo. En mi caso, tanto como la canción “Aurora”, aunque reconozco que son gustos o amores diferentes. El aria de ópera trasplantada / traducida al helado patio escolar tiene un vuelo lírico y una melancólica belleza que ni los estropicios descriptivos de la letra consiguen arruinar del todo. San Lorenzo es otra cosa. Primero que nada porque es una marcha, de esas pocas extraordinarias –como las del celebérrimo Sousa– que mueven las paredes; pero además, porque está asociada a circunstancias muy precisas y fechadas.

En la escuela, por ejemplo, a “San Lorenzo” la hemos cantado y disfrutado mejor que a la burocrática “Aurora” porque no era cosa de todos los días, porque no se cantaba a capella y porque es más fácil de entonar, claro. En los actos, seguíamos a tropezones –un poco atrasados, siempre– el piano desafinado durante todo el primer tramo, pero teníamos nuestros momentos de excitación cuando, tras tomar carrera vocal con “asííí / salvó su arrooojo / la liiii / bertad nacieeente” podíamos gritar (a propósito, y para la reprobación asesina de la profe) cuando llegábamos a “...de meeedio continen-¡TE!”. Esa era la gracia. Tanta, que su realización solía desconcentrarnos para el inmediato final y nunca faltaba el par de colgados que, llevados por el envión, decían “Ca / bral” antes de la penúltima pausa, se ganaban todas las miradas irónicas y el módico bochorno.

Y la otra sensación es puramente instrumental y de simple oyente empinado en el cordón de la vereda. Es la experiencia, también de pibes y ya no tanto, de haberla visto y oído tocar / pasar en vivo, por alguna banda de regimiento, de la cana, de bomberos o simple retreta, con pilchas de milico o no, pero coloridas y marchando. Es sólo la melodía (uno va poniendo los versos mentalmente) a puro bronce salvaje y percusión –con el platillo arriba del bombo con un ejecutante gordo, por favor–, y con el inconfundible, maravilloso final, en que el bombo irrumpe con un solo toque a solas, marca la pausa, la coma en el aire antes de la explosión del nombre que cierra y significa, el protagonista absoluto de la marcha: “Ho-nor / ho-nor / al-gran... (silencio de bronces, golpe en el parche y/o platillos) ¡¡Ca-bral!!” Y el “chan / chara-rán” del final. Qué bárbaro.

No sólo a muchos de nosotros nos gusta “San Lorenzo”. Es un lugar común (Google dixit) su popularidad universal, con datos no por consabidos menos vistosos. Que los ingleses la usaron para la ceremonia de un par de coronaciones –incluso la de la vigente Isabel II en el ’53– y que se toca con el cambio de guardia en el Palacio de Buckingham; que los alemanes entraron en París y pasaron bajo el Arco de Triunfo napoleónico al compás de “San Lorenzo” y que en desagravio a la ofensa de los nazis, Eisenhower la volvió a utilizar para el desfile de tropas en la Liberación. Que la han usado en películas: nos dicen que se deja oír en Rescatando al soldado Ryan, por ejemplo. Mirá Spielberg, qué oreja... Y así muchas otras muestras de su diseminación urbi et orbi.

Todo esto viene al caso porque ayer se cumplió el bicentenario del Combate de San Lorenzo, claro: 3 de febrero de 1813. Que bien sabemos –desde hace mucho y cada vez más– no tuvo, más allá de ser el debut de los granaderos y de su jefe en su única presentación bélica en suelo patrio, demasiada envergadura cuantitativa ni trascendencia en términos estratégico-militares. Pero sí la tuvo en términos políticos y sobre todo simbólicos. San Lorenzo, más allá de lo que fue, sobre todo “significa”. De ahí la importancia desmesurada del suceso en nuestra historiografía, resultado de una operación retrospectiva de construcción o –mejor y más justo– de acabado final de la figura del héroe, del Padre de la Patria. Y en este proceso de cristalización de la figura sanmartiniana ha sido sin duda muy importante el papel cumplido por la tardía, maravillosa marcha.

También los curiosos pormenores de la composición de “San Lorenzo” son hoy bien conocidos. En principio, cabe recordar que la marcha en sí –la música– no fue compuesta pensando celebrar combate alguno sino que su autor, el notable músico uruguayo –radicado por entonces en Río Cuarto– Cayetano Silva, armó el tema a partir de la simple melodía con que arrullaba a su hijita con el violín (se puede hacer la prueba, entonando a bocca chiusa desde “Febo asoma” a “de corceles y de acero” y es razonable) y sólo después, convertido en marcha, se lo dedicó en 1901 al general Pablo Ricchieri (el de la autopista), ministro de Guerra de Julio A. Roca en su segunda presidencia, y modernizador e ideólogo del Ejército profesional. El ministro agradeció, no quiso una marcha con su nombre, y sugirió en cambio el del histórico pueblo santafesino donde había nacido y que tantas resonancias patrióticas ya tenía: San Lorenzo.

El resto es conocido: la estrenaron al año siguiente, el 30 de octubre, para la inauguración del monumento a San Martín en Santa Fe, y a partir de ahí todo fue más de lo que sería: popularidad creciente y apropiación institucional. El hecho de que Cayetano Silva además de notable maestro y compositor fuera negro mulato, que años después, apurado, le vendiera los derechos de su partitura a Breyer Hnos. por doscientos pesos, que muriera pobre hacia 1920 en Rosario, y que famosamente lo rechazaran del panteón policial por su raza son detalles acaso morbosos, pero que también significan.

La letra, en cambio, tiene otra historia. Como en el caso de “La cumparsita” –con la que “San Lorenzo” tiene más de un punto de contacto: símbolo nacional argentino creado por un oriental nativo– las palabras surgieron en otro contexto, con la marcha connotada y una historia que sólo había que ilustrar. Y así se hizo. La escribió, también en Río Cuarto, un amigo de Silva, un maestro mendocino, un pedagogo aplicado que a veces hacía versos: Carlos Javier Benielli. Hay una escuela en la calle Sánchez de Bustamante con su nombre.

Al discreto Benielli debemos el inexcusable, memorable “Febo asoma” del arranque neoclásico, ya viejo y acartonado en aquel 1907. Y sin embargo sólo cabe –a la distancia– admirar la eficacia de esa letra, la intuición formidable con que el poeta asume la tarea por encargo y la resuelve sobre el monstruo (ya tenía las notas, tenía que rellenar con palabras), a la manera de los diestros letristas tangueros –un Expósito, por ejemplo– con una brillantez que merece el análisis.

En primer lugar, Benielli elige la épica en sentido estricto: cuenta una historia. Pero no la cuenta (de nuevo) entera sino que meramente la alude con toques seleccionados, ya que supone (con criterio y economía comunicacional) un público conocedor del suceso, un lector primario de las Lecciones de Historia Nacional, de Grosso: al escuchar “San Lorenzo” sabemos que el mito ya estaba completo y arraigado de antes, pero al mismo tiempo intuimos que con la selección de detalles, Benielli lo consolida.

El poema-crónica arranca en presente histórico, poniendo coordenadas de tiempo y espacio: la hora (“Febo asoma”) y el lugar consabido (“el histórico convento”). Enseguida, insinúa la tensión previa aludiendo al secreto (lo escondido “tras los muros”) que sólo se percibe como rumor: alude a la estrategia patriota con leves detalles (“sordos” ruidos) y explica lo que pasa: “son las huestes / que prepara / San Martín para luchar en San Lorenzo”. Lo que sigue –coincidente con el espíritu de la música– es la descripción sucesiva de los dos bandos yendo al combate. Notable.

Primero usa por única vez el pretérito indefinido para la acción puntual, sucesiva (“el clarín... sonó” y “la voz del Gran Jefe ‘a la carga’ ordenó”) con que los soldados de azul desencadenan el ataque. Ya está... Vemos desplegarse la amplia carga de las dos alas patriotas mientras la música de transición prepara el foco, se pone en ritmo para referirse al otro bando en pugna. Y ahí, sabiamente, en presente otra vez, describe el movimiento constante del invasor y lo reitera, otra vez coincidente con el sentido de la música: “Avanza el enemigo... al paso redoblado... al viento desplegado... su rojo pabellón”.

Recién entonces deja de describir la acción para –en dos secuencias sucesivas: una general, otra en detalle significativo– recordar al oyente lo que ya sabe y lo que no debe olvidar, lo esencial. Primero, el resultado del combate y su calificación superlativa (“Y nuestros granaderos / unidos en la gloria / inscriben en la Historia / su página mejor” exagera el poeta) y después, para final y plato fuerte, la escena clave, subrayada como si la cámara se acercara pero –detalle extraordinario– sin describirla.

Así es. Sin necesidad de explicar que el sargento Juan Bautista Cabral (otro negro, parece, en la historia) sacó a San Martín de debajo de su caballo (blanco), la extraordinaria crónica de Benielli nos dice que eso fue lo más importante de todo el combate. Desde “Cabral, soldado heroico...” hasta el final-final que culmina –capicúa– con el mismísimo apellido, el poeta nos dice sólo el resultado de esa acción (la muerte heroica) y su significado lato: la condición de posibilidad de que (media) América haya sido libre. Es muy borgeano, eso. ¡Cómo no va entonces a corresponder el honor por duplicado al gran Cabral..!

Lo único que acaso valga la pena preguntarse es en qué medida habrán sido los imperativos mudos de las formas, las notas y los ritmos prefijados a los que debió ajustarse los que llevaron al poeta aplicado a semejante desenlace. Baigorria, por ejemplo, con todo su heroísmo, es más difícil de rimar y sus tres sílabas y acento grave no ayudan. El heroico Cabral, agudo y bisílabo, calzaba justo para el final. Así también se escribe y canta la Historia.

“Honor honor” entonces, más que nunca, al mulato Silva y al inspirado Benielli.

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