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Contratapa|Jueves, 3 de septiembre de 2015

Adopción y elecciones presidenciales

Por Eva Giberti
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La reunión familiar se había armado inesperadamente. La solicitud del hijo adoptivo apareció sin que se la esperase. Con motivo de la última votación, el hijo mayor, con sus dieciséis años, había planteado un argumento imprevisto: “Si voy a usar mi documento para votar necesito conocer a mi mamá, saber quién fue, por qué me puso en adopción. Y si tengo hermanos. Yo quiero ir a conocerla antes de votar...”

El derecho a conocer sus orígenes, anterior al actual Código Civil, es indiscutible; podían encontrarse diferencias en cuanto a la edad de los hijos para que empezaran con ese trámite, pero les asiste ese derecho.

El argumento de la votación era un distractor, un desplazamiento muy efectivo que el hijo había compaginado para reclamar por su “derecho a saber”. Reproducía de ese modo una situación en la que fue una hija adoptiva, en otra oportunidad, quien había elegido el mismo argumento. Como si instalarse en la nómina de ciudadanos, reconocidos como tales mediante el voto, los autorizase a un derecho del cual oficialmente gozaban.

La relación hijos adoptivos y votación de un candidato político encuentra, en estos dos historiales, una culminación explícita mediante un discurso concreto: “quiero conocer a la mujer que me tuvo”, o bien “a mi mamá de veras” o “a mi mamá de antes”, según haya sido la elaboración que cada adoptivo realice de esa información inicial proveniente de los padres: “Estuviste en otra panza”.

Pero los diálogos con los adoptivos adolescentes, si tienen que votar, parecen desatar sensaciones y curiosidades que permanecían en silencio, adormecidas o negadas, por lo menos de acuerdo con lo que apareció en las consultas desde que los dieciséis años garantizaban una nueva identidad: ser reconocidos como aquellos que podían elegir a quienes habrían de representarlos, también gobernarlos.

Parecería que necesitasen incorporar un nuevo interrogante acerca de “Quién soy”, como si dijeran: “Mi país ahora me convoca para que haga lo mismo que todos los ciudadanos, pero resulta que yo no soy como todos porque vengo de otra historia”.

No resulta complicado explicarles e interpretarles que el tema de fondo no reside en la votación sino en volver a pensar en su identidad y reconocer que ser adoptivo forma parte de una constitución familiar legalmente instituida, pero surgen dos tipos de problemas: aquellos que implementan el derecho al secreto del voto y se vuelcan sobre el secreto de sus orígenes para poder hablar del tema, y los otros, como en los dos historiales que cito, que recurren a la votación como forma de desentrañar el secreto reclamando conocer a la madre de origen. (Debo aclarar que solicité la autorización de estos adolescentes para poder escribir acerca de este tema.)

El diálogo con ellos debió alternarse –en alguna oportunidad– con la consulta de los padres que no esperaban esta complejización de la adopción: “Veníamos muy bien, nunca tuvimos problemas con él, siempre supo que era adoptivo, parecía que lo había entendido y ahora aparece queriendo conocer a la que llama su mamá como si nosotros no fuésemos sus padres...”

Hace cincuenta años que explico, escribo y difundo que la preparación para una adopción está muy lejos de pensar exclusivamente en “los niños y las niñas que se adoptan”, más aún en “los bebés que se reciben en guarda”. Cuando los hijos adoptivos crecen, pueden imponer sus derechos desde lugares impensados que movilizan la calma lograda por la familia adoptante; así sucede en estos historiales que merecerían dedicarles un capitulo titulado “La adopción y las elecciones para candidatos a diputados, senadores, intendentes y presidentes”.

Este reconocimiento del hijo adoptivo en calidad de votante asociado con el secreto del “cuarto oscuro” –alterado por la ausencia del mismo en las votaciones que no lo instalan detrás de una puerta o cortina– parecería arrastrar el doble juego del secreto y el reconocimiento de una nueva identidad, al incluirse los adoptivos en el universo de los votantes que serían como una nueva “familia” con características propias no necesariamente sintónicas con los adoptantes. Más aún, una adolescente me decía: “Si en mi familia esperan que yo vote a Fulano, ¡nunca! ¡Yo voy a votar a Zutano!”

La cuestión reside en la desobediencia autorizada por la intimidad del voto, también en el argumento para demandar: “Ahora me corresponde conocer a mi mamá de origen”. Y para los padres hacerse cargo que al adoptar se asume la responsabilidad por un futuro adulto: la convención de los Derechos del Niño es explícita: hasta los 18 años se consideran esos derechos.

Con la votación a los dieciséis años fue preciso reformular el acompañamiento de los padres adoptantes porque tanto la aparición de una nueva independencia por parte del adoptivo (para seleccionar candidatos políticos), como la utilización del acto de votar como crecimiento identitario: “Quiero conocer a la mujer que me tuvo, a mi mamá...”, producen una inquietante, sí que fecunda, movilización moral y cívica en las familias adoptivas.

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