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Contratapa|Domingo, 7 de septiembre de 2014

Sobre la historieta

Por José Pablo Feinmann
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La excusa: el 4 de septiembre se festejó el Día de la Historieta Nacional. El motivo: ahondar, girar en torno de ese fenómeno y seguir tironeando de él para que nos entregue, no todos los secretos que atesora (sería imposible), pero alguna de las causas que lo hicieron posible. La historieta argentina es parte de la identidad nacional. Una de sus caras. Porque la identidad nacional no es un bloque monolítico y jerárquico que expresa lo Uno de una Nación. Ese es un concepto totalitario. En una sociedad hay muchas totalizaciones, hay muchos sucesivos momentos que cierran en una totalidad que permite comprenderlos a todos. Pero la totalidad –por su propia vida, su vértigo interno– se destotaliza una y otra vez para volver a totalizarse y seguir. Si esto suena un poco a Sartre, por qué no. Sartre fue para mí lo que Milton Caniff para Hugo Pratt. Una identidad nacional –antes que lo Uno de esa identidad rocosa y áspera con que siempre ha soñado la ratio totalitaria– no es la expresión de lo Uno sino de lo Múltiple. La identidad nacional no viene a soldar la diversidad sino a contenerla, a tornarla inteligible, porque hay varias identidades nacionales y todas tienen que ver con todas. Entran en conflicto, se diversifican. La unidad de lo nacional no es la aplanadora igualdad de lo Uno, donde las diferencias son ahogadas en beneficio de una hegemonía absoluta: sea Stalin o el sueño perfecto del mercado neoliberal. Sólo yo, el primero. Sólo nosotros, los oligopolios que se han comido a los pequeños peces. Es, por el contrario, un conjunto complejo y rico de particularidades que –en su diferenciación– se expresan a través del conflicto, el antagonismo y la creación de consensos. Cada particularidad reclama para sí la representación de la unidad nacional. A veces se impone una, a veces otra. Pero “el país” no se construye de “arriba hacia abajo” como decía un eslogan del Proceso. Sino al revés. Un país se construye de “abajo hacia arriba”. O mejor aún: no hay abajo, no hay arriba. Pero lo que es impensable (desde el punto de vista de una idea justa de la condición humana) es que se haga política, cultura, educación o entretenimiento postergando, como siempre se ha hecho, a esos seres a los que el mexicano Mariano Azuela llamaba dura y tiernamente a la vez (porque era un concepto combativo) “los de abajo”.

Durante la década del ’50 se consolidó un intento nuevo de hacer la historieta o comic o la “literatura dibujada” o el noveno arte. Alguna vez trataremos la inexactitud de todos estos conceptos. Por el momento, digamos: “historieta” es despectivo. Habría una historia y una historieta. La primera palabra termina en “ria”, la segunda en “rieta”, algo que la transforma en una caricatura de la primera, una degradación. “Comic” es un invento de los norteamericanos y la palabra señala un arte que tendría la función esencial de “hacer reír”. “Literatura dibujada” fue un invento de Oscar Massota en los ’60. Es pomposo, busca validar la historieta trepándola a la literatura. Noveno arte no está mal, pero muchos no van a saber cuál es ese arte. De modo que sería apropiado y valiente –conjeturo– quedarnos con “historieta”. Asumir que es un arte popular, de origen bastardo, que apareció en periódicos de largas tiradas, destinados a las masas, que no se requiere “ser culto” para acceder a ella, que de ahí salieron los súper héroes, las vamps, los cowboys, los policías, los detectives, que se puede leer en el subte, en el colectivo o en la sala de espera de un podólogo o de un neurólogo, preferentemente del primero. La historieta se hace rápido, a las patadas (podólogo), tiene el vértigo de las redacciones, sale en diarios y revistas de buena o mala calidad. Con una revista de historietas alguien se puede limpiar en el baño de un bar al que ha entrado de apuro lo que ha ido a limpiarse. Con un libro, no.

Vamos a entrar en la temática de la historieta argentina a partir de un tema que el más grande de sus creadores trató con mano maestra: la amistad entre hombres. Voy a tomar dos ejemplos: el Sargento Kirk y Bull Rocket. Kirk contó, desde su inicio, con la pluma excelsa del italiano Hugo Pratt. Bull Rockett tuvo dos dibujantes: el talentoso italiano Paul Campani y luego Solano López, el dibujante de El Eternauta. Campani era un artista más exquisito que Solano, y éste, por esas cosas de la vida, al reemplazarlo tuvo que imitarle el estilo. Bull Rockett debía ser dibujado al modo de Campani. Esto condicionó a Solano para siempre. Para siempre dibujó “a lo Campani”. No lo copió, tenía sobradamente talento para no hacerlo, pero nunca borró sus huellas, porque no pudo o acaso porque no quiso. El estilo-Campani era soberbio y también quedó impreso en Misterix. Campani (según señala el patrón de la vereda en estas cuestiones, el amigo Sasturain) nunca se instaló en Buenos Aires; como, por ejemplo, Pratt, pero siguió enviando sus inspiradas viñetas desde Italia. En honor de Solano hay que decir que reemplazó a Campani mejor que Eugenio Zoppi en Misterix, el menos dotado de todos.

Oesterheld es el creador de las mayores historietas que Misterix ofreció: Sargento Kirk y Bull Rockett. Tratemos de ver el esquema de relaciones. En ninguna hay una mujer. No eran los tiempos. Habría sido interesante (y más que eso) ver a una mujer en el Ranch del Cañadón Perdido. Ver a Kirk y el Corto disputársela. Agarrarse a piñas por ella. ¿Quién ganaría?

Tanto en Rockett como en Kirk los personajes centrales son cuatro. (La teoría oesterheliana del héroe en grupo.) Hay simetrías que debiéramos marcar. No son fáciles. Cada personaje tiene su perfil propio. Pero tratemos de hacer algo:

Sargento Bull

Kirk Rockett

Kirk Bull

Corto Bob

Son muy semejantes. Sobre todo en el papel que desempeñan en la estructura del relato. Kirk y Bull son los héroes dominantes dentro del grupo. Luego están sus versiones secundarias. A Kirk le sigue el Corto. A Rockett, Bob. Nunca se miden entre ellos. Salvo que, como en el Nº 363, de septiembre 9 de 1955, Bob sea hipnotizado e intente matar a Bull por la espalda. Bob es el narrador de la historia (en menor medida, el doctor Forbes asumirá, de tanto en tanto, este rol en Sargento Kirk) y dice: “Cuando Bull se sentó dándome la espalda, aquel puñal que había escondido en mi manga pareció gritarme: mátalo”. No lo hace, claro. Bull elude la puñalada y noquea a Bob de un formidable cross a la mandíbula. Pero atención: Bob estaba hipnotizado. En Kirk, uno a veces extraña un enfrentamiento entre Kirk el Corto. Oesterheld, en cambio, hace enfrentar a los cuatro en una obra maestra que aparece en un Super Misterix: una tribu de indios amigos les hacen el honor de participar en “el gran juego”. Ahí, como jugadores de un bando y de otro se enfrentan los cuatro amigos. Pero sólo así: en un juego, violento como pocos, pero juego al fin.

Los otros dos personajes son, en Kirk, el doctor Forbes y Maha el tchatoga, y Pig y Mamá Pigmy en Rockett. Aquí hay una mujer, Mamá Pigmy, pero es la madre de Pig y, un poco, de todo el grupo. Maha es el joven indio valiente y noble y hermano de sangre de Whatee (nombre indio de Kirk). Y el doctor Forbes es la “razón” en medio de la “barbarie”. Aunque sabe dar piñas y todo lo que sea necesario para sobrevivir, el doctor Forbes es culto y reflexivo. Un personaje espléndido que decidió amar más el desierto que la cultura de los libros y las universidades. Siempre me gustó más Kirk que Bull Rockett. La cara de Bull R., Campani la había tomado de Burt Lancanter (tal como el grangran Clarence Beck había tomado la de Fred MacMurray, el actor de Pacto de sangre, para el glorioso Capitán Marvel, héroe imbatible de lo ’40 e inicios de los ’50, que fue derrotado en un juicio por plagio por la gente de Superman, que le impidió decir ¡Shazam! hasta los ’70), pero la cara de Kirk la inventó Hugo, nuestro Hugo, Hugo Pratt. Trato de dibujarla desde pibe y nunca me sale bien. Ahora, veterano, no lo he conseguido aún. Creo que es una batalla perdida, como todas las grandes de mi vida y de mi generación.

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