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Contratapa|Viernes, 3 de octubre de 2003

Los Ejércitos de las Sombras

Por Susana Viau
Hacia los ‘70 se estrenó un film estremecedor. Su título, El Ejército de las Sombras. Lo dirigió Jean Pierre Melville y cuenta la historia brava, dolorosa de la gente de la Resistencia Francesa. Simone Signoret, con sus ojos de gato y esa mirada que convertía las palabras en un exceso, encarnaba a una de las protagonistas. El libro que dio base al guión, como un guiño, aparecía fugazmente en manos de uno de los personajes. El autor era Joseph Kessel y hasta hace muy poco creí que L’Armée des Ombres era una novela. Meses atrás, en una librería de viejo, encontré la edición argentina, impresa en 1945 por Numancia; un volumen con una sobrecubierta en azul, blanco y rojo y una tapa blanca, muy parecida a la de la edición francesa (¿du Seuil? ¿Gallimard?) que había visto en la película. Los libros de segunda mano son una caja de sorpresas: brotan fotos, anotaciones, estampitas, datos casi siempre contradictorios con el perfil que uno le imagina al propietario original. De éste cayó una carta fechada en Mendoza en 1960, escrita con letra elemental y atiborrada de faltas de ortografía: “Señora Terecita –decía– escrívame de Mar del Plata. Diviértace lo más que pueda. N. está bien. Tenga pasiencia”. La destinataria era Teresa R. de B., de la calle Zavala. Sin el menor fundamento conjeturé que Teresita R. de B. debía andar por los cuarenta.
El primer descubrimiento es que L’Armée des Ombres no es una novela sino una crónica. Lo que allí acontece es verdadero. Lo explica el prólogo que Kessel fecha en Londres, en septiembre del ‘43. Philippe Gerbier, Félix La Tonsure (un nombre de guerra que aludía a la calvicie frailera que ocultaba bajo el sombrero), el entusiasta y al principio débil Lemasque, Guillaume Le Bison, Mathilde se hacen de pronto reales, más reales que Kessel, más reales que yo, aunque sus señas de identidad hayan sido cambiadas. Gerbier, fugado de los sótanos de la SS gracias a la audacia de Mathilde, es designado para ejecutar al joven delator Dounat y debe usar sus manos para no alertar a los vecinos que cantan pared por medio. El hombre ha aceptado la misión como un imperativo moral. Piensa en la honradez de Félix La Tonsure, “en su mujer y su hijito enfermizo y subalimentado, en todo lo que Félix había hecho por la Resistencia. No matar a Dounat era matar a Félix. Dounat vivo entregaría a Félix”. Gerbier, el militante de apariencia de hielo, sabe que la delación no es culpa de Paul Dounat y su muerte no es culpa de quienes van a pasarlo al otro mundo: “El único, eterno culpable, era el enemigo que imponía a los franceses la fatalidad del horror”. Por eso murmura con piedad al oído del condenado: “Je te le jure, mon pauvre vieux, tu n’auras pas mal”. “Te lo prometo, mi viejo, no vas a sufrir.” Luego, ante la desolación de Lemasque y previendo sus flaquezas futuras, aconseja: “Es necesario tener siempre píldoras de cianuro. Y si a uno lo detienen debe usarlas, mon vieux”.
Mathilde-Signoret es una resistente con temple de acero y un solo punto vulnerable: sus hijas. Guarda, pese a las normas de seguridad, las fotos de las muchachas. Los nazis la detienen, allanan su casa de la Porte d’Orléans, apresan a la hija mayor y la llevan a un burdel en Polonia. La Gestapo ha encontrado el lado flaco de Mathilde, un ama de casa convertida en combatiente. Poco después Mathilde es puesta en libertad y al mismo tiempo comienzan a caer sus compañeros. No hay dudas: Mathilde está traicionando por amor a su hija. De una pasta diferente a la de Dounat, pero igualada a él en la vergüenza, Mathilde debe morir. Le Bison encuentra intolerable la sentencia: Madame Mathilde, recuerda, ha salvado su vida, la de Gerbier, la de muchos y con su ametralladora ha limpiado de SS el suelo francés. Jardie, el jefe, no cede a las súplicas y le ordena con dolorosa sabiduría: “Vamos a ejecutar a Mathilde porque ella nos lo ruega”. Una mañana, al salir de su casa para la compra, Mathilde ve el auto de sus camaradas. Los esperaba. Ni siquiera pestañea. Están por hacer lo que ella misma hubiera aprobado. Le Bison tira sin fallar, “como de costumbre”. Melville ha sido escrupulosamente fiel a Kessel porque Kessel trató de ser escrupulosamente fiel a los hechos. Kessel no ignoraba la potencia de la ficción, pero el estar aún “en pleno horror, en medio de la sangre fresca”, el penetrar en un mundo donde “se muere y se mata con naturalidad”, le impusieron el camino de la crónica, “la humildad del documento”. Kessel cuenta que conoció en París a los Gerbier y a las Mathilde, aunque ha sido otra ciudad, Londres, la que le permitió asomarse al corazón de la Resistencia: ha cenado con “Saint Luc”, uno de sus líderes, ha oído reír y charlar en una mesa cercana de un salón de Chelsea a tres condenados a muerte que regresaban a Francia para retomar el mando de su grupo y “convertirse de nuevo en sombras”. Kessel logra captar así el motor oculto de ese heroico fanatismo de la libertad y lo llama –nadie lo ha definido mejor– “estado de gracia”.
Sería bueno saber qué habrá entendido la señora Teresa R. de B. de todo esto. Quizá nada. Aunque tampoco es descartable que, tiempo más tarde y sumida en un horror semejante, la señora Teresa R. de B. de la calle Zavala haya hallado en un rincón de su alma a la Mathilde de El Ejército de las Sombras. Joseph Kessel nació en 1898, en Entre Ríos, y es por lo tanto argentino según el derecho de suelo. Su Crónica de la Resistencia ha desaparecido de las librerías. De no ser así, correría el riesgo de que algún juez, blindado a la comprensión de aquel “estado de gracia”, resolviera secuestrarlo por apología del delito.

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