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Contratapa|Viernes, 21 de marzo de 2014

Paga el gordo

Por Juan Forn
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La primera vez que Roscoe Arbuckle subió a un escenario descubrió que era el hogar de los que no tienen ninguno. También descubrió la cantidad de risas distintas que hay en el mundo: “No lo sabes hasta que las oyes todas a la vez. Y te pagan por ellas”. Su rol escénico consistía en recibir golpes o cantar un poco y luego recibir golpes Nada nuevo en su vida, salvo la paga y los aplausos. Roscoe tenía nueve años cuando se fugó de su casa para no padecer más las palizas del padre, que lo acusaba de haberle roto la vagina a la madre en el parto. Los siete kilos que pesaba cuando nació la habían dejado tan dañada que no quiso saber más nada de sexo y el padre se desquitaba a palos con él mientras los otros cinco hermanos se reían salvajemente. Veinte años después, cuando probó por primera vez la heroína a la que se hizo adicto de por vida, dijo que fue porque, en brazos de ella, “el recuerdo de los puñetazos de mi padre se volvía almohadones”. El camino a la heroína se lo señaló sin querer un escritor borracho, cuando Roscoe recaló con su número vivo en el Portola Café, de San Francisco, en los tiempos en que los mineros pagaban sus tragos con bolsitas de oro. El escritor borracho, que se llamaba Jack London, le dijo: “Estás en el lugar equivocado, chico”, y le señaló la lavandería china que había enfrente, en cuyos fondos rodaba Mack Sennett sus primeras películas de la Keystone.

La Keystone era el lugar perfecto para el arte de recibir golpes que había aprendido Roscoe, rebautizado Fatty Arbuckle en el camino del vodevil. “Acá gastamos más en vendas que en maquillaje. ¿Sabes caer de un techo, puedes bailar mientras te rocían con una manguera de bombero?”, le dijo Sennett cuando lo recibió. Por toda respuesta, Fatty simuló recibir un trompazo, dio una pirueta para atrás y cayó parado “como una maldita porrista”, a pesar de sus ciento diez kilos de peso. Así lo contaba Sennett años después. Como se sabe, Sennett inventó la comedia muda. Todos empezaron con él (Chaplin y Buster Keaton, entre otros) y todos se libraron de él en cuanto pudieron porque a Sennett no le gustaban nada los actores, no confiaba en ellos, no quería actuación sino espontaneidad en sus películas, no quería ni que se ensayara antes de rodar: “Mi idea del cine es armar un pandemónium y filmarlo, y cargar otro rollo y armar otro pandemónium” (en cuanto a la heroína, la habilitaban los chinos de la lavandería, cuando los actores quedaban molidos por los golpes que se daban filmando). Tenía un lema para dirigir y explotar a sus dirigidos, “Hacer comedia no consiste en ser gracioso sino en parecer desesperado”. Chaplin, Keaton y Fatty entendieron el concepto mejor que él; hicieron de eso el centro de su actuación, por debajo de la espasmódica vorágine de movimiento que se les exigía, y eso fue lo que amó el público: los personajes. Sennett no terminó de darse cuenta de que las películas se vendían por sus actores cuando los estudios de Los Angeles ya le habían robado todas sus estrellas.

Cuando Chaplin y Keaton llegaron a Hollywood, ya habían aprendido bien a simular los golpes, pero Fatty seguía creyendo que era más verosímil si los recibía plenamente (“La grasa es un buen acolchado cuando te pegan”). A diferencia de Chaplin, que supo esperar hasta ser su propio patrón, creando la United Artists junto a Mary Pickford, Douglas Fairbanks y D. W. Griffith en 1919, Fatty se entregó a la Paramount por un millón de dólares al año. Escribía, dirigía e interpretaba sus propias películas, pero trabajaba quince horas al día, siete días a la semana, para poder cumplir su contrato. Por “consejo” de los estudios, que emitían gacetillas diarias de sus estrellas, compró una mansión tan grande que hasta los armarios tenían armarios, pero dormía en el Rolls Royce gigante que también le habían hecho comprar, porque no tenía sentido cruzar toda la ciudad para tumbarse dos horas.

Entonces América descubrió de golpe el pecado en sus entrañas y se horrorizó. Todo empezó con la famosa final de la World Series arreglada y la imposición de la Ley Seca. La nueva consigna era el recato, la moderación, pero Hollywood contestó con el casamiento de Chaplin con una menor y el divorcio de Mary Pickford para casarse con Douglas Fairbanks el mismo día (“¡La novia de América es una cualquiera!”) y el escándalo por el arresto del doctor Spaulding, que nutría de drogas y alcohol clandestino a la comunidad. De la noche a la mañana, la fábrica de sueños era según la prensa un lupanar, un nido de judíos, la ciudad del pecado. Gran parte de la campaña era obra de William Randolph Hearst a través de sus diarios (Hearst quería que Hollywood se mudara a San Francisco y hacerlo parte de su imperio). Los estudios de cine inventaron de apuro el Código Hays y se aprestaban a poner en marcha una cruzada moral, con todas sus estrellas presentes, cuando Fatty cayó famosamente preso y se convirtió en el perfecto chivo expiatorio para aquella cruzada moral.

Una starlet había muerto desangrada en una fiesta que se había armado en la habitación de hotel de Fatty y él había sido arrestado por asesinato, cargo al que se le sumaba el de violación y el de contrabando de bebida. Era bien sabido en Hollywood que Fatty era impotente, que lo suyo era la heroína, que daba fiestas porque ése era el “consejo” de los estudios, pero que en esas fiestas se dormía enseguida o directamente se escondía en su Rolls. Sin embargo, los diarios que hasta el día anterior adoraban al gordo bueno de América pasaron a llamarlo “la bola de sebo con colmillos”, “el zeppelin obsesionado por el sexo”, “la ballena asesina”. Después de dos juicios en que el jurado se declaró incapacitado de dar un veredicto (los testigos se desdecían, la peritonitis de la difunta se debía no a una violación sino a un aborto que se había hecho tres días antes), en el tercer juicio lo declararon no sólo inocente, sino que emitieron un fallo sin precedentes en la Justicia californiana: “La absolución no es suficiente para el señor Arbuckle. Sentimos que se ha cometido una enorme injusticia con él”. Para entonces, los estudios lo habían despedido por incumplimiento de contrato, sus películas se habían prohibido (“Su cara ensucia la pantalla”), su casa había sido saqueada y las ventanas apedreadas y hasta la Sociedad de Naciones, debatiendo la trata de blancas, lo condenó desde Ginebra.

Fatty Arbuckle murió el mismo día en que se derogó la Ley Seca, en 1933. Para entonces ya era ciudadano honorario del lugar adonde iban a parar los malos chistes, como le gustaba decir en los monólogos de medianoche que hacía en un bar de Culver City. Los nuevos famosos de Hollywood solían coronar sus noches de parranda trasladándose hasta aquel bar en medio de la nada para verlo cantar, bailar y contar la historia de los golpes que había recibido. Aullaban de risa, como los mineros de antes, pero no pagaban con bolsitas de oro. Los tragos eran gratis para ellos. Como bien se sabía, los famosos de Hollywood no pagaban por nada: ya había pagado Fatty por todos ellos.

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