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Contratapa|Lunes, 1 de abril de 2013
Arte de ultimar

Semana Santa en la costa o el Cristo de caracoles

Por Juan Sasturain
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Supongo que sólo la condición original de pescador del Galileo puede justificar que a alguien se le haya ocurrido utilizar algún tipo de material proveniente de las entrañas del mar para representar la Crucifixión, incluso cualquier escena vinculada a los misterios de la Encarnación: tengo, por ejemplo, un impresentable pesebre de conchillas que puede competir con ventaja con cualquier basura del subgénero. Pero tiene su encanto, claro.

Habría que ver –sin indagar demasiado ni ponerse sesudos en la exposición de los mecanismos del efecto kitsch– por qué suele producirnos tal mezcla de rechazo/hilaridad/encantamiento el uso de valvas, caracoles y ocasionales pinzas de cangrejo ensamblados con intenciones digamos artísticas y/o artesanales. Sin duda que es el uso y no los materiales en sí, claro: es el cruce lo curioso de la intersección.

Todos tenemos en este campo ambiguo nuestros favoritos; en mi caso, los genéricos caracoles integran, junto con el hórrido cristal de Murano y el insoportable ónix, una trilogía de materiales absolutamente inabordables. Supongo que –si se profundiza un poco– en cada caso las razones serán diferentes. Los payasos de cristal de Murano y los gauchos de ónix despiertan sensaciones similares pero no equivalentes a las que genera el Cristo de caracoles. Hay algo más ahí.

Ni la noble madera original –imagen del leño degradable– en todas sus variante, ni la consabida piedra gris e imperturbable de eternidad o el mármol pulido que remeda tersuras apasionadas; ni el sospechoso hierro belicoso o el bronce autoritario tienen contraindicaciones. Más todavía: se han hecho y se hacen Cristos de cualquier cosa. Hay de yeso, de cera, de vela, de lata, de arcilla, de corcho, de papel, de semillas, de fósforos, de todo tipo de metales y piedras preciosas o no, de cartón, de cristal, de acrílico, de caño, de cemento, de telgopor, de gomaespuma, de lana, de miga de pan, de chatarra, de fideos secos, de acrílico, de paño lenci, de soga, de hueso, de cuerno, de marfil, de alambre y de todos los tipos del genérico plástico más duro o más blando, y las variantes infinitas de los materiales sintéticos. Lo que quieran, hay. Con todas sus combinaciones posibles, claro. Que son muy frecuentes y, a veces, necesarias.

Porque en el caso de la Crucifixión son dos los componentes básicos a representar: la Cruz y el Cristo. Más analíticamente, pueden desglosarse otras piezas montables/desmontables: la corona de espinas, los clavos, el lienzo a la cintura, el cartelito indicador. Y eso es todo, ya que raramente se amplía el plano para habilitar a los secundarios: Dimas y el otro ladrón, el guardia romano con la lanza, María y demás deudos. No es como en el pesebre, donde el Niño es casi un punto imperceptible, una excusa para la puesta general de un elenco estable que no baja de la docena de personajes, incluidos animales y pastores.

Si el Nacimiento es una fiesta, una recatada celebración colectiva de suburbio con invitados ricos y famosos, la Pasión –una tragedia en contexto jurídico-penal– es un drama personal en espantosa soledad. Al menos así es en las representaciones habituales, salvo alguna genialidad de Brueghel. Por eso se arma familiarmente el Pesebre en contexto casero pero no se arma (la escena de) el Gólgota: se cuelga el aislado crucifijo. Pobre Cristo.

Volviendo a la cuestión de los medios instrumentales, está claro que, tradicionalmente, la piadosa intención representativa ha tratado de copiar lo reproducible con los materiales originales a tamaño –madera y hierros para la cruz y los clavos– y que, para la estilizada y ennoblecida figuración humana de Jesús, ha echado mano a los recursos y medios habituales de la estatuaria realista convencional. A eso, a esas imágenes se les reza/rezaba en las iglesias.

Las diversas modernidades que fueron despoblando altares y simplificando visualmente las imágenes hacia la abstracción y el esquematismo trajeron otros materiales más ascéticos o informales, o incorporaron en la representación elementos folklóricos o de la iconografía popular, con sus propias pautas. Pero hasta ahí.

Nada de ese proceso tiene que ver con lo que pasa con los caracolitos. La cruz formada por la intersección de dos hileras de conchillas –ocho verticales por cinco horizontales– evoca/convoca más a la multinacional Shell que al Madero. La figura de plástico verdegris neutro y casi traslúcido con toscos toques de color que pende de ella, fijada con el mismo adhesivo que mantiene a los caracolitos enfilados, remite a la memoria infantil de los soldaditos de plástico mal pintados y con sobrantes indeseables del gastado molde original. Nada que ver con el sacrificio del Hijo. No está hecho para que se le rece.

Y es coherente. Y está bien que así sea. Y trataré de explicarlo/explicármelo. Porque ese objeto, en principio, funcional/socialmente, no es una artesanía, ni una obra de arte ni una imagen religiosa –aunque de todo eso algo tiene– sino algo muy vago pero a la vez contundente: es un recuerdo.

Así como hay negocios en todas partes que venden insólitamente regalos –y como tales los anuncian–, hay negocios en los lugares donde uno no vive, que venden recuerdos. Los supuestos adquirentes de regalos son clientes que no compran para sí; los compradores de recuerdos son clientes que supuestamente no viven donde los adquieren. Y compran para recordarlo. Claro que el llamado recuerdo debe estar marcado para poder recordar/ser recordado. Hay diferentes tipos de marcas, más genuinas y más truchas.

En el caso de los caracolitos y conchillas, el propio material es el que opera como marca de legitimidad/autenticidad del recuerdo. Su presencia misma significa (la intención de presentar) una prueba válida de haber estado a la orilla del mar. Así, un bellísimo caracol de extrañas formas será, pelado y solo, en la repisa del departamento, entre otras cosas, un testimonio (tácito) de haber estado en alguna parte con mar acorde. Deja abierta la posibilidad de haber sido hallado y no comprado. Un velero de conchillas, no. Por eso es un recuerdo: el material más la marca explícita.

Las marcas explícitas con las que el recuerdo se señala a sí mismo orgulloso como tal en su condición de mercancía son dos: por un lado el motivo representado –una casita, una rana, un payaso, un barco, la Crucifixión– o la funcionalidad adquirida (cenicero, lámpara), y por otro la inscripción al pie: Recuerdo de Mar del Plata/de Mar de Ajó/de Monte Hermoso, etc. Los motivos y las inscripciones son complementos ocasionales, en el fondo adjetivos que sólo significan sobre la base del material.

La reflexión sobre estas boludeces cabe desde siempre, pero más ahora, cuando uno percibe, en esta primera Semana Santa –tan profana como siempre pero por primera vez con Papa argentino y con record de turistas en la costa– que los recuerdos con motivos religiosos están haciendo furor entre los compradores de caracolitos.

Y las remeras de Francisco, no te digo. Pero es otro tema.

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