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Contratapa|Lunes, 12 de mayo de 2014
Arte de ultimar

Yo no fui

Por Juan Sasturain
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Pido disculpas de antemano. Acaso a algunos la cuestión les parezca irrelevante o presuntuoso mi planteo, pero me veo en la necesidad de aclarar cómo fueron exactamente las cosas, ya que ha pasado un tiempo prudencial –una expresión que usaba mi viejo, gran postergador– y supongo que ya puedo hablar sin morbo ni excesiva irreverencia de lo que (me) sucedió dos años atrás. Porque hay algunos que, cuando lo he contado, han supuesto quien sabe qué. Y no es así. Ya verán.

Era una tarde lindísima de otoño y estaba en casa con sol en la ventana y el mate amargo y a mano. Recostado en la cama, con mi mujer al lado escribiendo en la portátil, haraganeaba, miraba no recuerdo qué en la tele –seguro que algún resumen con fondo verde– cuando sonó el teléfono en la mesita de luz inmediata.

Era Javier Martínez. Un amigo, Javier: cordial, buena gente y eficaz en su capacidad de organizar lo que sea sin generar tensiones. Supuse que la llamada tenía que ver con el Premio Letrasur, un concurso internacional de novela creado y bancado por el Grupo Jornada de la provincia de Chubut y la editorial El Ateneo, del que tenía la suerte de ser jurado desde su primera edición. Buen laburo en todo sentido. Y Javier coordinaba.

Cada año, hacia mediados de la primavera, nos juntábamos una mañana en una paquetísima casona de Palermo Chico y, entre medialunas y café, elegíamos una entre las diez novelas finalistas que el dotado y esforzado Marcos Mayer había seleccionado –según su buen saber y entender–, tras bajarse los varios centenares que llegaban para cada edición.

Desde el principio me tocó compartir responsabilidades con Claudia Piñeiro y Martín Kohan. La mejor compañía, una garantía. Supongo que entre los tres –narradores, en cierto modo de distinto palo– dábamos hacia afuera y hacia adentro una imagen de equilibrada heterogeneidad que en principio no espantaría a los eventuales participantes.

Tras las tres primeras ediciones, comenzó la necesaria rotación de los jurados, cuando Claudia le dejó el lugar a la no menos finísima, idónea y elegante Vlady Kociancich, y ahí con Martín nos miramos: todo era cuestión de tiempo; nada –sobre todo lo bueno– es para siempre.

En ese contexto recibí el llamado de Javier esa tarde de otoño, hace dos años, y no me sorprendió demasiado cuando, tras prolijos prolegómenos, me explicó que hacía unos días –no recuerdo cuántos, pero muy pocos– la eficacísima Luz Henríquez, gerente general y responsable de El Ateneo, se había encontrado en internacionales circunstancias nada menos que con Carlos Fuentes, un peso pesado si los hay, y que, hablándole del Premio Letrasur, lo había interesado de tal modo que el escritor prócer mexicano –uno de los inequívocos boom brothers– no había dudado en prestigiarlo, aceptando incorporarse como jurado.

–Entiendo –dije con tono mundano y antes de que la explicación avanzara–. Sale Sasturain, entra Fuentes. Hay un salto de calidad, de prestigio... Me parece bárbaro.

Embriagado de hidalguía, convencido de mi propia bonhomía y buena leche, justifiqué –y creo en lo que digo, lo creo aún ahora– que fuera yo y no Martín el elegido para salir, ya que Kohan había demostrado siempre ser lo que es, además de bostero y excelente escritor: un crítico criterioso y un expositor de formas y causales a la hora de justificar veredictos de los que no hay.

En fin: la cuestión es que me porté como el caballerito que supongo, o creo hacer suponer a los otros, que soy. Javier me agradeció y yo colgué. Miré a Lili, mi mujer, y dije:

–Me cagaron.

Era, simplemente, y sin contradicción con todo lo anterior, otra manera de mirar/describir las cosas.

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No recuerdo realmente lo que conversamos en los minutos siguientes con Lili, pero supongo que habremos lamentado el habitual viaje al Sur para la ceremonia final que nos perdíamos, las charlas con Silvina Chediek –que desde el principio condujo las entregas del premio–, el placer de las sobremesas con Martín, Claudia o Vlady, Luz y la gente de Madryn tras el veredicto y, sobre todo, quedarnos sin dos cosas: el gusto de compartir la alegría con el/la ganador/ganadora, que es de lo más lindo que hay; y los mangos del trabajo de jurado, que estaban muy bien. Pero, en fin, eran las reglas.

En eso estábamos cuando diez minutos o menos más tarde –estaba en la misma posición, recostado en la cama, mirando la tele– sonó otra vez el teléfono y era de nuevo Javier.

–¿Qué pasa?

–No me vas a creer, Juan. Se murió Carlos Fuentes.

- - -

Eso es todo. El autor de aquella memorable La muerte de Artemio Cruz y tantos otros relatos disfrutables, a los 83 y a consecuencia de una hemorragia generalizada, había muerto en México hacía un rato, ese mismo martes 15 de mayo, mientras yo me acordaba raramente de él por cuestiones menores, egoístas, califíquenlas como quieran.

Pero quede claro –ahora, en diferido de dos años– que yo no fui.

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