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Contratapa|Jueves, 25 de abril de 2013

Brassens

Por Noé Jitrik
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En el mes de mayo de 1953, junto a la puerta de una “cave”, en el Barrio Latino de París, un simple papel escrito a mano con letras grandes anunciaba que allí cantaría esa noche un tal Georges Brassens, totalmente desconocido para ese desorientado muchacho argentino que era yo y que vagaba por París comiendo la ciudad con los ojos, falto de otra clase de alimentación. Epoca existencialista todavía, Sartre andaba por ahí, escoltado por Beauvoir y ambos peleándose con Camus, la expresión “cave” era usual, no necesariamente una cueva ni una caverna y ni siquiera un hueco sino un mero café con un mínimo escenario en el que solitarios y tristes cantantes u otra clase de filósofos en acción entretenían con sus pesares e invenciones a distraídos parroquianos, llenos de un raro sopor, de pesados y sombríos movimientos, la plena posguerra todavía.

No entré a la “cave” esa noche ni ninguna otra, el papel desapareció a los pocos días o ese mismo día, pero el nombre permaneció sin que me significara mucho más que el haberlo registrado, como tantas cosas que registraba en mis vagabundeos. Pero el no registrarlo no significaba que ignorara lo que él hacía, a saber, cantar canciones francesas, aunque conociera un poco no las de él sino las de otras figuras que amaba: Trenet, Montand, Greco, Piaf. Sus canciones no, todavía no se habían impuesto y cuando se lo mencionaba se aludía a una especie de trovador solitario, medio anarquista, no se le atribuía el lirismo que parecía patrimonio de los otros, los consagrados. Circulaba una en la que hacía una especie de crónica de guerra suscitada en una verdulería por unas cebollas que dos clientas se disputaban. Tenía gracia y sobre todo parecía, como se pudo comprobar por otras que salían de su voz, tenue y casi monótona, una expresión de un París aldeano o barrial, tal como lo habían pintado las películas de preguerra, subsistente en las calles, comercios y sobre todo en la gestualidad de los parisinos.

No me di cuenta, porque no lo seguí, pero de pronto, un par de años después, era una figura no sólo popular en Francia sino apreciado en todo el mundo, sus canciones eran conocidas, a sus recitales asistían multitudes, sus poemas –porque sus canciones eran poemas que él mismo escribía– eran traducidos y considerados de tan alta poesía que le dieron un gran premio. Era, por lo tanto, cuestión de ir un poco más lejos en quien era ya considerado un gran artista y al mismo tiempo un exponente originalísimo de una de las más entrañables tradiciones francesas, la canción poética, y, por fin, un artista popular como pocos lo habían conseguido ser.

¿Cómo describir lo que hacía? Por de pronto, su escasa voz, nada de baritoneos ni de tenorinos, apenas modulaba unas ligeras variantes, su guitarra era un rasgueo de bajo continuo sobre el cual la voz establecía diferencias entre una canción y otra, todas pegadizas sin duda. Pero lo más notable era lo bizarro de los temas, a veces líricos, otras retomando poemas de poetas de primer nivel, otras burlones, tanto de corte sexual como de modos de vida, pero sobre todo el barroquismo de las letras entonadas con una naturalidad desarmante.

Según leo, escribió alrededor de 300 canciones: lejos estoy de conocerlas a todas, apenas a una veintena o a una treintena, recogidas en discos de todo tipo, desde los platos de 33 hasta los CD pasando por los ya obsoletos cassettes; incluso por Internet se los puede recuperar y aun ver su rostro relajado y bondadoso y sus manos sobre una guitarra que ora bordonea ora dibuja una melodía sobre la cual los versos entretejen su palinodia. De todas me detengo en una, “Les copains d’abord”, enunciado que puede entenderse de dos maneras: “Los compañeros de a bordo” o, forzando un poco las cosas, “Ante todo los compañeros”. Si bien la primera, contextualmente, es la que tiene más sentido al escucharla después de mucho tiempo me inclino por la otra, lo cual me produce una emoción muy intensa; entenderla de este modo le confiere un aspecto de homenaje, profundo y compartible, un himno a la amistad, “los amigos ante todo”. ¿Quién no se emociona con declaración semejante?

Pero vuelvo y al rato descifro los versos que esa voz gutural y gangosa, con leves armónicos, me ocultaban. Y, para una canción reproducida mil veces y cantada en recitales masivos, ciertas palabras estallan, parece imposible que las haya podido cantar: nombres como “la Meduse”, “fluctuat nec mergitur”, “Castor et Pollux”, “Sodome et Gomorrhe”, “Montaigne”, “La Boétie”, “L’evangile”, “Credo et confiteor”, “Trafalgar”, son de no creer, en frases de una sintaxis complicada, efecto barroco dicho impávidamente, con una naturalidad desarmante. No es extraño que empleando esa terminología haya musicalizado textos de poetas complejos, como Verlaine por ejemplo y otros más. En suma, ha logrado integrar lo que podemos llamar alta y refinada cultura con melodías sencillas en una tradición que, para su propio contexto, se considera popular.

Esto podría quedar aquí y el reconocimiento y homenaje a un gran artista popular que no temió integrar un orden cultural superior a canciones pegadizas y ocurrentes, de un humor cáustico y revelador, estaría brindado sin reservas, seguramente compartido por muchísima gente en todas partes del mundo. Pero hay algo más que no quisiera dejar de lado porque implica una vieja y sensible cuestión, la de la relación entre alta cultura y cultura popular en todos los campos del arte y, por qué no, también del conocimiento. Extenderse sobre esto dio lugar a tratados más que respetables, que no es mi propósito discutir ni continuar porque no es ésta la ocasión. Ahora, y aprovechándome del ejemplo, quiero proponer dos o tres asuntos que dan vueltas por ahí y que de lo artístico y científico alcanzan en ocasiones lo político: arte popular vs. arte culto, arte culto vs. arte popular como opciones reveladoras, a veces casi fundamentalismos de una parte y de otra. Más interesante es considerar el flujo, lo que va de un campo al otro y qué resulta de ese movimiento, dos direcciones: alta cultura que se nutre de la popular y cultura popular que se alimenta de la alta.

En la primera, grandes músicos cultos han bebido temas en la música popular, desde los más clásicos, danzas y ritmos transformados y reelaborados, a los románticos ni hablar (Brahms, los grandes rusos y un largo etcétera) e incluso a los maestros del siglo XX (Strawinsky, Gerschwin, Ravel, Shostakovich, Aguirre, Williams, Ginastera, Ponce, Moncayo y Villalobos, entre muchos otros). En la segunda, hubo un momento en el tango argentino en el que los letristas procedían como Brassens: reminiscencias modernistas en la década del ’20, ultraístas en la del cuarenta y, por supuesto, Piazzolla, que trastorna el tango con elementos refinadísimos; desde luego, no puede faltar el ejemplo de Caetano Veloso que se atrevió, sin que nadie lo acusara de ello, a tomar poemas de Alvaro de Campos e, impávido, como es su estilo, cantarlos por todas partes. Habría que refinar la lectura de los poemas de Atahualpa Yupanqui: encontraríamos que no están lejos de esta poética, como tampoco los de Manuel Castilla.

Ya en este terreno, y en el ámbito argentino, se observan curiosas renuncias: cuando Borges escribe milongas recupera simplemente tradiciones temáticas populares y no les inyecta savia culta; lo mismo se puede decir de las zambas salteñas en las que dos Dávalos desempeñan un gran papel. Meros ejemplos que no agotan esta cuestión que, en lo que concierne a la presencia española en la conformación de los folklores latinoamericanos, argentino, mexicano, cubano, han sido objeto de investigación erudita, inacabable y refinada.

En cierta ocasión, impresionado, me pareció que, acaso no deliberadamente, una canción de Benny Moré, “Varadero”, proponía un asunto semejante, igual diría, que el complejísimo y exquisito poeta José Gorostiza, en “Muerte sin fin”, un texto de la misma tela que “Cementerio marino”, de Paul Valéry.

Creo que mi asociación entre las dos entidades, basada en resonancias, no en referencias, buscaba precisamente salir de las opciones y hallar un lugar en el que el sentido de la poesía “culta” reaparecía en la “popular”, de una manera tan natural y brillante como acaso no lo pueden concebir ni imaginar ciertos letristas, cantores o no, del rock o del tango o del bolero o de la cumbia o de lo que sea, que pasa por ser lo popular.

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