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Contratapa|Sábado, 21 de junio de 2003

Las manos sucias

Por Osvaldo Bayer
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Aquel anochecer del verano de 1953 estábamos todos los estudiantes en el patio de la facultad de historia de Hamburgo, esperando con suma nerviosidad. Hasta que entró por la puerta grande el profesor de Historia Contemporánea y nos dio la trágica noticia: “Los acaban de ejecutar”. Hubo algunos gritos pero después dominó el silencio. Algunas estudiantas comenzaron a sollozar. Tanto se había luchado, para nada, para la muerte. La Justicia de Estados Unidos había ejecutado al matrimonio Rosenberg, acusados de espionaje a favor de la Unión Soviética. En la silla eléctrica. Símbolo de la Justicia de Estados Unidos. Símbolo del gusto macabro de la mayoría del pueblo de Estados Unidos. Todos los indultos pedidos habían fracasado. Hasta el del Papa. El presidente de Estados Unidos, el general Eisenhower, se había callado la boca. Típico. Si alguien no le da la orden, no saben jugarse.
La juventud alemana estaba conmovida. Apenas a ocho años de haber terminado la cruel guerra, seguía la muerte. Ellos habían podido aprender lo que había sido el nazismo y los crímenes. Y ahora, eso, el mismo método, el mismo símbolo, a un matrimonio judío y comunista los electrocutaban por “traición a la patria”. Era para mirar el cielo y preguntase: ¿y ahora qué?
Esa misma noche los miembros de la Federación de Estudiantes Socialistas Alemanes teníamos una clase sobre socialismo con Willi Brandt, que había venido expresamente de Berlín para enseñarnos. Estaba destrozado con la noticia. “No sólo han asesinado los norteamericanos a un hombre y a una mujer sino también a una pareja de padres. Les han impedido para siempre a los dos pequeños hijos gozar del amor de su madre. ¿Estaba eso acaso en la pena de muerte? ¿Cómo pueden matar a una madre de niños tan chicos?” Se preguntó desesperado: “¿Qué clase de bestias somos, los seres humanos?”. Y casi gritó: “¡Matan a dos personas y dejan a sus hijos solos, huérfanos, en orfandad, solos, deshijados, arrinconados!”.
Se lo veía desesperado a quien había luchado tanto contra Hitler desde el exilio interno con una valentía de puro coraje y fuerza. Cuando años después Willi Brandt tomó el gobierno, su primer acto fue arrodillarse ante el monumento al Holocausto y pedir perdón, por la bestial matanza, en nombre del pueblo alemán, me acordé de su dolor ante el asesinato legal de los Rosenberg y ese pensamiento que lo dominó: ¿y los hijos? ¿y los hijos que se quedaban sin amor?
El crimen contra los Rosenberg siempre estuvo en la discusión. Porque aquí no era el tema si eran culpables o no, sino con qué derecho se los condenaba a la muerte y con ello a la separación definitiva de los hijos.
Las denominadas pruebas fueron decires, declaraciones de cual o tal testigo, y las de los de siempre, los de los servicios de informaciones, alcahuetes consumados que viven de eso. Cuando cayó el Estado comunista, los archivos dejaron en claro que Ethel y Julius Rosenberg no eran espías. Pero esto no importa. Importa la muerte y el derecho de matar.
En la Argentina, en el Teatro del Pueblo hubo tiempo y lugar para recordarlos. El viejo club alemán socialista Vorwärts trajo anteayer a la discusión el drama tan injusto y se habló de ellos y de lo que es la Justicia norteamericana. Porque ¿qué hubiera hecho ante un suceso similar el George W. Bush? No perdamos palabras, basta con imaginárselo. No hemos ganado nada. Estados Unidos, 1953, Estados Unidos 2003.
Pero estuvo muy bien lo del Teatro del Pueblo. Porque en la Argentina de la Desaparición y de la Obediencia Debida, han comenzado a soplar corrientes de aire puro por nuestras pampas. Por ejemplo, uno de ellos, lo de Margarita Belén. Lugar del espanto, donde el ejército argentino fue capaz de demostrar la máxima de las cobardías. El asesinato de prisioneros a garrotazos y a balazos en la nuca. Y la mentira de siempre: “Fue unencuentro con terroristas”. Y ahora el juez Skidelsky, de Resistencia, ha ordenado la detención de los oficiales que actuaron y viven hoy impunemente libres y pasean por nuestras calles con el mayor cinismo, uno de ellos es nada menos que el agregado militar en la embajada de Roma. Justo el representante que merecemos.
El bochorno y el dolor tiñe nuestra sangre cuando nos describen el estado en que los militares dejaron los cadáveres de sus víctimas, todos muchachos y muchachas en plena juventud. Muestran un castigo inverosímil, solo imaginable si partió de oficiales y suboficiales de nuestro ejército. El momento de la muerte. Y el olvido de esas víctimas, a lo que nos quisieron obligar los políticos de la Obediencia Debida y el Punto Final.
Y así como en Resistencia se ha escuchado la clarinada de los justos, así también debería suceder en Tucumán, donde los organismos de derechos humanos luchan contra la candidatura del masacrador Bussi. Claro, a esta altura, no tendría que ser la Justicia, sino el pueblo mismo que le diga al desaparecedor: “Usted aquí nunca más, no queremos asesinos. Váyase a vivir a tierras sin sol, sin verdes y sin jóvenes”. Bussi, general de verdugos, no debe pisar más tierra tucumana. Les compete al coraje civil de los tucumanos.
Argentina, 2003: el general Menéndez volvió a sacar la daga. Los cordobeses ya tendrían que haber hecho el monumento a la daga. El monumento al general que hizo lo que quiso, empleó los métodos que se le dio la gana, mató, torturó, secuestró a niños y no dio cuenta de las pertenencias de sus perseguidos. Veinte años que el general anda con su daga. Es suficiente ya. Ojalá que encuentren un juez con coraje civil. Si no tienen, se lo podrían mandar desde Resistencia.
Y decimos con sorpresa y sentido de justicia que por fin en nuestro país se ha dado el puntapié de oro. Un altísimo funcionario recién nombrado, el doctor Carlos Sánchez Herrera, procurador del Tesoro, recibió el puntapié de oro al trascender la noticia que había sido el defensor de uno de los peores criminales uniformados de la apropiación de niños, el general Juan Bautista Sasiaiñ. Por fin se hace justicia. El presidente de la Nación lo echó. Los argentinos empezamos a lavarnos las manos sucias, mientras Alfonsín ya fue tres veces a la iglesia de la Inmaculada Concepción a pedir perdón por sus leyes de Obediencia Debida y Punto Final.

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