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Contratapa|Domingo, 11 de agosto de 2013

Los dos pilotos de Hiroshima

Por José Pablo Feinmann

Cierta vez, un 6 de agosto de 1945, en distintos aviones, dos hombres volaron sobre la ciudad de Hiroshima. Se acaban de cumplir sesenta y ocho años del suceso. Uno era el general Paul Tibbets, comandante del operativo. Su avión habría de lanzar la primera bomba atómica sobre una ciudad abierta, que vivía uno más de los difíciles días de la guerra. Pero a esa vida se había acostumbrado. Alguna vez –pensaban– terminaría. La guerra, primero. Los difíciles días, después. Había en esa ciudad, había en Hiroshima, todo lo que suele haber en una ciudad, hombres buenos y malos, mujeres laboriosas, niños que esperaban un futuro para hacerlo suyo y vivirlo con todo derecho, ancianos que se preparaban para una muerte dulce pese al horror de los últimos años. También había animales. Que no saben hacer algoritmos, que no saben dividir el átomo, pero su capacidad de sufrimiento es la misma que la de cualquier humano. Deben ser incluidos en la masacre.

El otro hombre –el que, veremos, era muy distinto a Paul Tibbets, tan distinto como distintas fueron sus existencias posteriores al hecho del 6 de agosto de 1945– se llamaba Claude Eatherly y su tarea consistía en fijar el blanco preciso en que la bomba habría de caer. Se equivocó por poco. Debía señalar un puente. Señaló un hospital. A primera vista, uno dice qué horror: un hospital en lugar de un puente. No, en un bombardeo normal habría sido un error imperdonable. Pero en éste no. Era lo mismo. Tanto el Hospital como el puente desaparecieron de la realidad en cinco minutos, o algo así. ¿Importa un minuto menos o un minutos más? Cuando Eatherly regresó a la base, sus compañeros le dijeron –entre la sorna y el asombro–: “¿Sabés lo que hiciste, Paul? Mataste a 200.000 personas en cinco minutos”. Algunos hasta lo felicitaron. Eatherly quedó paralizado. El horror y la culpa penetraron tan hondamente en su sensible conciencia moral que jamás habrían de salir de ahí. Que lo llevarían a la locura. Años más tarde, al Hospital Waco en que estaba internado por graves trastornos mentales, llegó una carta inesperada. Era del distinguido filósofo alemán Günther Anders, discípulo de Heidegger, exiliado del nazismo, esposo de Hannah Arendt. Un hombre, también de extrema sensibilidad, que había entregado su vida luchando contra el armamentismo nuclear. Era, en alguna de sus partes, así: “El que precisamente usted, y no cualquier otro de entre sus miles de millones de contemporáneos, se haya condenado a ser un símbolo, no es culpa suya, y es ciertamente horrible. Pero así es” (Günther Anders, El piloto de Hiroshima, Más allá de los límites de la conciencia, Paidós, Madrid, 2010, p. 33). Más adelante añade una frase de una precisión, de una verdad desgarradora: “También usted, Eatherly, es una víctima de Hiroshima” (Ibid., 39).

La tragedia de Claude Eatherly –y, desde luego, de los cientos de miles de víctimas de Hiroshima y Nagasaki– había empezado el 2 de agosto de 1939. En esa fecha, Albert Einstein, un científico que ha pasado a la historia como un viejito divertido que saca la lengua en una foto que busca exhibir su espíritu juguetón, su espíritu de sabio distraído, temeroso de que Alemania pudiese elaborar la bomba atómica antes que los aliados, envió al presidente Roosevelt una carta que dice mucho y tal vez todo: “Algunos recientes trabajos (...) me llevan a esperar, que en el futuro inmediato, el uranio pueda ser convertido en una nueva e importante fuente de energía. Algunos aspectos de la situación que se han producido parecen requerir mucha atención y, si fuera necesario, inmediata acción de parte de la Administración” (Einstein a Roosevelt, agosto 1939). Las palabras que escribe seguidamente revelan su determinación de entregarle al poder militar una bomba tan poderosa como ninguna, ni remotamente, antes lo fue: “En el curso de los últimos cuatro meses se ha hecho probable el iniciar una reacción nuclear en cadena en una gran masa de uranio, por medio de la cual se generarían enormes cantidades de potencia y grandes cantidades de nuevos elementos parecidos al uranio. Ahora parece casi seguro que esto podría ser logrado en el futuro inmediato. Este nuevo fenómeno podría ser utilizado para la construcción de bombas, y es concebible –pienso que inevitable– que pueden ser construidas bombas de un nuevo tipo extremadamente poderosas”. Una de las cosas que hoy resulta desagradable de esa carta –entre tantas otras– es que Einstein anticipa su firma con la fórmula: Su Seguro Servidor. Luego se arrepintió. Dijo que envió esa carta por el temor de que Hitler tuviera la bomba antes que todos. “Pero me equivoqué –dice–. Ese temor era infundado. Si hubiera sabido la Caja de Pandora que estaba abriendo no habría enviado esa carta.” No creo mucho en los arrepentimientos. No sirven de nada. O casi nada. Ninguno de los muertos de Hiroshima y Nagasaki volvió a la vida por el arrepentimiento del “sabio”. Ni Claude Eatherly se curó de su locura.

Por el contrario, el “otro” piloto de Hiroshima (aunque, en rigor, el “otro” es Eatherly, no sólo porque no comandaba la misión, sino porque se convirtió en el “otro” al enloquecer, al no aceptar ser un “héroe de la patria” que había salvado con esa acción a millones de jóvenes norteamericanos de morir en la continuación de la guerra contra el Imperio de Hirohito), el general de brigada Paul Tibbets, aceptó gozoso el papel de “héroe” que EE.UU. requería de los hombres de esa misión exterminadora. Hay que entender esto: Eatherly, con su locura, con su conciencia desgarrada, era la denuncia viviente del horror de la masacre nuclear. ¿Qué pasaba con ese desgraciado, ese infeliz que se la pasaba lloriqueando por todas partes en lugar de mostrarse como el héroe que era?, rugían los militares. Había que esconderlo. El mundo no debía saber nada de Claude Eatherly. El estrellato sería para Tibbets y sus otros hombres, todos valientes, todos patriotas, todos sanos soldados de la patria. Incluso, el general de brigada Paul Tibbets se transformó en un propagandista de su misión a bordo del Enola Gay (nombre que le puso su madre a su avión, que llevaba la bomba) con frases que han quedado para la historia del cinismo: “Hice lo que tenía que hacer. Lo haría de nuevo. Sepan que duermo tranquilo”. En 1952, se filma una película sobre aspectos de su vida y la bomba sobre Hiroshima. Nada menos que una estrella como Robert Taylor asume la responsabilidad de interpretarlo. Durante esos días, Robert Taylor ya denunciaba comunistas en los tribunales de MacCarthy. De todos modos, cuando ve el hongo atómico desde su avión dice: “Dios mío, ¿qué hemos hecho?”. Los cineastas intentaron humanizar, no exactamente a Tibbets, sino al piloto norteamericano, sobrepasado por el espectáculo casi místico del monstruo enceguecedor, gigantesco, jamás visto. Tibbets se ofende: “Yo no dije eso. Eso lo habrá dicho Robert Taylor”. En rigor, Taylor sólo dice: “Dios mío”, acaso porque hicieron otra versión cuando advirtieron que era demasiado “arrepentimiento”. Algún halcón dijo: “¿Cómo qué hemos hecho? Hicimos lo correcto. Había que terminar la guerra, mierda”. Claro que la terminaron. Pero Japón ya se había rendido. Toda esa historia acerca de la terrible resistencia que aún Japón ofrecería y que habría de terminar con la vida de millones de soldados norteamericanos es falsa. Temían, los halcones de EE.UU., que Rusia se metiera en la Guerra del Pacífico, que fue paralela a la de Europa, distinta. Una cosa entre EE.UU. y Japón disparada bajo la excusa de

Pearl Harbour. MacNamara y Curtis Le May (el más temible de los militares norteamericanos), con vuelos rasantes, arrojaban bombas incendiarias sobre las ciudades japonesas. “Veníamos matando cien mil civiles por noche. ¿Para qué la bomba?” MacNamara (en el gran documental La niebla de la guerra) dirá: “Si no hubiéramos ganado nos habrían condenado por criminales de guerra”. ¿Está claro, verdad? Un criminal de guerra victorioso, no lo es. Las bombas de Hiroshima y Nagasaki no se tiraron contra los japoneses –ya agotados y deseosos de rendirse, algo que EE.UU. deliberadamente les tornaba imposible porque les exigía la entrega de la soberanía– sino contra la Unión Soviética. Primero, para que no entraran en Japón y tuvieran, en poco tiempo, un Japón comunista. Y segundo, porque esas dos bombas iniciaban el comienzo de la Guerra Fría. “Aquí estamos. Miren el juguete que tenemos. O nos respetan o los hacemos picadillo.” Eisenhower y MacArthur se opusieron con furia al uso de la bomba. Nixon los trató de comprender. Dijo a la opinión pública: “Son soldados muy profesionales. Sólo conciben atacar blancos militares. Nunca civiles”. Eisenhower insiste: “¿Cómo pueden arrojar sobre una ciudad esa cosa horrible?”. Y MacArthur: “Las guerras no se ganan matando a mujeres y niños”. Churchill, un civil, había aceptado hacerlo con la ciudad alemana de Dresde. Aquí murieron cerca de 200.000 civiles. Casi como en Hiroshima y Nagasaki.

Eatherly fue la conciencia moral de la tragedia. El hombre que no pudo tolerar el horror. No puede dormir. Le dan somníferos. Se aferra a la bebida. El alcohol –por un tiempo al menos, aunque breve– calma la angustia. Pero no: en 1950 elige quitarse la vida. Para su desgracia, lo salvan. Otra vez a una clínica psiquiátrica. Su mujer –harta de tolerarlo– lo abandona. Sus amigos se avergüenzan de él. Sobre todo sus compañeros en la misión de aniquilamiento. Se le acerca el filósofo Günther Anders y esa correspondencia que entablan es un gran documento. Anders –pacifista toda su vida– termina sus días pregonando la violencia. Unica salida, dice. (Ver Rebeldía y esperanza, de Osvaldo Bayer.) Claude Eatherly muere en 1978, en un manicomio, a los setenta años. Tibbets –lleno de gloria y condecoraciones– muere en noviembre de 2007. Tenía noventa y dos años. Hasta el último día de su vida, dijo: “Siempre duermo tranquilo”.

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