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Contratapa|Sábado, 5 de septiembre de 2015

Crisis del humanismo

Por Horacio González
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Los recientes acontecimientos bélicos en distintos lugares del mundo llevaron a que miles de ciudadanos provenientes de los países en guerra golpeen infructuosamente los murallones de una Europa ensimismada. Hace tiempo que nos asombraban las declaraciones de los políticos más importantes de los países europeos, mostrando una rara insensibilidad, incluso en países que cultivan o cultivaron memorias reparatorias de otros momentos de horror que ellos mismos tuvieron que atravesar. ¿Debemos olvidar definitivamente que es la Europa que recorrió su época moderna con diversas nociones de humanismo y derechos humanos? La noción de humanismo, con tanto sabor renacentista, se expresó en numerosos y diversos pensamientos con Descartes, Kant y Sartre. ¿Pero ahora, ésta es la Europa que con Husserl interpretó su crisis científica como una crisis de pensamientos que no atendían suficientemente los “mundos de vida”? ¿Ya debemos entonces abandonar un legado como éste, que junto a tantos otros, determinó las obras de Heidegger, Sartre, MerleauPonty y Habermas?

No sobran hoy en Europa las voces que recojan un hondo clamor, el de las poblaciones de Africa y Medio Oriente, como si se hubiera cumplido por entero el veredicto que anunciaba el fin de la experiencia creadora bajo el peso aplastante de lo que se llamó cosificación. Con esta última expresión siempre se aludió al modo en que las prácticas humanas se cerraban frente a una sustracción de la raíz moral de la acción libre, paralizadas por rutinas de producción, consumo y lenguaje que saqueaban el horizonte de eventos que constituyen la singularidad de cada vida. Los Estados europeos se tornaron cada vez más clientelistas de las hipótesis de control, convirtiendo la clausura de fronteras en una acción que poco a poco se ha transformado en un modelo completo de gobierno, una obstrucción que inaugura un sujeto confiscado por una forma dispersiva del flujo de informaciones, pero engarzado en formas comunitarias canceladas, que inauguran un estilo global regimentador de empleos, pulsiones y cuotas inmigratorias. Estas son necesarias para un nuevo servilismo laboral y a la vez vigiladas con nuevas tecnologías de inspección. El Estado yace en su frontera embotada, allí el hombre es el lobo del hombre.

En simultaneidad con estas políticas de asfixia del flujo plural de vidas, sucedió el estallido de los grandes caparazones políticos que aun recogían los vibrantes legados de principios de siglo veinte y la segunda mitad del siglo diecinueve. En Grecia llegaron a ahogar la incipiente experiencia de una izquierda democrática soberanista en nombre de lo que un célebre alemán llamó la “jaula de hierro”, pero para denominar la forma en que se ponía fin a la última llama de eticidad y justicia que una sociedad nunca debería resignar. En Francia, el surgimiento de una derecha que se desprendió módicamente de su festejo del Holocausto, pero que se jacta de ser la heredera de los que condenaron a Dreyfuss, renace con fuerza y votos de los que antes se llamaban orgullosamente proletarios. Quizás no hay indiferencia en su otrora vibrante clase intelectual, pero algo ha ocurrido para que reaccione lentamente. Fallecidos Barthes, Blanchot, Derrida, Foucault, que habían protagonizado el gran giro discursivo de la filosofía francesa, son apenas titilantes los pensamientos capaces de asombrar tanto por su finura, la calidad de su escritura y la posibilidad de conmover la potencia colectiva de un rechazo al estado de las cosas. ¿Hay responsabilidad en haber abandonado el “compromiso” de Sartre en el largo rastro que dejó la adusta “Carta sobre el humanismo” de Heidegger? Esa magnífica carta tiene algo de injusta al desdeñar una filosofía humanismo que veía demasiado apegada a la lógica de lo que hoy llamamos “medios de comunicación” –he allí un gran tema–, pero todos los que durante décadas leímos a los fecundos y admirables maestros del nuevo lenguaje filosófico –el de Las palabras y las cosas de Foucault, el de Espectros de Marx, de Derrida–, tenemos que confesar que si deberemos seguir admirando la estetización del lenguaje, ahora será preciso confrontarlo con una foto, pero no para declarar el triunfo final de la “imagen”, sino para descubrir también qué tiene la foto en su peculiar “lenguaje”, que nos llama también a revisar procedimientos de la conciencia política colectiva, así como ella también –en tanto foto– es un procedimiento de la “conciencia” de aquellos medios de comunicación.

Una foto no es un texto, pero está sostenida por una urdimbre de textos invisibles, de una lengua interior que son sus pilares ocultos. La foto es decisionista, y la foto de niño sirio muerto en la playa no es necesariamente la imagen que sustituye la desidia para tomar cuenta del desastre humano que acontecía ante nuestros ojos, sino que es, antes que aparezca crudamente la conciencia directa de la catástrofe, un sistema de decisiones que los medios de comunicación discuten diariamente. Esta vez, la propia fotógrafa tuvo que decidir si obtenía el registro icónico de la imagen en vez de ayudar, y creyó que no vulneraba su condición de “simplemente humana” obturando el disparador de la cámara, pues el niño ya estaba muerto. No podía ayudarlo entonces. Esta opción de un humanismo complejo y crítico es el ingrediente moral de la percepción trágica de la historia. En la redacción del diario, hay otras imágenes que son metaimágenes. Se los muestra a los periodistas decidiendo si publican o no esa imagen. Es una imagen, pues, sostenida en decisiones y metodologías mundiales de los medios de comunicación, habituales cuando se realizan lo que llamamos “operaciones periodísticas”, es decir, recortes específicos que reclaman para sí toda la universalidad del “horizonte global de eventos”. Casi todos los diarios del mundo, también los de Argentina, editorializaron sobre “si publicarla o no publicarla”.

En esas discusiones hay algo decisivo. Personalmente, festejo esta decisión de publicar aun sabiendo la trama de dificultades morales inherentes a ella y admitiendo que es la misma metodología con la que realizan a diario los fuertes impulsos comunicacionales dirigidos a configurar y moldear a los colectivos humanos. Pero en este caso, la “operación” implicaba una tácita discusión filosófica sobre el orden político y ético de la humanidad. Ineluctable e ingratamente sorprendente, con el mismo proceder de lo que serían vulgares operaciones de recorte y fragmentación de la realidad, se tomó la decisión de dar a conocer la foto y dar a conocer que también se discutió sobre la propia decisión. Al ponerse una imagen de una tragedia real –apenas un punto infinito del enjambre de hechos iguales a éste que suceden a diario–, implícitamente se devuelve una facultad espiritual que parecía perdida. No obstante, la súbita globalización de los buenos sentimientos es una materia prima suficientemente empleada para que no se agote en sí misma bajo la noción de “primicia”, fácilmente recostada en su tremenda obviedad emotiva. Por eso, junto al sorpresivo poder de una imagen que ocupó la fisura que delataba cómo se había ausentado del mundo –del viejo continente– el espíritu de “communitas” sobre el que tanto giró la política en las últimas décadas, es necesario refundar el humanismo filosóficopolítico. Un humanismo que recree la relación imagen-pensamiento sin abandonar el sentimiento primario de angustia para la acción a la que nos invita esa foto en su inmediatez. Solo luchando con nosotros mismos, podemos representarla en nuestra conciencia crítica en su dramática y última verdad.

Es claro que hay que detener una guerra, cuyos ecos llegan confusos hasta aquí, con una carga de destrucción nueva. Para comprenderla y criticarla con efectiva contundencia, hay que situarse al nivel de la humanidad, e incluso las políticas nacionales de nuestros países, con lo complejas que ya son de por sí, ellas también deben situarse en ese nivel, que es el que las coloca en condiciones de reprobar las matanzas, sean genéricas o específicas, el terrorismo “político-teológico” y la destrucción de tesoros de la historia del hombre, porque también conocemos el camino en el cual, el golpe de lo singular en su drámatica sordidez, el niño que trajo el mar sobre la playa muerto, nos lleva por las inferencias adecuadas del sentimiento y la razón, a acusar a una turbia esfera política mundial de nuestro presente. Es nuestra desmedida actualidad que exige, en principio, reaccionar a contrapelo, haciendo “inactual al presente”. Impidiendo en nosotros mismos, rebuscando en legados que en todos nuestros países existen, para combatir el movimiento de un abstracto poder financiero que se pone como concreto modelo del antihumanismo, y del antihumanismo simétricamente opuesto pero complementario, que lo ataca con violencias mesiánicas que en demasiados casos obedecen al espeso mecanismo de “lo mismo, lo otro”. Esta consigna, literariamente fascinante, no lo es en la política mundial. En medio de la crisis del humanismo, este juego de espejos pone todo al borde de un desastre planetario, que sin embargo, nunca alcanzará la totalidad del mal, del mismo modo que nunca una totalidad se consuma. Las palabras de una imagen, si lo podemos decir así, brotadas del mismo sistema productivo de signos que lo humano derrama por todas partes, tocaron inesperadamente nuestras espaldas.

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