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Contratapa|Miércoles, 2 de julio de 2014

Ornitología

Por Noé Jitrik
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Tengo la impresión de que los apetitos dialécticos del público argentino en estos momentos no se satisfacen con la no esclarecida muerte de la joven Angeles Rawson, que saboreó con ganas hace unos meses, así como tampoco con la candente cuestión del costo de la vida, que nos arranca trozos de carne palpitante a todos, y ni siquiera con las conversaciones sobre la salud de cada cual, tema apasionante si los hay; en estos días tres platos fuertes atraen esas metafóricas bocas ansiosas: las acechanzas del juez Griesa, las goleadas de que somos autores, el procesamiento de Boudou.

Sobre cada uno de ellos el público argentino tiene opinión, quizá no razón, pero qué se puede pedir cuando hay ansiedad: apresurémonos a emitir juicio, que por ahí quienes lo escuchan o lo ven o lo leen están distraídos y no hacen caso, de modo que si luego decimos lo contrario sobre el mismo asunto nadie se acuerda y nuestro dedo índice puede seguir acompañando al fusil verbal con el que apuntamos a verdades indiscutibles.

Es así, es propio, es idiosincrático, divertido a veces, enojoso otras pero, en todo caso, sujeto de elaboraciones diversas; en el caso del mencionado juez Griesa la catástrofe que nos espera si no se le hace caso, la refutación de sus argumentos, las terribles culpas del kirchnerismo, el cómo demonios vamos a salir de este atolladero, la montaña de dólares que nos exigen, la amenaza al sistema financiero mundial, y así siguiendo, a punto tal que las goleadas empiezan a ser consideradas hechos volátiles y efímeros y Boudou objeto de prematuras carnicerías.

Me detengo en el primero, pero en aspectos accesorios y sin duda menores para la gravedad del asunto. Sospecho que si pudiera registrar todo lo que se ha dicho en las últimas semanas en la Argentina y tal vez en el mundo se podría determinar que la palabra más usada ha sido “buitres”, obviamente con un tono negativo, denigratorio, no da la impresión de que a quienes se califica con ella la reivindiquen orgullosamente; que yo sepa nadie ha dicho “somos buitres y a mucha honra”.

Sin embargo, creo que hay dos maneras de verla. La primera tiene que ver con el acierto gráfico, me refiero a la pinta del mismo juez Griesa, su nariz puntiaguda, la curvatura de su espalda, su mirada feroz, a quien se presenta como análogo a ese pajarraco. Es un acierto que tiene un fundamento antropológico de primer nivel: en su extraordinario El pensamiento salvaje, Claude Lévi-Strauss presenta un cuadro de rostros humanos que parecen de animales, aunque ni los animales ni los humanos tienen la culpa de parecerse, así sucede, a veces por suerte, otras por desgracia. En el caso del juez es una cuestión de destino, parece un pajarraco y actúa como tal en defensa de otros especímenes cuyos rostros no se conocen y que por ahí tienen otras clases de caras o ninguna, vaya uno a saber quiénes son los que funcionan como buitres. Tal vez, sin ánimo de ofender, el sistema levistraussiano se puede aplicar a algunas caras que vemos en la televisión; no se podría decir, por ejemplo, que el rostro del Dr. Nelson Castro sea análogo al de un canario, pero es fuerte la tentación de compararlo con algún otro pájaro y ni qué hablar del rostro sagaz del señor Lanata, muy semejante al de la vizcacha criolla que mira de parecida manera; asemejar la cara de Cavallo a un equino o mular es una facilidad que no me puedo permitir, lo vería más bien por el lado del búho, no por su sabiduría sino por sus ojos fijos y saltones; se me hace, en cambio, ver en la cara de Luis Majul un hurón, pero, insisto, esas analogías no explican para nada sus discursos.

Tal vez las comparaciones de este tipo no ilustren acerca de lo que cada uno sostiene, incluido el juez, pero no es fácil desprenderse de una propuesta que considero sugestiva.

En cuanto a la segunda manera de considerar la palabra “buitre”, me parece que su uso es un poco injusto y abusivo; es cierto que el buitre se alimenta de carroña y también que los “fondos buitres son carroñeros”, pero el pájaro lo hace por necesidad o por falta de imaginación –no se le ocurre comer de otro modo– o por falta de lecturas –no tiene a mano el clásico “Doña Petrona”–, mientras que los “fondos” no tienen esa necesidad y, en cambio, tienen mucha imaginación; podrían perfectamente hacer mucho dinero, que es lo que les produce estremecimientos emocionales, de otros infinitos modos, no me animo a sugerirles otras vías. La metáfora, en consecuencia, tiene una base ornitologicida, seguramente surgirán asociaciones de defensa del mundo natural que la denunciarán como políticamente incorrecta y propondrán alguna variante que no se abuse de la fauna para regocijarse con las comparaciones.

Pero, por el momento, la metáfora está ahí y funciona; no sólo la emplea el principal damnificado de los dictámenes griésicos, o sea, la Argentina, con un tembloroso deseo de frenar sus vuelos amenazantes, sino también quienes desearían que los buitres devorasen las reservas en dólares tan arduamente conseguidas para tener razón y proclamar triunfalmente que quienes vieron a un buitre en la cara de Griesa huyan despavoridos y dejen la Casa Rosada en sus manos que, desde luego, serán las de los pájaros a quienes el juez comprende tan bien.

Me pregunto si se anticipó hace unos cuantos siglos a estas divagaciones ornitológicas el genial Luis de Góngora cuando escribió ese inolvidable verso: “la infame turba de nocturnas aves”. Por ahí su imaginario iba para un lado mitológico, pero sin duda recoge esa manía de atribuir signos ominosos a los pájaros; por eso se dice “ave de mal agüero”. El hecho es que tal vez esas aves no eran los buitres ni otras carniceras, pero sin duda no eran, por lo de “infame turba”, los dulces ruiseñores, que cantan al amanecer ni siquiera los gallos que anuncian el nuevo día. Los filólogos lo deben haber explicado, todo Góngora es objeto de explicación. Podían haber sido los buitres que son tan característicos de los países centrales. Aquí, nosotros tenemos especies criollas de bastante bien ganado prestigio, pero local, como los chimangos y los caranchos, también predadores y carroñeros pero más pequeños. ¿No se podrán aplicar esas palabras, también localmente, a quienes aquí hacen lo posible para desgarrar la inocente carne de la economía argentina?

La palabra “carancho” tuvo una consagración literaria en la novela de Benito Lynch Los caranchos de la Florida; avaricia, insensibilidad, despojo, codicia, todo lo que se puede atribuir a los buitres pero en una escala menor, menos volumen corporal, alas más cortas, pico menos afilado, en fin, lo propio de la naturaleza del Nuevo Mundo, tal como la consideraban los naturalistas del siglo XVII cuando empezaron a tratar de comprender lo que era este continente, que ya estaba enriqueciendo y alimentando a la vieja Europa. Recuperar su pensamiento es gratificante, las conclusiones a que puede dar lugar el culto a la comparación que, como se sabe, es el primer paso del conocimiento. Así, “naturalistas” franceses e italianos afirmaron, con incontrovertible autoridad, que todo lo de América era parecido a lo conocido pero más chico; había leones pero más flacos y pequeños, los hombres tenían pene pero chiquito, la mujeres pechos pero menos turgentes, lenguaje pero más pobre, y así siguiendo.

De modo que aquí no tenemos buitres encerrados en los bancos y las grutas financieras sino chimangos; podemos llamar caranchos a los que depredan la economía del país, no les digamos buitres, que eso, por el tamaño y la tradición, es cosa de los países desarrollados.

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