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Contratapa|Domingo, 24 de agosto de 2014

Hiromi en Buenos Aires

Por José Pablo Feinmann
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El reciente, aún palpitante para todos los que ahí estuvieron, 18 de agosto a partir de las 21.15, el Teatro Coliseo explotó. Ella, joven, chiquita, delgada y hasta muy delgada, la pianista japonesa Hiromi Uehara entró en el escenario caminando serenamente. La ovación pareció destinada a no terminar nunca. Hiromi se habrá asombrado. El concierto había sido apenas anunciado, casi toda la prensa lo ignoró antes y después. Pero no el público. Pocas veces vi a ese teatro tan colmado, tan estridente y entusiasta. Ella esperó, saludó. Y también lo hicieron los dos hombres de su trío, conocidos del público porque son dos geniales jazzmen: el bajista Anthony Jackson y el baterista Simon Phillips.

Mientras se esperaba a Hiromi pudimos observar la batería de Phillips. Es una obra de arte. En esta época en que alguien pega un chicle en una mala copia de la Gioconda y la presenta como creación de su poderoso talento, del que, además, está convencido, esa batería se veía como una obra escultórica de metal, luz y color o una de las instalaciones de Cornelia Parker. Hiromi leyó un texto en castellano e hizo, de ese modo, su presentación. Luego se sentó al piano y empezó con unos acordes en los bajos, espesos, que crearon el clima de algo que suele llamarse jazz fusion. En una pianista con una formación clásica como Hiromi, con una digitación prodigiosa, con una extensión de dedos que no lo es menos, no incluir la influencia poderosa de la classic music en lo que hace es irreverente. Si por fusion se entiende hoy sobre todo el entrevero entre el jazz y el rock, Hiromi va más allá.

Su formación le permitió tocar el Nº 3 de Bartok cuando era muy jovencita. Tiene influencias claras de Satie y Debussy en la hermosa canción de su autoría “Place to be”.

Más allá o más acá de esto, Hiromi es una show girl genial. Mete el fervor en el corazón del público. El público del Coliseo la amó. Al entrar, uno escuchaba: “Dicen que es un genio”. Al final se oían gritos de amor. “Volvé”. “Llevame con vos”. “Te amo”. “Casate mañana mismo conmigo”. Ella, frente al piano, utiliza todos los recursos más los que ha creado: le pega con el antebrazo, le da puñetazos, salta mientras extrae acordes que habrían sacudido a Rachmaninoff por la cantidad de notas, hasta puede usar su zapatilla para sacar un sonido insólito, se vale de un teclado eléctrico adjunto al piano y si empieza una sucesión de puñetazos de los bajos a los agudos uno apuesta que se cae sobre la platea.

En 2010 publiqué en esta contratapa una nota sobre ella: “Hiromi”. Fue su presentación al público de Argentina. Según me han dicho, los empresarios, a raíz de esa nota, la contrataron. Entre el público algunos me abrazaban y decían gracias por traerla. Exagerado, sin duda, pero hermoso para mí. Eso me hizo poseedor de una ubicación preferencial en el teatro, desde la que pudiera ver el teclado con cercanía y claridad. La ovación final fue de las más poderosas que escuché en mi vida. Todos jóvenes, todos vitales y trastornados, ya no sabían cómo expresar su amor por esa gran artista. Es que, muchachos, hay que decirlo. Está la música clásica, está el post-bop, el rock progresivo y todo puede unirse en la música-fusión. Pero nada asegura nada. En lo esencial hay dos clases de música. La M-M y la B-M. Lo que en castellano claro y limpio significa: la Mala Música y la Buena Música. La M-M tiene un subgénero llamado también M-M, es decir: música de mierda.

Acaso el momento más emotivo del concierto fue cuando todas las luces se apagaron y tres cenitales entregaron su luz al piano de Hiromi. De entre las brumas, ella apareció. Demoró en concentrarse. Todo el teatro, en silencio, la esperó. Ni un silbido, nada que rompiera el clima. Hiromi tocó entonces una de sus obras. Una perfecta belleza a la que tituló “Place to be”. Empieza con unos acordes inspirados en las gymnopedies de Erik Satie. Sigue con una melodía que es –sin duda alguna– música fusión entre Oriente y Occidente. Luego hay un desarrollo más jazzístico, aunque sin dejar el espíritu (calmo, meditativo) del tema central al que vuelve para terminar entre arpegios mágicos, que evocan a Debussy. Esta canción demora más de seis minutos. Ninguno de los centenares de espectadores abandonó su concentración total en esa música bellísima. Silencio, al fin el silencio es conquistado –como parte de la música o que la hace posible– entre un público que viene del rock y del jazz fusión. Era algo nuevo. Es la –digamos– pedagogía de Hiromi. “Escúchenme. Pero esto exige de ustedes todo el silencio que puedan concederme. Esta música no es para saltar, gritar, o encender bengalas trágicas. Esta música reclama de Uds. concentración absoluta.” Y el público entendió. Y la ovacióno más que nunca. Todos sabían que el arte había ganado una batalla y ellos eran los protagonistas.

Me invitaron al camarín. Ahí encontré al baterista Simon Phillips. Luego de una charla profunda me permití una choluleada: “¿Cómo es Hiromi en privado?”. “Sweet and shy”, dijo. O sea, dulce y tímida. Algo sabía sobre su timidez. Pero fue recién cuando entré en el camarín y estaba solita, seria, agotada y sin peinar, con una mirada atenta y levemente temerosa que le adiviné. (¿”Falta mucho? ¡Cuántos son Uds. los argentinos!”) Parecía un gatito mojado. Le extendí mi mano. ¡Nada de besitos porteños! Y la estrechó. Me emocionó tener en mi mano los dedos maravillosos de Hiromi Uehara. Después le dije algo desmesurado: que entre el jazz y la música clásica estaba realizando una tarea tan titánica como la de

George Gershwin en la década del ’20. Sonrió mesuradamente. Después le dije: “Sos la Martha Argerich del jazz”. ¿What?, dijo. Comprendí mi error: no-sotros decimos MarTha ArGerich. Somos porteños. Aunque alcancemos a arañar el inglés los nombres nos salen en nuestro propio lenguaje, casi siempre ocurre. Me di cuenta y le dije: “Sos la Mardha Arguerij del jazz”. Ahí se largó a reír muy feliz. Pese al agotamiento, pese a las ganas de irse a su casa, ahí fue feliz. Estreché de nuevo su mano y me fui. Quedó sola en el camarín. Antes, alguien junto a mí le dijo algo hermoso: “Todos se asombran del fuego que atesorás en un cuerpo tan frágil. Pero tu fuego viene de tus dedos y de tu corazón”.

Nadie podría decir que Hiromi no advirtió que vivía un acontecimiento único en su vida. Porque, en una de sus salidas, volvió con una camarita de fotos. Y empezó a fotografiar a todos los ardorosos pobladores de la sala. Hizo bien. Era un espectáculo que impresionaba. ¡Ni ella lo creía! Tuvo que fotografiarlo, y ahora lo estará mostrando en Nueva York o en París (no cesa de viajar, cuando se despierta cada mañana se pregunta: “¿Dónde estoy?”) y diciendo: “Esta gente es increíble. Son muchos. Son ruidosos. Desbocados. Nunca pensé que tan lejos, al otro lado del mundo, no sólo seguía el mundo sino que estaba Argentina, con jóvenes que aman la buena música... y te lo hacen saber y cómo”.

Los medios de prensa omitieron comentar el concierto. Pero el público le ofreció a Hiromi amor, delirio, calificativos gigantescos y propuestas matrimoniales.

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