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Contratapa|Viernes, 1 de agosto de 2014

Hijo de quién

Por Juan Forn
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Una parejita llega a las islas Seychelles. Es el año 1991. Todavía no explotaron los resorts, ni el turismo cinco estrellas, ni es un paraíso fiscal. Las Seychelles, como Mozambique, eran socialistas hasta la caída de la URSS, y acaban de abrir sus fronteras para que el turismo hormiga cubra al menos en parte la ayuda soviética que recibían hasta ayer. Las Seychelles son un puñado de islas minúsculas en el Océano Indico, al norte de Madagascar y las Mauricio. Se llega en avión a la más grande, y después se cruza en bote de una a otra, cortesía o changa de algún pescador. No hay casi hoteles en las islas en 1991. El plan original de la parejita era Madagascar, pero al presentarse a embarcar en el aeropuerto de Nairobi se enteran de que la península malgache está en cuarentena por una epidemia de cólera y que la única opción para no perder el pasaje es Seychelles. El es italiano, ella argentina, llamémosla Penélope, llevan apenas tres meses juntos, se conocieron en Marruecos y se confesaron la primera noche que el lugar que más querían conocer los dos en el mundo era Madagascar: bajo ese auspicio se desarrolló el romance, y cuando supieron que no habría Madagascar para ellos, se dejaron convencer y aterrizaron en Mahé, capital de Seychelles, con la ilusión aún entera.

En Mahé no consiguieron hospedaje, así que cruzaron a Praslin, la segunda isla, pero tampoco. Entonces ella se empezó a sentir mal, porque estaba embarazada de dos meses, y le dijo al italiano que cruzara él solo a la siguiente isla y viniera a buscarla después, mientras ella descansaba un poco a la sombra del único chiringuito de la playa de Praslin. El italiano partió en un bote, el bote lo dejó en un muelle y le dijeron que en un par de horas pasaría otro a recogerlo. La isla se podía recorrer entera caminando a pesar de la vegetación, pero tampoco había hospedaje. El italiano enderezaba para el muelle cuando se desató un diluvio tropical. No aparecía ningún bote y empezaba a hacerse de noche, así que el italiano volvió a recorrer la isla, que a oscuras y bajo la lluvia parecía más inhóspita todavía, y de pronto vio luz en una casa. Le había pasado delante cuando aún era de día y no llovía, y había visto otra exactamente igual en la primera isla, y otra en la segunda, siempre iguales, siempre diferentes a todas las demás, con su noble madera oscura y esa hermosa veranda que recorría todo el perímetro de la casa. En la primera isla le habían dicho que era la residencia presidencial y que había una en cada isla.

El italiano se acerca bajo la lluvia a la casa iluminada, golpea las manos, no hay respuesta, se aventura por los escalones a la veranda y ve, sentado en un enorme sillón de cáñamo, a un viejo en guayabera, que le señala un toallón. El italiano se seca, explica cómo llegó hasta ahí mientras en el fondo de su cabeza empieza a relacionar la cara agria del viejo con la omnipresente foto del presidente vitalicio en cada uno de los establecimientos públicos de las Seychelles que recorrió a lo largo del día, desde el aeropuerto hasta aquel chiringuito en la playa de Praslin donde dejó a Penélope. El italiano ve que no hay luz eléctrica, sólo velas. Después de secarse un poco, está pasando la toalla por las pertenencias de su mochila. Cuando el viejo lo ve secar un walkman, le pregunta si sirve para grabar. El italiano dice que sí. El viejo pregunta si tiene cintas. El italiano dice que sí. El viejo le dice que ese grabador puede ser su salvoconducto y pasa a explicarle que no fue la tormenta la causa del corte de energía: es un golpe de Estado. Las fuerzas amotinadas han de estar rastreando isla por isla las residencias presidenciales en su busca. La lluvia les concederá unas horas. El va a dejar su testamento político grabado en esos casetes y ésa será la garantía de supervivencia para el italiano, dice el viejo. Y con eso da por terminado su introito y empieza a hablar en su lengua al grabador. Y así se quedan los dos sentados frente a frente, uno en silencio y el otro perdido en su monólogo, hasta que amaina la lluvia y al rato oyen motores y voces y pasos atropellados, y de golpe tienen enfrente a un grupo de soldados armados, empapados de la cabeza a los pies y con los ojos rojos de ira.

El presidente vitalicio fue fusilado al amanecer. El italiano cayó en la volteada junto con los sirvientes de la casa. De nada sirvió que ofreciera desesperado, llorando a gritos, las cintas que tenía en sus manos. Las escucharon cuando ya era tarde. Al principio tampoco supieron qué hacer con Penélope. El nuevo gobierno necesitaba validación internacional, léase occidental, y la muerte de un ciudadano italiano no iba precisamente a estimularla, así que le explicaron a Penélope que había sido un desgraciado equívoco, que su novio era para ellos un mártir de la revolución, una revolución por otra parte pacífica, una revolución capitalista, no había nada que temer: ella y su futuro hijo tendrían todo lo que necesitaran en Seychelles. Pero lamentablemente no podían dejarla ir, no se podía ventilar internacionalmente lo que había pasado.

Cuatro años más tarde, por puro azar, llega otro argentino a las islas. Vino a una convención de empresarios de turismo, ése es su rubro en Buenos Aires. También es, por inverosímil que parezca, un viejo compañero del secundario de Penélope, su primer noviecito de la adolescencia. Caminando por la playa, al atardecer de su última jornada en la isla, el único momento libre en tres días, se topa con ella. Hace más de quince años que no se ven. Ella no lo puede creer, se pone a llorar y no para, le cuenta entre sollozos todo lo que he contado, lo lleva a ver a su hijito, le explica que están presos, que no les falta nada, pero que están cautivos en esa isla, sin documentos, sin derecho a salir. El le asegura que va a encargarse de todo y, asombrosamente hasta para él mismo, lo logra: la gente del congreso lo pone en contacto con las autoridades pertinentes y éstas le informan que Penélope puede partir con él cuando quiera. Las nuevas Seychelles son puro futuro, el gobierno es el primer interesado en dejar atrás los difusas horas iniciales de su mandato. Lo único que le piden es que, antes de irse, se case con Penny y acepte darle paternidad y apellido al hijo. No hay mucho tiempo para pensarlo. El único vuelo semanal, el que se lleva a la gente de la convención, sale a la mañana siguiente. El acepta sin pensarlo dos veces y corre a avisarle a Penélope. Ella llora de felicidad y empieza a hacer su equipaje. Los casan en el mismo aeropuerto, antes de subir al avión. Finalizado el trámite, le dan los documentos de Penélope y del hijo, con el apellido de él. Recién entonces él cae en la cuenta de que nadie ha dicho una palabra del italiano. De la manera más sutil que puede, le pregunta al funcionario que ha sido el portavoz del gobierno en toda la negociación. De qué italiano me habla, dice el funcionario. El le explica de qué italiano le habla. El funcionario lo mira perplejo y, después de una larga pausa, le informa que no había ningún italiano: según los registros oficiales, Penélope llegó sola a las Seychelles.

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