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Contratapa|Martes, 5 de agosto de 2003

Autoapocalipsis ahora

Por Rodrigo Fresán
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UNO “Pocos hombres pueden ser felices si no odian a algún otro hombre, nación o credo”, dijo Bertrand Russell. Y tenía razón. Y lo que diferencia al humano de los animales es que –paradoja— los humanos no son humanistas y, más allá de todo aquello de ser la “Corona de la Creación”, nos la pasamos todo el tiempo buscando ser destronados, abdicados, depuestos, guillotinados. Sí, el hombre es el único animal que ha evolucionado lo suficiente como para alcanzar el poder de destruir el mundo que lo cobija y lo contiene. Autoapocalipsis ahora, cualquier día de estos. Felicitaciones a todos.

DOS La visión resignada de tres films autoapocalípticos en un mismo día puede parecer compulsiva pero, bueno, es lo que hay. Las dos primeras en el cine (por el aire acondicionado) y la última en un trasnoche de televisión (porque el calor no te deja dormir) y ayer el mercurio de los termómetros subió hasta los 50 grados en Sevilla. Las dos primeras películas son nuevas, pero envejecen en el acto. Terminator 3 –de Arnold Schwarzenegger, el director es lo de menos— no es más que una nueva y poco ocurrente variación sobre el original; mientras que 28 Days After... –de Danny “Trainspotting” Boyle– no hace otra cosa que calcar con más o menos gracia aquellas The Night of the Living Dead de George Romero, Invasion of the Body-Snatchers de Don Siegel y robar elementos del clásico I Legend de Richard Matheson. La primera es norteamericana y cara, la segunda es inglesa y barata. Una y otro cuentan lo mismo: las consecuencias de dos cataclismos artificiales creados y criados por el hombre dentro de ambientes supuestamente controlados. Hasta que un día -como animales– se escapan. Y es ahí cuando empiezan los problemas para que todo pueda acabarse.

TRES Ya se dijo: ni Terminator 3 ni 28 Days After... son gran cosa. Lo que no impide que sean interesantes, reveladoras, didácticas. En Terminator 3 el fin de todas las cosas llega cortesía de un mega-virus informático que se apodera de una super-computadora Made in USA de nombre Skynet y toma el control –y descontrola– a todas las máquinas de guerra diseminadas por este planeta cada vez más imperial. En 28 Days After... lo que se desboca es un virus biológico, conocido como Rage, que salta del mono de laboratorio al hombre de ciudad y que no demora más que veinte segundos en convertir a un atildado londinense en un furioso zombie-vampiro que muerde todo lo que se le pone a tiro y al dente. Lo curioso –lo “divertido”– es que en estas dos ficciones se comunica al gran público de esas otras películas –Golfo 2, Bagdad Blues, lo que prefieran– una transparente verdad: las armas de destrucción masiva y las armas bacteriológicas en realidad están en manos de aquellos que dicen buscarlas para destruirlas y así velar por la seguridad de todos nosotros quienes –fuera de juego, pero tan cerca de todo esto– vamos al cine y masticamos pochoclo y celebramos que el hombre haya evolucionado lo suficiente como para generar la tecnología necesaria para desarrollar este frío artificial que se te mete en los huesos mientras todos esos efectos artificiales te van congelando el cerebro y te obligan a pensar, otra vez, que ciertas cosas, ciertas fallas en el sistema, ciertos divinos errores humanos, solo suceden en las películas.

CUATRO La tercera película –ahora son las 2 de la mañana y los 35 grados de la noche– es la mejor de todas y es un clásico: Dr. Strangelove –filmada en 1963, en el corazón caliente de la Guerra Fría– por el cada vez más genial Stanley Kubrick, porque la genialidad continúa creciendo más allá de la muerte fertilizada por la mediocridad de los vivos. Yasaben, ya la vieron: un puñado de delirantes –entre los que se cuenta el presidente de U.S.A.– encerrados en un bunker mientras un piloto/cowboy texano desciende desde los cielos sobre Moscú montando una bomba atómica y revoleando su sombrero feliz de ser el jinete estrella del último rodeo. Dr. Strangelove es una sátira y –como toda buena sátira– su gracia es cada vez más seria y atendible. Dr. Strangelove nos habla de los peligros de ser gobernados por ineptos o por alucinados o por mesías de cartón y -con un inolvidable final donde Vera Lynn canta aquello de “Volveremos a vernos, quién sabe dónde, quién sabe cuándo”– nos refriega en la cara el hecho de que muy atrás han quedado los tiempos en que cada hombre era dueño de su propio destino. Y que si la evolución es esto, bueno, tal vez evolucionar no sea algo tan bueno después de todo. Y que ya viene siendo hora de que aparezca ese monolito negro de esa otra película de Kubrick y ponga a nuestras cosas y a nosotros en el lugar que nos corresponde.

CINCO Días atrás, Arnold S. visitó Bagdad para divertir a las tropas americanas y británicas; promocionar su nueva y posiblemente última película –ahora, parece, se dedicará a la política para convertirse en un más que digno personaje de Dr. Strangelove–; y decirles, inspirador y emocionado, que “Ustedes son los verdaderos terminators”. Los soldados aplaudieron y la verdad que no entendí: ¿les gustaba ser considerados como máquinas de matar que sólo obedecen órdenes?, ¿les divertía la idea de ser robots listos para convertirse en chatarra?, y –perdón, tal vez me perdí algo– pero ¿los terminators no son los malos que sólo mutan a buenos al ser capturados por la resistencia y reprogramados? En cualquier caso, a nadie parecía preocuparle el asunto: allí también hacía calor y mejor pasar el tiempo viendo una mala película que ser bien visto por la mira de un francotirador. Mientras tanto, los animales nos miran cada vez más raro. No miento. Vayan a un zoológico: los bichos nos miran divertidos, con cierto peludo e intrigado sarcasmo.
La semana pasada leí unas declaraciones del escritor Kurt Vonnegut: “No me llame humanista. He descubierto que un humanista es una persona que tiene un gran interés por los seres humanos. Mi perro es un humanista”, digo el autor de esa gran novela apocalíptica titulada Galápagos. Allí, Vonnegut propone un apocalipsis utópico, una entropía constructiva, un final feliz para este triste principio. En Galápagos el ser humano “evoluciona” porque el tamaño de su cerebro se reduce, su capacidad intelectual disminuye notablemente, y así –dentro de un millón de años— todos terminamos felices, parecidos a focas, más cerca del muppet que del cyborg, vivitos y coleando y pensando en cualquier cosa menos en ideas para la próxima película autoapocalíptica.
Y entonces, por fin, el hombre es tan humanista como los perros. Y por fin, entonces, el hombre es el mejor amigo del hombre.
La cuestión es aguantar y durar hasta que eso suceda.

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