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Contratapa|Jueves, 11 de diciembre de 2014

Ocurrido y ocurrencias

Por Roberto “Tito” Cossa
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Germán Rozenmacher.

Lo traigo del desván de mi memoria. Transcurría 1957, plena “revolución libertadora”. Yo sobrevivía con mi trabajo de periodista en una revista especializada en ciclismo llamada Ruedas. Al propietario se le ocurrió contratar un espacio en la entonces Radio Antártida y allí fuimos. Un programa clásico: información de la actividad y reportajes a los protagonistas: ciclistas, entrenadores, etc.

Pero ocurre que los reportajes debían realizarse previamente y entregarlos en papel al censor de la radio. El censor los leía y daba su aprobación. El problema era que el reporteado tenía que leerlo y, como se sabe, los ciclistas no son buenos actores. Se la arreglaban como podían. Un día falló el ciclista y el reportaje lo leyó el entrenador, un panzón de cincuenta años. Los técnicos de la radio no entendían cómo ese viejo había sido capaz de ganar la Doble Bragado.

Otro día decidimos reportear al presidente de la Cámara que agrupaba a los fabricantes de bicicletas. El hombre, un empresario con aires patronales, no se sometió exactamente a la letra escrita e incorporó algunas improvisaciones, sin salir del tema de las bicicletas. El censor estaba demudado.

–Esto me puede costar el puesto, se lamentó mientras se paseaba nervioso por los rincones del estudio.

Finalmente, el dueño de la revista decidió comprar un grabador Geloso y el problema se superó. El censor escuchaba el reportaje grabado y se quedaba tranquilo.

Supongo que tamaño control obedecía al peligro de que a alguien, por aquellos tiempos, se le ocurriera mencionar el nombre de Perón o de Evita, terminantemente prohibidos. Pero la vida te da sorpresas.

En una de las pruebas de velocidad que se corrió un domingo en el Velódromo estaba anotado un ignoto corredor sanjuanino apellidado Perón.

Fue la estrella de la carrera. Salió último, pero su nombre fue coreado con entusiasmo, todo el tiempo, por la tribuna.

Estas cosas ocurrieron. Doy mi palabra.

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Es frecuente la queja de muchos ciudadanos y ciudadanas sobre el manejo que el Gobierno hace del gasto público. Todo se financia –se quejan– “con el dinero de mis impuestos”. A mí me gustaría enterarme de que mi pensión del Premio Nacional me la paga Cristiano Rattazzi.

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Un día, el recordado y entrañable escritor Germán Rozenmacher escuchó el mensaje de un desconocido en su contestador telefónico:

–Soy David, me gustaría hacerte un reportaje. Llamame.

Y le dejó su número de teléfono, que Germán marcó. Del otro lado de la línea se escuchó la voz de un hombre mayor, con claro acento judío.

–¿Está David?

–No está.

–Mire... habla Germán Rozenmacher. David me dejó un mensaje para que lo llame.

–No sé.

–¿No sabe a qué hora puedo llamarlo?

–No.

–¿El tiene algún otro número donde pueda encontrarlo?

–No sé.

–Dígame... ¿él es periodista?

Poide ser.

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Me tomé el trabajo. Durante una semana me dediqué a rastrear los noticieros, los programas políticos, los editoriales de los periodistas de la radio y la televisión. No dejé pasar ni uno: debates, opiniones, reportajes, mesas redondas, temas económicos, políticos y sociales, opositores y oficialistas.

En una sola oportunidad escuché pronunciar la palabra imperialismo.

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¿Tendrá algo que ver el hecho de que heredé un apellido pintoresco? Lo cierto es que siempre me pregunto qué relación hay entre el nombre con el que uno nace y el destino. Quizás un historiador pueda desasnarme, pero, que yo sepa, no hay en el Parnaso argentino, ni en el Parnaso Grande, ni en el Parnaso Chico, ningún protagonista con nombre ridículo. En el año 1943 fue designado ministro del Interior del gobierno de Ramón Castillo un político santafesino de apellido Culaciati. El gobierno de Castillo fue derrocado por el golpe de 1943. ¿Pudo haberlo impedido Culaciati? No lo hizo. ¿Por incapacidad o por el apellido? Y ahí apareció Perón. Y entró en la historia grande. Alguna vez hice la pregunta en estas mismas páginas: si Perón se hubiera apellidado Perita, ¿la historia hubiera sido la misma?

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De las consignas discepolianas, en el café del barrio no aprendí ni dados ni timba, pero sí algo de billar y, sobre todo, filosofía. Eramos cuatro o cinco jovencitos que escuchábamos a Boris hablarnos de marxismo, de la Unión Soviética y de la Revolución China. Nuestras largas charlas pasaban desapercibidas para el resto de los parroquianos, más enfrascados en hablar de fútbol y de minas. Salvo para el Flaco Méndez, un jodón de aquéllos, que se acercaba a nuestra mesa e infaliblemente nos decía:

–No se hagan el bocho, muchachos. El tema es la guita. ¡La guita!

Nosotros respondíamos con una sonrisa sobradora de muchachos cultos, esclarecidos, ante la broma de un ignorante.

Pasaron muchos años. El Flaco Méndez me llevaba unos años. Puede ser que todavía ande por este mundo, pero ¿por dónde? Me gustaría encontrarlo para decirle:

–Flaco, tenías razón. El tema es la guita. ¡La guita!

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Allá por los cincuenta, en mi pequeña comunidad personal era muy común intercambiar libros que cada uno había leído y quería compartir. Eran los tiempos de Sartre, Arlt, Faulkner, Hemingway y tantos otros. En los setenta llegó el turno de la narrativa latinoamericana, García Márquez, Cortázar, Onetti, Vargas Llosa, los más nombrados.

Hoy por hoy, nos intercambiamos videos de las series norteamericanas de televisión.

Q La última obra de Roberto Cossa, Final del Juicio, se presenta los días miércoles a las 20 en el Teatro del Pueblo.

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