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Contratapa|Miércoles, 16 de julio de 2003

El detective salvaje

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Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona

UNO Escribir necrológicas no es otra cosa que desarmar al vivo para ensamblar al muerto. Pocas ganas de hacer eso con Roberto Bolaño. Y muy difícil: Bolaño era una persona definitivamente viva. Por eso, porque se lo merece, porque es lo único que sale a la hora de su todavía inverosímil muerte, mejor, una vitalógica antes que una necrológica.

DOS La clave tal vez esté en el título de su libro más famoso. En eso de Los detectives salvajes caben tanto el profesional de la fría deducción como el ser que se mueve por puro instinto y fuera de los límites de lo civilizado. Así es la literatura de Bolaño. Así seguirá siendo: un torrente donde cantan las bestias más líricas y razonan los cerebros más poderosos. Y escribo esto en el amanecer del martes, hace un rato que llamaron para avisar de su muerte y abajo, en la calle, un hombre golpea y le grita “¡Háblame!” a un teléfono público que no le responde. Una inequívoca escena de un libro de Bolaño. Un último y respetuoso homenaje de la realidad a sus ficciones.

TRES Bolaño muere luchando y escribiendo. Bolaño muere en activo y en el momento justo de su gran despegue internacional, con todavía mucho para contar, para seguir contando. Días atrás, Bolaño era tapa del suplemento de Libération, Le Monde le dedicaba una página entera, Susan Sontag y el TLS saludaban con euforia su edición en inglés, y –en su última aparición pública, en un reciente congreso de nueva literatura latinoamericana en Sevilla– había quedado muy claro que toda una generación lo consideraba su totem así como el mejor ejemplo posible a seguir. Una de esas noches —días antes de ser internado– Bolaño ofreció una espontánea y magistral clase en el arte de narrar: Bolaño repitió una y otra vez un chiste malísimo –que a él le parecía formidable– con mínimas variaciones o con drásticos cambios sin por eso alterar en nada la trama de ese chiste. No exagero si afirmo que ahí y entonces se pudo aprender mucho más que en años de taller literario. El vacío que nos deja es un vacío sin remate ni gracia. Por su parte –no es chiste–, Bolaño estaba poniendo a punto su mega-opus de más de mil páginas titulada 2666 y acababa de entregar a su editor el libro de cuentos El gaucho insufrible. Allí, la Argentina aparece de muchas maneras. A Bolaño le intrigaba y le apasionaba la Argentina. “Ese país donde hasta los escritores pésimos saben escribir”, definía. Y no hace mucho tiempo, en un ciclo cultural, Bolaño había leído un texto genial y demoledor –”Derivas de la pesada”– en el que recorría toda la literatura argentina como si se tratara de una casa. Una casa tomada donde los escritores aparecían en forma de muebles, de objetos, de electrodomésticos. Borges estaba en todas partes. Y eso sí: Bolaño era muy pero muy malo a la hora de imitar el acento argentino.

CUATRO El problema, claro, es que Bolaño te llamaba por teléfono, con pésimo acento argentino, y –aseguraba él– imitando a la perfección a alguien a quien nunca había visto u oído y del que apenas conocía el nombre. Para colmo, por lo general, las personas a las que aseguraba calcar al detalle eran mujeres argentinas. Después, enseguida, vencido, asumía su acento de Bolaño en conversaciones larguísimas donde podían entrar sin dificultad los decadentes hábitos culinarios de algún César; las últimas investigaciones sobre el crimen de la Dalia Negra (lo que lo llevaba a James Ellroy); Irak; el final de El sexto sentido (Bolaño no iba al cine, consumía videos; y entonces tenía casi todo un año para atormentarte con sus delirantes hipótesis sobre el final de esa película –”Ya sé: el niño es vampiro, ¿no?”– y tantas otras); las teoríaspsicotemporales a la Philip K. Dick (que, en más de un caso, compartía); las novedades en la última edición de “Gran Hermano”; y –claro– todo aquello que a uno le preocupaba: porque Bolaño no era sólo un enorme escritor, también era un amigo inmenso.
O, si no, bajaba desde su casa en Blanes y te tocaba el timbre de golpe y sin previo aviso (una vez temblando y asegurándome que acababa de matar a un skinhead en una pelea en el metro... ¡¡¡y yo le creí!!!) y de ahí a un bar a conversar –sin acento argentino– sobre tantas otras cosas. La última vez teorizó acerca de que el próximo gran salto evolutivo del hombre sería artificial y no natural: los hombres se autoconvertirían en máquinas para así poder alcanzar las tan lejanas estrellas y “no depender de esta porquería de cuerpo que nos tocó”, gruñó. En realidad, claro, Bolaño hablaba de su enfermedad; y ése fue uno de esos momentos. Le dije que sonaba como el replicante Roy Batty de Blade Runner. Bolaño sonrió y dijo: “¿Verdad que me ha salido bonito?” y se fue a pasear un rato por ahí.

CINCO En Tres –su último libro de poesía– Bolaño se despide con un largo texto titulado “Un paseo por la literatura”. Allí, Bolaño sueña que “era un viejo detective latinoamericano y que una Fundación misteriosa me encargaba encontrar las actas de defunción de los Sudacas Voladores”. Allí, Bolaño se presenta como un investigador de libros en llamas, un visitador de países enfrascados en batallas floridas, un medium de escritores extraviados pero unidos para siempre por los estantes de su biblioteca. “Soñé que era un detective viejo y enfermo y que buscaba gente perdida hace tiempo. A veces me miraba casualmente en un espejo y reconocía a Roberto Bolaño”, dijo allí.
Ahora, Bolaño –sudaca volador que nació en Chile en 1953 pero murió en el universo en el 2003– es parte de ese paseo. Y nos corresponde salir a buscarlo y reconocerlo. No será un caso difícil: Bolaño –como Borges– estará en todas partes, en todos esos libros que escribió y en todos esos libros que no llegó a escribir pero, aun así, siempre al frente y en el frente, peleando y peleándose.
En sus últimos tiempos, Bolaño jugueteaba con la idea de armar una antología de nueva literatura latinoamericana. Primero pensó en llamarla Continente pero, enseguida, le divirtió el título de Invasión y formar a sus elegidos como si se tratara de una unidad de combate: “Unos pocos y muy calificados comandos/ninja, algunos cuantos marines, y el resto... ¡a la Cruz Roja!”, se reía a carcajadas.
Descansa en paz, Roberto.
Tus libros seguirán dando guerra. Siempre.

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