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Contratapa|Martes, 12 de marzo de 2002

Proyecto

Por Antonio Dal Masetto
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Esta noche en el bar hablamos de los múltiples proyectos que andan dando vueltas.
–Se avizora un horizonte prometedor, hay grupos de inversores poderosos interesados en nosotros, con proyectos de gran calibre.
–Se podrá caer un proyecto, dos, pero son tantos que es estadísticamente imposible que se caigan todos.
–Hay que estar preparado para engancharse en cuanto larguen. Con alguno de esos proyectos vamos a salir al frente.
–Y usted, don Gallego, ¿piensa sumarse a algunos de los proyectos relacionados con su especialidad, la gastronomía, o está evaluando incursionar en nuevos territorios?
–A la palabra proyecto sólo la admito cuando se origina en algo que planeé yo –contesta el Gallego–, cuando viene de afuera hace mucho que la borré de mi diccionario.
–Qué le pasa, ¿perdió el empuje? ¿Será que ya está medio mayorcito y desconfiado para sumarse a un proyecto nuevo?
–Yo tengo la edad que tengo, y si algo bueno traen los años es que uno tiene cosas para recordar. Les voy a contar una historia para que no anden haciéndose los graciosos con eso de mayorcito. Un día, en mi pueblo, cayó un forastero que si de algo carecía era de aspecto de próspero. Una valija de cartón era todo lo que traía. Alquiló una casa medio deteriorada y se puso a arreglarla. En un par de semanas la tuvo resplandeciente y eso le significó un punto a favor en la simpatía de la gente. Mientras tanto venía al bar, se hizo amigo, empezó a jugar unas partiditas a la baraja. Tipo cordial, se notaba que era hombre de mundo y nos gratificó que dijera: “Tengo la impresión de que por fin encontré el lugar que busqué toda mi vida, tranquilo, con gente amable, honesta, trabajadora, donde se pueden empezar tantas cosas. Siempre tuve buenas ideas en la cabeza, pero no encontraba el lugar ideal”. Ya lo considerábamos uno más de los nuestros y lo invitábamos a las fiestas, a los cumpleaños y a los bautismos. A esta altura de la historia debo aclarar que en el pueblo teníamos una cajita de crédito comunitaria. Todos íbamos aportando algunos duros que formaban el capital, y cuando alguno tenía una necesidad, nos juntábamos en el bar para considerarlo: “A Ramón se le murió el toro, necesita comprar otro, hay que darle una mano con plata de la cajita”. Democráticamente se decidía el préstamo, se establecía un interés que era muy bajo y un plan de pago que no le complicara la existencia. El sistema venía funcionando desde hacía años. Un día, el forastero –que ya no lo era– nos habló del proyecto. Realmente un proyecto fantástico. Inmediatamente se nos presentó un futuro de prosperidad y nos entusiasmamos. Por eso cuando nos dijo que necesitaba un préstamo, ni dudamos. Y además nos resultó muy tentador el hecho de que ofreciera pagar un interés cinco veces mayor del que se estilaba entre nosotros. Le entregamos toda la plata de la cajita. El proyecto era de largo aliento. El forastero –que ya no lo era– cada tanto nos mostraba planos, papeles, incluso una maqueta. Mientras tanto la vida continuaba y a Francisco se le rompió el molino y necesitó plata para arreglarlo. La cajita estaba vacía, así que lo fue a ver al hombre del proyecto que tenía todo nuestro capital. El hombre le dijo que no podía hacer nada porque el capital estaba invertido, pero que tenía algunas conexiones y lo sacaría del apuro. Al día siguiente apareció con los billetes y le dijo a Francisco: “Hay una gente que confió en mí, lo hizo porque soy yo, aunque me pidió que usted ponga una garantía, es lo que se estila, y además el interés son unos puntitos más de lo que ustedes acostumbran, pero hay que tener en cuenta la buena voluntad”. Y le tiró el porcentaje que era diez veces más alto que el que usualmente pagábamos entre nosotros. Al molino había que arreglarlo, así que Francisco firmó y recibió la plata que necesitaba menos los intereses que se le descontaron por adelantado. Al estrecharle la mano, el forastero le habló del proyecto que iba viento en popa. Después le tocó el turno a Félix, cuyo galpón fue destruido por un rayo. Zapateó un poco cuando se enteró de los intereses y la garantía, pero tuvo que aceptar. El forastero le habló del proyecto que ya estaba a punto de parir. Y así, detrás fueron Manuel, Mariano, Domingo, Pepe, Salustiano, y para hacérselas corta, todo el pueblo. Cada vez pagábamos las cuotas con mayor dificultad y estábamos preocupados porque teníamos comprometidas nuestras propiedades con la bendita garantía. El forastero, que estaba cada vez más próspero e incluso había engordado unos cuantos kilos, venía al bar y nos seguía hablaba de las bondades del proyecto. Y siempre muy preocupado por nosotros, atento a si alguno tenía algún problema para ofrecerse como intermediario y conseguirle ayuda financiera. Hasta que un día uno de mis paisanos nos dijo: “Anoche no pude dormir, se me metió una idea en la cabeza y la mastiqué y la mastiqué y todavía la sigo masticando, y la idea es que el forastero nos está prestando nuestra propia plata”. Nos miramos uno a otro durante un largo rato y después, sin que mediara una sola palabra, marchamos a la casa del forastero, entramos sin pedir permiso, sacamos la valija de cartón que estaba debajo de la cama, recuperamos nuestra plata que estaba toda ahí, recuperamos las garantías –que cada uno rompió prolijamente–, agarramos al forastero, lo llevamos a la ruta y lo tiramos arriba del primer colectivo que pasó. Ahí fue cuando borré la palabra proyecto de mi diccionario. Con seis pasadas de tinta china la borré.

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