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Contratapa|Domingo, 23 de febrero de 2014

Accidentes aéreos

Por Adrián Paenza
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Este es un buen momento para escribir sobre accidentes aéreos. Es decir, debería corregir lo que acabo de escribir: “nunca” es bueno escribir sobre accidentes de ningún tipo, pero me quiero explicar. En el momento en que se produce alguna tragedia, inmediatamente corremos detrás de las historias que tienen para contar los familiares de las víctimas, los ingenieros que trabajan en el cuidado de aviones como el que tuvo el percance, signos que debieron haberse tenido en cuenta, las “cajas negras”, psicólogos que dan su aporte sobre posibles ángulos para imaginar lo que se vivió en la cabina en los instantes finales, los títulos de “catástrofe” o “desastre aéreo” que adornan por varios días la vida cotidiana de todos los que sobrevivimos la superabundancia de información totalmente irrelevante, que involucra también a gente que se dedica a “leer las manos” o el futuro y que anticipó que esto “podía pasar... y al final como yo dije... pasó”. La idea –de ellos– es tratar de buscar (¿encontrar?) patrones. “Algo” que debió haber sido descubierto o detectado y que, como no lo fue, eso fue lo que terminó desencadenando el accidente que se produjo. Ni hablar de episodios de superstición que se contraponen con hechos científicos. Hay todavía mucha gente que trata de encontrar entre los datos que tiene disponibles, razones que prueben que el episodio estaba “predeterminado” o “tenía que pasar”. Datos como “fatiga” del material que componía el fuselaje o las alas, “horas” de vuelo que no fueron respetadas, pilotos y/o comandantes que no debieron estar volando... en fin, siéntase libre a esta altura de completar lo que me falta acá con sus experiencias personales: no hay manera de no haber atravesado por varias de ellas en la vida. Pero, antes de avanzar, quiero hacer una observación que quizá sea obvia, pero necesito escribirlo para sentirme tranquilo: espero que quede claro una vez que termine de leer este texto que está totalmente alejado de mi intención usar el mínimo sarcasmo para referirme al “accidente propiamente dicho”, con sus víctimas y familiares relacionados. No pasa por ahí mi objetivo, ni de cerca. De lo que sí me quiero ocupar es del tema estadístico, y por eso quería aprovechar estos tiempos en donde no hay (ni ha habido recientemente) ningún accidente que involucre uno de los grandes aviones. La Argentina tiene –lamentablemente– múltiples ejemplos de vuelos que terminaron en accidentes que se pudieron evitar. No me quiero referir a ellos ya que el material escrito es suficientemente abundante. No. Quiero hablar de “otro tipo” de accidentes, los accidentes que son exactamente eso, “accidentes”. Acá es donde entra en escena Arnold Barnett. Barnett es profesor de estadística en el MIT Sloan School of Management. Su especialidad –tal como lo indica él mismo en su curriculum– es en matemática aplicada focalizada en problemas de salud y seguridad. En algún momento sus trabajos fueron utilizados por Gerald Ford (cuando era presidente de los Estados Unidos) en particular en el análisis de quienes perdieron la vida durante la guerra de Vietnam. De hecho, Barnett fue un gran opositor a la guerra y sus trabajos científicos apuntaron siempre en esa dirección. Hoy en día es considerado uno de los mayores expertos mundiales en seguridad aérea. Ahora bien: ¿por qué hablar de Barnett? Es que cada vez que se produce algún accidente aéreo de proporciones (que involucre a alguno de los aviones que más vuelan internacionalmente como los que fabrican la Boeing, Airbus, McDonnell Douglas, aunque esta última se fusionó ahora con la Boeing, Sukhoi, Tupolev, etc.), es muy grande la tentación de hacer un análisis de las características que describí más arriba. En particular, y esto es de lo que quiero hablar, es el que compara a los accidentes que se producen cuando los mismos aviones son manejados por pilotos que no pertenecen al Primer Mundo. Es decir, el análisis que hizo Barnett tenía dos objetivos:

a) Mostrar que los accidentes que se producen en la navegación aérea son “al azar”, aleatorios, y que la probabilidad de que sucedan es muy (pero realmente, muy muy) baja...

b) Por otro lado, sirvió para mostrarles a aquellos que tenían como objetivo deducir que las compañías aéreas que no pertenecen al Primer Mundo son más proclives a tener accidentes... bien, que esa suposición es falsa. Más aún, con un cuadro que figura más abajo, luego de una década de análisis, si alguien cree que vuela más seguro porque lo hace en compañías aéreas en donde la bandera pintada en la cola corresponde a un país del Primer Mundo, comete un error de apreciación. No quiero decir que sea más seguro volar “en éstas” que “en aquéllas”, sino que no hay lugar adonde correr porque no hay ningún lugar ciento por ciento seguro. Y en todo caso, si se pretende comparar unas con otras, los datos son contundentes. Sígame por acá. La idea es que en el mundo hay –aproximadamente– 25.000 vuelos diarios. Los números son ciertamente una estimación y de ninguna manera pretenden ajustarse a un “conteo” exhaustivo. Pero es un parámetro universalmente aceptado. De hecho, la idea es que en el mundo hay siete mil millones de pasajeros por año (algo equivalente a toda la población mundial). Estos números son consistentes con el siguiente cálculo. Si asumimos que en promedio cada uno de estos aviones puede llevar 140 pasajeros y el promedio que ofrecen las compañías aéreas es de un 72 por ciento de asientos ocupados, eso indica 101 pasajeros a los que hay que agregar también 5 integrantes de la tripulación (en promedio). Eso da un total de 106 personas por avión. Si se supone también que –en promedio– el 30 por ciento de los aviones en el mundo están en vuelo en cada momento del día, esto significa que:

25.000 x 0,3 x 106 = 795.000

Por otro lado, si dividimos esos 7 mil millones de pasajeros por los 365 días del año y por 24 (que son las horas del día), se tiene:

7.000.000.000/365 = 19.178.082, y luego, a este resultado lo dividimos por 24, se obtiene 19.178.082/24 = 799.087.

Por lo tanto, los números parecen ser consistentes. ¿Por qué hice estos cálculos? Porque el número de vuelos diarios que hay y la cantidad de aviones que están en el aire en cada momento del día hace que el número de accidentes experimentados sea casi “inexistente”. Barnett ofrece en su trabajo un análisis que muestra que el riesgo que se corría en el siglo pasado, en la década del ’60 (hace 50 años) era de 1 en 700.000. Treinta años después, en la década que terminó con el siglo XX, ese número disminuyó ¡14 veces! Y ahora pasó a ser de 1 en 10 millones. En una parte de sus conclusiones, Barnett asegura que los accidentes aéreos son totalmente aleatorios con una probabilidad de suceder verdaderamente pequeñísima. El dato que escribe es el siguiente: una persona que tomara un vuelo diario sufriría un accidente aéreo que le costaría la vida una vez cada... ¡4100 (cuatro mil cien) años! Pongámoslo de esta manera: la seguridad que ofrecen los aviones hoy en día es increíblemente superior en términos estadísticos a “casi” cualquier actividad de nuestra vida cotidiana que involucre un medio de transporte. Es decir: si el precio fuera accesible, uno no debería tener ninguna duda, viajar en avión es la mejor alternativa en términos de tranquilidad y potenciales riesgos de accidente. No hace falta mirar mucho alrededor para comprender que esta última frase es cierta desde hace mucho tiempo. Lo que sucede –creo– es que el horror que despierta en nosotros el “tiempo” que media entre que el accidente está a punto de suceder hasta que “termina sucediendo” (la caída, la explosión, el impacto con el agua/tierra) es comparativamente mucho más brutal que un choque con un auto o el descarrilamiento de un tren. Entiéndame bien: una muerte es una muerte independientemente de cuál sea el factor que la desencadena. Estoy solamente tratando de interpretar por qué nos produce una sensación de horror distinta la caída de un avión que otro tipo de accidente. En todo caso, mi mensaje es el siguiente: si puede, tome un avión. Es decididamente la forma más segura de viajar. Para terminar, lo prometido: la tabla que compara los porcentajes de muertos por accidentes en compañías aéreas del “primer mundo” vs. compañías aéreas del “mundo en desarrollo”. Eso sí, una advertencia importante que hace el autor: la comparación está hecha en rutas internacionales en donde compiten. Es decir, una compañía aérea en Egipto o en Uruguay o Argentina solamente aparece en las comparaciones con las rutas que hacía –por ejemplo– a Europa, Estados Unidos, Japón o Australia, pero no en vuelos de cabotaje o domésticos que unen, digamos, Egipto con Marruecos o Libia, o las que unen Uruguay con Brasil y Bolivia o Argentina con Colombia o Perú. Sin embargo, sí están incluidos todos los vuelos que se hace de cualquier país latinoamericano a Europa o Estados Unidos, independientemente del número de conexiones intermedias en la medida que no haya cambio de avión.

Vuelos Muertes
Compañías del Primer Mundo 38% 45%
Compañías del mundo “en desarrollo” 62% 55%

¿Cómo interpretar esta tabla? Durante la década que utilizó Barnett para hacer su investigación, las compañías aéreas del mundo en desarrollo realizaron el 62 por ciento de los vuelos. Si fueran tan “seguras” como las del Primer Mundo, deberían haber generado el 62 por ciento de las muertes de sus pasajeros o incluso más, si es que fueran más proclives a generar desastres. Sin embargo, ocasionaron el 55 por ciento de las muertes lo que indica –al menos– que no les fue peor que a sus competidores más desarrollados. Por lo tanto, si alguien pensó que era preferible usar las “otras”, decídalo por otras causas, pero no por los accidentes producidos.

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