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Contratapa|Lunes, 2 de febrero de 2015
Arte de ultimar

Voy a hablar de la esperanza

Por Juan Sasturain
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Hoy me gusta la vida mucho menos, pero siempre me gusta vivir, quién lo diría. El Cholo Vallejo lo decía, lo dice todavía. Porque si vamos a citar –sin trampear–, citemos a los atravesados por las ganas de decir la verdad prefreudiana del hombre sensible, incómodo y maltratado por la vida personal y por la Historia; no citemos a los lucidos analistas de texto que en última instancia quieren caer parados no sé dónde. Hablemos / citemos desde la ingenua / verdadera intención de decir la verdad y escuchar a los sinceros. Como Martí dixit en los Versos sencillos. Y a él le creemos, porque puso palabra y obra en la misma bolsa.

Hoy no me / nos / gusta demasiado la vida porque –burguesito soy / somos / qué otra cosa se puede ser para apostar a hablar / escribir para justificarse– tengo el ombligo confundido por las circunstancias. Martí, Vallejo, todo nos queda grande. Quiero opinar, quiero no figurar entre los borrados, quiero tener razón y que me acepten sincero y ecuánime. Pero es tan grande y homogénea la andanada de mierda y mala leche mediática argentina e internacional que nos cubre, que uno duda –nadando contracorriente, desde la alevosa vereda opuesta– si será posible que los Romero, las Sarlo, los Asís, los Kovadloff et al estén tan seguros en la diatriba, sean tan cómodos y convencidos funcionales a –piensa uno– lo peor que nos puede pasar. ¿Cómo es que pasa esto?

Y lo digo con la incómoda mierda al cuello, sin mucho más que ellos (y tantos otros) de donde agarrarme, no más cómodo ni seguro que nadie. Quiero decir: como la mayoría sincera y biempensante, no sé dónde ponerme sin sentirme un impostor. Y eso es lo que me (nos) produce este momento tan temido, los tiempos difíciles que el maestro medio ciego pero no sordo ni boludo describió como destino para todos los hombres, incluido él, el desdichado que no supo ser feliz.

Vamos por partes entonces: tomamos parte, partido incluso. Bancamos la idea en que crecimos, de que uno opina –dice y obra– siempre desde algún lado, situado y opinable, y que está bien que así sea. ¿Y entonces? ¿Cómo defender con honestidad lo que uno cree que es objetivamente mejor? Discutiendo, dialogando.

Alguna vez, el Flaco Hammett explicó que en las disputas (verbales) hay dos maneras de argumentar: para ganar una discusión y para llegar a la verdad o a un acuerdo (que es lo más parecido). En el primer caso está en juego el poder (convencer, persuadir por lo general a un tercero, el que escucha y decide); en el segundo, se supone que está en juego el saber (acrecentar la base del consenso).

En una república que funciona como democracia representativa dentro de un sistema económico capitalista dependiente, como es nuestro caso, hay cuatro factores a considerar: una cosa son los poderes fácticos (que constituyen el núcleo duro en las sociedades capitalistas: pocas personas y mucho dinero); otra cosa es el electorado (que elige al gobierno ocasional: muchas personas sin otro poder real que el voto); otra cosa es el gobierno ocasional (que debe seducir al electorado para acceder a los poderes del Estado); y otra cosa, final y definitivamente, es el modelo tácito o explícito de país que ese gobierno propone y ejecuta o pretende/dice ejecutar.

En política, ¿cuáles son las cosas sobre las que se debería dialogar y/o discutir en la arena de los medios? Primero, el modelo de país que queremos: papel del Estado, política económica y social, educación, derechos humanos, etcétera. Segundo, comportamiento del gobierno ocasional y de los poderes fácticos permanentes respecto de ese modelo.

La experiencia nos enseña que cuando el gobierno de turno lleva adelante una política o instaura un modelo que no tiene contradicciones importantes con los poderes concentrados, los medios masivos que los representan no lo cuestionan. No les importa –históricamente– siquiera su legitimidad democrática. En cambio, cuando el gobierno de turno pretende llevar a cabo políticas que de algún modo perjudican los intereses de esos poderes concentrados y hegemónicos, le declaran la guerra. Y eso sucede a nivel nacional e internacional: el Imperio lo aplica sistemáticamente en su política exterior desde siempre, está en su naturaleza.

Lo que sucede hoy en la Argentina –o por lo menos en los medios hegemónicos, que son peores que el país real– es que estamos enfermos de coyuntura y mala leche, porque no se hace ni se quiere hacer lo que deberíamos hacer –o haber hecho: dialogar sobre el modelo de país– sino que todo es discutir obsesiva y falazmente cada medida o actitud coyuntural del gobierno y/o sus intérpretes. Más aún, y perversamente: no se discute al gobierno sino que directamente se lo quiere voltear de cualquier manera porque a los poderes fácticos les molesta, no les resulta cómodo –más allá de lo que digan– el rumbo. Y ya no están, como estuvieron antes, los milicos para simplificar el trámite como en el ’55 y el ’76. Pero de que las cosas sean así, nadie, ni siquiera el gobierno mismo, es inocente.

Porque bien sabemos hasta dónde pueden llegar los que se sienten tocados aunque sea mínimamente en sus privilegios. Tenemos la evidencia diaria de su criminal intolerancia. Pero, por otro lado, desde el que sentimos nuestro lado no se puede imponer y hacer funcionar un modelo de país alternativo –que no sea el óptimo o deseable para los poderes fácticos y sus poderosos medios– sin ensanchar la base del consenso, sin darse una política genuina de acercamiento y participación activa a sectores políticos y sociales que deberían natural e históricamente estar al lado y no enfrente o mirando desde la vereda. Cuando el sectarismo y la soberbia subestiman el poder del diálogo y la necesidad de sumar e integrar sinceramente al otro, estamos jodidos. Hay un genuino capital de adhesiones que no merece ser dilapidado.

Por eso, aunque la puteada diaria nos sube a los labios ante tanta infamia y maledicencia, ante tanta “firma seria” al pie de mamarrachos, tanta cara dura e impresentable en la pantalla, sólo cabe renovar la esperanza de que todo –al menos desde el campo que compartimos los muchos que nos identificamos con este proceso tan rico y para siempre memorable–, sin renunciar a la firmeza, se formule en otros términos: hay que salir del paradigma perverso del toma y daca personalizado, de la tendencia al autismo. Hay hechos, gente e ideas que no se merecen esta mediocre actualidad.

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