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Contratapa|Lunes, 29 de julio de 2013
Arte de ultimar

Tócala de nuevo, Charlie

Por Juan Sasturain

Esta temporada otoño-invierno –como decían las viejas consignas de las tiendas y sastrerías, de Etam a Braudo– trajo y nos dejó, entre el frío y la mala leche campante y generalizada, algunas cosas buenas y muy buenas. Una de ellas es la reaparición en estantes y vidrieras, accesible y disponible en edición argentina después de casi quince años, de las fugitivas Memorias de un ladrón de discos, el maravilloso libro en que Carlos Sampayo hizo y hace la crónica viva de la formación de su discoteca de jazz mientras crecía, se hacía –como se (mal) dice– hombre. Parece poco, un tema excesivamente personal y acotado: les aseguro que no, que es demasiado. Y si no es así, que los espíritus invencibles de Bix Beiderbecke y Charles Mingus, de Thelonious Monk y del inolvidable señor Stattura –entre otros largamente convocados, como Coltrane o el librero Strogonoff– me lo demanden.

Reconozco sin rubor que son determinantes en mi énfasis los elementos generacionales y las afinidades electivas, pero no exagero si digo que son contadas las veces que me ha pasado de identificarme así, de disfrutar tanto con una lectura. Y eso me ocurrió entonces –cuando salió originalmente, a fines de los noventa– y me acaba de suceder ahora, en esta reedición necesaria, corregida en detalles, aumentada apenas. Y sólo mejorada si se puede calificar así el gesto de toquetear lo bien acabado, sacarle una basurita, agregar un adjetivo, atenuar un elogio, una descalificación apresurada. Que el autor, tras cuarenta años (sic: 40) de vivir en Europa, haya regresado en estos últimos a poner el cuerpo, el alma, la oreja y la escritura a las mismas calles que caminan estas Memorias... no es un detalle menor a la hora de evaluarlas.

Porque –aunque lo sea por añadidura– las Memorias... no es un (extraordinario) libro de crítica y análisis de autores, obras e intérpretes de una de las invenciones más importantes del siglo veinte –el inabarcable jazz–, sino el cruce nada forzado, encarnado pero ficcionado, de por lo menos tres cosas: la vida (adolescencia y juventud) personal de un pibe porteño de clase media; la historia / sociedad patria del primer peronismo a comienzos de los violentos setenta; y la discoteca de jazz en formación, revaluación y reconstitución constante. De los frágiles 78 a los LP de 33, del swing al free y hasta la deserción de Miles con la trucha fusión; pasando / parando en el bop y el hard y en todas. Una gloria.

Lo notable es que –tan situadas como están– las Memorias no incurren en un solo detalle / referencia / dato socio-político suelto o en tácito cuadro sinóptico de ubicación en tiempo y circunstancia. Y sin embargo, en la crónica del día a día los niveles de realidad y experiencia se mezclan, se entreveran sabios y arbitrarios como en la esquiva memoria, como en un generacional licuado de bananas con leche. Clifford Brown se puede ir del camino, del cuarteto con Max Roach y de la vida a los veintiséis mientras acá está la Libertadora; y el padre de este Carlitos –nombre, marca generacional– se muere en el invierno del ’59 mientras John Lewis y el Modern Jazz Quartet graban Pirámide en el verano neoyorkino. El adolescente de pies planos –que camina “como Walter Matthau”– pone el inextricable Venus de Milo en el Winco adaptado para el combinado color caoba que preside el living, pero ellas (las permutables Mónica, Elba o Clara) sólo pueden apretar (o casi) con Los Panchos o el inaudible Pat Boone. Y así...

No es necesario acaso, pero sí revelador, saber que en cierto modo estas Memorias fueron el resultado diferido –lo cuenta Carlos en el prólogo original, agrega detalles en el nuevo– de circunstancias muy penosas y precisas: hace algo más de veinte años, viviendo en Barcelona, tras un percance hospitalario grave quedó en coma inducido por meses, y volvió de a poco del otro lado sin saber qué y quién había quedado del / de lo que se fue.

En la tarea de reconstrucción y puesta a prueba de la memoria, fue el jazz, fueron los ejercicios de blindfold test –escuchar música a ciegas, reconocer temas e intérpretes– el procedimiento, el mecanismo de verificación de identidad. Así, escrito años después, a mediados de los noventa, este libro es la prolija expansión, la estilización de aquel ejercicio de anclaje existencial.

Hay incluso una continuación de estas Memorias con título “salgariano” (Sampayo dixit), las Nuevas aventuras del ladrón de discos, que apareció en el 2008 y completa –con el largo tramo europeo– el itinerario o paseo por los estantes de la música y de la vida personal del memorioso. Como éstas, no tienen desperdicio, como decía mi mamá.

Releo lo escrito hasta acá y me doy cuenta de que pese al exceso de adjetivos encomiables, lo fundamental –la belleza, la inteligencia, la originalidad y la intensidad de este texto– se me escapa una vez más, como suele. Quiero decir que éste del gordo Charlie es un libro ejemplar, único, sin género reconocible ni casillero necesario. Y que sólo cabe, jazzero o no, acercarse y abrirlo en cualquier lado con la misma serena confianza de deslumbramiento con que leemos el universalmente famoso Alack Sinner –la historieta que, entre otras, hace con José Muñoz–, sus novelas sólo por comodidad clasificables como policiales, sus relatos sin red y sin abuela y sus artículos sobre música o literatura. Sampayo ejerce –en todo terreno– la producción medida y la conducción sosegada de una de las prosas más originales de la literatura argentina. Es, por sobre todas las cosas, un escritor.

No es casual que en estas Memorias, junto a lecturas sutiles y descripciones reveladoras de solos instrumentales de Kenny Dorham o Eric Dolphy o citas de Tony Fruscella, se asomen Borges, el Cortázar de “El (obvio) perseguidor” pero también el de Los premios, Ungaretti, Gombrowicz, el postrero Haroldo Conti de la despedida, las referencias a Sillitoe, a Boris Vian, a Marcelo Cohen, amigo, cómplice y confidente.

Receta sin contraindicaciones: para estas noches de frío e incertidumbre político-existencial, abrir las Memorias de un ladrón de discos en la página 203 –por ejemplo– y comenzar el capítulo sexto, “Fuerzas desatadas”, sin apuro, con mate o whisky, mientras se escucha a Bill Evans con Motian y LaFaro. Qué les puedo cobrar por esto.

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