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Contratapa|Jueves, 2 de julio de 2015

Literatura y jurisprudencia

Por Horacio González

Alguna vez he tenido en mis manos un extraño documento jurídico, firmado por Jorge Luis Borges (no redactado desde luego por él, sino por su abogado) en el que entabla un juicio por los derechos de autor de Días de Odio, la película de Torre Nilsson inspirada en “Emma Zunz” (donde se puede apreciar una imagen del propio Borges atravesando un patio). Lo que llamaba la atención es que Borges hubiera sumido en toda su extensión la prosa formal juridicista, y puesto luego su firma debajo, esa letritas inclinadas de laboriosa y diminuta geometría. El juicio terminó en un acuerdo entre partes. Me reveló una situación obvia que sólo por antojo me resultó algo incomprensible. Borges firmando un texto no escrito por él, justificado en las necesidades específicas del acto en que estaba enfrascado, una querella judicial por el reconocimiento de derechos de autor contra uno de los más conocidos directores de cine de la época. Era el año 1954, Borges ya era internacionalmente famoso. En la Biblioteca Nacional se encuentran ésta y muchas otras notas administrativas, pertenecientes al trámite trivial o anodino de una gestión, en las que sin ironía ni segundos sentidos, refulge su firma.

Pequeñas situaciones que demuestran que Borges no era un cuerpo inmaterial, hecho de palabras y ecos del puñado de metáforas que según dijo explicaban el mundo. Bioy Casares, en su enorme volumen de recuerdos, al mencionar la palabra “cena”, quiere jugar con un respaldo cortesano y alimentario para afirmar y a la vez negar la encarnadura de Borges. La acción de cenar es un infinito acto conversacional, pero la conversación tiene una materia decidida, amasada en entrecruces personales diversos. Luchas de prestigios y reconocimientos, nociones de amigo y enemigo, decisiones sobre concursos literarios y, encubiertamente, un torneo de especulaciones estéticas inacabadas, que quizás son la más próxima formulación en la historia literaria argentina de una Estética sobre la escritura, la memoria y la lectura, sólo ofrecidas con la indestructible sagacidad de lo inminente que no se concreta. Este libro de Bioy, repleto de juicios y observaciones de gran significación sobre la literatura universal y argentina, podría ser considerado una suma jurídica, si tal cosa extraña pudiera derivarse de la literatura, como con exitosos trofeos mucho de lo literario se derivó hacia la teología.

De modo que Borges sabía bien que había un idioma judicial y ponía su firma debajo de algunos de esos escritos. En la historia de la literatura, abundan toda clase de dimensiones jurídicas que son en general aceptadas, sin que nadie ponga como excusa para repudiarlas otro gran momento de la literatura, como El proceso de Kafka, donde la vida judicial es pasada como un conjunto de actos repletos de delirio y sustracción de su propia autoría, implacablemente anulatorios del libre albedrío. Es célebre la actitud de Flaubert, de la que intentará consolarse en su correspondencia privada, al haber aceptado la línea de defensa de su abogado en el juicio que por “atentado a las buenas costumbres” se le sigue luego de publicada la novela Madame Bovary. El caso merece ser recordado, porque los dos abogados (Senard, el del ministerio público napoleónico) y Picard (el defensor flaubertiano) son personajes informados, típicos del Segundo Imperio, casi salidos ambos de una novela del propio Flaubert, e invocan argumentos literarios para ejemplificar sus respectivos conceptos jurídicos. Finalmente Flaubert es absuelto al aceptarse que él había derrochado insinuaciones eróticas que atentaban contra el pilar de la familia burguesa, sólo para que nadie las cometiera, con simple afán pedagógico. Lo que diríamos una agachada, que lo salva y lo desconsuela al mismo tiempo (como le confiesa a Louise Colet).

Sin poder rememorar ahora dónde lo he leído, un buen artículo del crítico Gillian Gayton va un poco más allá en la conocida relación de Borges con Chesterton, obviamente reconocida por Borges con numerosas fórmulas ingeniosas. Pero el vínculo se acerca muy riesgosamente a la incorporación casi facsimilar de numerosos tópicos chestertonianos, sin otra modificación que los sutiles cambios de rumbo en el relato, que a veces son delicados excesos, con los que Borges desvía lo que sería aquella confesada “notoria influencia”. Una María Kodama desprevenida, si fuese por ventura albacea de Chesterton, debiera en ese caso intentar un juicio (que perdería) con el espectro de Borges. Doy este ejemplo que no quiere ser despectivo sino ilustrativo. Es evidente que no puede rodearse la memoria de Borges de una constante guerra judicial por los derechos originados por su nombre, porque eso no sólo se basa en una ley antigua y/o anacrónica (Roberto Noble, 1937, si no me engaño) sino que desmonta paradójicamente los más insignes procedimientos de los que se valía el propio Borges para jugar con las paradójicas fronteras del plagio: transitó por sus hipérboles, sus desmentidas, su riesgosa condición de “juego irresponsable” y su refinada y a veces invisible marca recreadora. Un plagio, en Borges es no sólo el reverso de la originalidad, es su verdadero soporte cuando lo que se inventa se somete a la insensata paradoja de decirse a sí mismo “que hubiera sino irreverente no producir esa copia”. Al afirmarlo, sabemos que contrarresta el plagio dejando mínimas huellas de que está haciendo, que es lo contrario de aquello a lo que irónicamente él mismo se estaría condenando. Ente otras cosas, por eso lo festejamos.

Hace tiempo, María Kodama ganó un juicio contra un autor español que escribió una “remake” de “El hacedor” (editado por Alfaguara), una cuestión muy parecida a la que hoy está en cartelera: el “Aleph engordado”. Por otro lado, perdió el juicio con Taringa, por la inclusión de obras de Borges en Internet. Si mal no recuerdo, otro triunfo que pudo anotarse es ante ciertas cintas de grabación obtenidas por Jean-Pierre Bernés, un biógrafo aficionado a la obra de Borges, que como tantos se acercó a él en vida y obtuvo su distraído interés, y que finalmente editó las obras completas por Gallimard. María Kodama hizo juicio por las anotaciones desgrabadas de charlas con el propio autor del Aleph sin engordar, que este crítico y diplomático incluía como comentarios (si recuerdo bien) y obtuvo la devolución de algunos cassettes, además de hacer luego un juicio a un periodista de Le Nouvel Observateur que le había hecho preguntas en el límite. Y uno de los límites eran sin duda los papeles de su casamiento con Borges en Paraguay, sometidos también a querella, de la cual salió Kodama con un veredicto favorable. Del mismo modo intervino en la amplia circulación de un falso poema de Borges (que de todos modos contenía una líneas extraídas de su propia obra) que tuvo una masiva difusión. Recuerdo la amargura y severa tristeza que le producía algo de lo cual Borges se hubiera reído. Pero no digo esto bajo el notorio influjo de ninguna animadversión. En los últimos tiempos hablé varias veces con Kodama para pedirle permisos de publicación por parte de la Biblioteca Nacional de algunos de los más conocidos cuentos de Borges. Siempre accedió, con generosidad austera y retenida, no sin el obligado pasaje por la voz de alguno de sus abogados. Dedicaba buena parte de su conversación apesadumbrada a las vicisitudes de sus gestas jurídicas en torno de la obra de Borges, y denostaba libremente a Bioy, sobre todo después de la publicación de las ya famosas memorias de su conversaciones con Borges, lo que tarde o temprano iba a producir esa “cena en desagravio” de la vasta congregación de personas con las que, con eminente y fecunda facilidad, logró malquistarse.

El juicio contra el autor de El Aleph engordado es notoriamente un error de Kodama y sus abogados, cuyo principal efecto es que la celosía sobre la obra de Borges no contribuye a la dignidad de la propia obra de Borges, puesto que neutraliza procedimientos que el mismo Borges se complacía en emplear. El “engorde” de un texto es un acto de mucha vecindad con los “notorios influjos” que Borges menciona, aunque tiene como característica principal lo gracioso del nombre, extraído de la cría de porcinos, o algo parecido, como método para relevar, consagrar y blasfemar textos que se admiran. Ese grato sobresalto ya de por sí justifica la empresa de este escritor “para textual”, muy justamente defendido por una heterogénea cofradía de escritores de un absurdo procesamiento que María Kodama, lo digo amistosamente, debe revisar...

Pero ante este caso no creo necesario glorificar lo que numerosas veces llamamos “intertextualidad”, concepto deselegante, aunque sí reprobar la vigilancia jurídica que amenaza convertir el nombre de Borges en una categoría judicial, como si siempre él mismo estuviera firmando exhortos salidos de los juzgados de la eternidad. Es el mayor escritor del siglo XX argentino; su halo sigue engordando nuestras divagaciones críticas y difícilmente exista proyecto literario que no lo incluya o intente desincluirlo, con igual interés y vocación para “deglutirlo” (cito al no borgeano Viñas) o retomarlo transfigurado (como han hecho tantos escritores contemporáneos obteniendo grandes obras). Dos últimas cuestiones: veo necesario reformular la ley de derecho de autor, pero sin fáciles concesiones a lógicas de Internet, en el fondo tan mercantiles como las de las editoriales tradicionales, que si se trata mal el tema se contribuiría irresponsablemente a que desaparezcan sin beneficio para la cultura contemporánea; y creo que María Kodama debería revisar estas intervenciones jurídicas, por lo menos en estos casos donde están notoriamente fuera de lugar, y reconciliarse ella misma con lo que anuncia el poema apócrifo de Borges: cito con mis pobres recuerdos, “no supe ser feliz”.

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