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Contratapa|Jueves, 14 de marzo de 2002

Rapsodia para la tierra de uno

Por Rafael A. Bielsa
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¿Dónde es la tierra de uno? ¿Es en esta nación de perpetuidades de malestar anómalo, en esta llanura donde me moriré luego de estar por morirme y de haber sobrevivido? ¿Es en esta latitud donde los hechos suspenden pertinazmente todas las estipulaciones y las emociones, en este lugar que asusta con su asfixiante deseo de futuro en reemplazo de una interpretación del sentido de la historia, es en esta tribu que a fuerza de negarse a sí misma corre el riesgo de morir sin herencia?
El 2 de marzo de 2002 entré en mi correo electrónico. Con esa visión de forajido con la que uno trata de seleccionar qué va a leer y qué borrará sin abrir, me llamó la atención un nombre de usuario dentro de la dirección de e-mail: “elchivo”. Así apodaban al dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo, y como hacía poco había publicado algo acerca de él, me dispuse a leerlo.
Me escribía Rubén “El Chivo” González, un músico rosarino fetiche para aquellos a quienes –como yo– durante la década del ‘70 nos gustaban el jazz y los instrumentos de viento. Acababa de leer una contratapa de Página/12, en la que yo hablaba de Paul, hermano del filósofo Ludwig Wittgenstein, un pianista virtuoso que perdió el brazo derecho durante la primera Gran Guerra, y continuó tocando con tal brillantez que Ravel le escribió el “Concierto para la mano izquierda”. “El Chivo” decía que como miembro de la Sinfónica de Rosario hizo ese concierto, que conocía la anécdota pero no al protagonista y que durante décadas lo estuvo buscando hasta que finalmente lo encontró en mi nota.
Añadió que allá por el ‘76, o el ‘77, yo había estado en su casa pidiéndole que me diera clases de clarón (clarinete bajo) y que el departamento donde él vivía me había gustado muchísimo. Como por entonces dormía cada noche en una cama distinta, pude imaginarme los ojos de oveja degollada con los que habré mirado aquellas paredes, donde el calor de hogar colgaría como un cuadro o un tapiz. Un amigo común le había dado mi dirección electrónica, y allí estábamos.
Le contesté inmediatamente; él lo hizo a su vez (tituló su envío “Allegro”). El mail comenzaba diciendo: “¿‘...un sujeto de culto para los músicos novatos que por entonces soñábamos más de los que sonábamos’? Una frase halagüeña... Muchas gracias”. Y a continuación me confió que durante 32 años compartió su trabajo de músico con su hobby de 14 horas por día al frente de un centro de cómputos gigante de una compañía de seguros.
En mi respuesta le hice notar que conocía a muchos abogados que se habían convertido en escritores notables (Proust, Carlos Fuentes, Juan Filloy, Tizón), curiosidad que se extendía a la cantidad de buenos músicos que se tostaban las pestañas frente a un monitor. Uno de ellos, agregué, es Lucas Dimare, un mítico guitarrista que vive de cuerpo presente en Buenos Aires con el alma en Rosario, y que toca en un conjunto inigualable llamado Mundo Bizarro, con reminiscencias de Caetano Veloso, Jaco Pastorius y Aaron Copland.
Con el título de “Allegro Molto”, “El Chivo” se preguntaba: “¿Dios estará jugando a los dados con nosotros?”. Claro que lo conocía a Lucas Dimare, a punto tal que ese mismo día había recibido un mail que le enviara desde “Las Grutas”, lugar que él mismo le había recomendado, y el correo traía anexo un relato que podría titularse “Dorado al thinner”, que me reenviaba.
En cuanto a Mundo Bizarro, “...él formaba parte de ese ‘grupo fenomenal’, asociación ilícita sin fines de lucro en la que desde su fundación estaba a cargo de saxos y clarinete”. Yo maldije mi indiferencia por los brochure que traen los discos, debido a la impaciencia enfermiza de sumergirme en la luz estelada de la música.
Me puse a leer “Dorado al thinner”, una rapsodia bohemia escrita de noche en una cabaña, enfrente de la cual existía un negocio cuyo cartel anunciaba: “Churros Monic . de origen holandés” (sic). Angelicalmente, el texto recorría las calles pueblerinas de “Las Grutas” con sinuosidad morosa, rumbo a una festividad local, “la gran fiesta del Chivo patagónico”.
El evento, una parrillada con los inconvenientes de las grandes reuniones preparadas por personas de pequeña fantasía, adjuntaba al atractivo de la comida y la bebida, recitados y otras proezas vernáculas. Hasta que un párrafo me trajo la comprensión de todo.
“En un rincón del tinglado había un órgano eléctrico Hammond –escribe Lucas– que tendría 30 años de antigüedad, pero lustroso como objeto al que se reverencia a menudo. De pronto, un hombre de unos 70 años cruzó todo el ancho de la pista de baile, vestido con un traje color canela en rama, y un moño verde, igualito al mago René Lavand. Tenía la mano derecha metida en el bolsillo del pantalón, y se sentó delante del Hammond. Unas chicas disfrazadas de alpinas traían cerveza tibia, como debería haber estado la pata del chivo, y pata de chivo helada, como lo requería la cerveza. Arrancó con ‘Young at hart’, una bellísima pieza que canta Sinatra, y así, tocando sólo con la mano izquierda, me sacó el hambre, el sentido del espacio, la curiosidad por lo que sucedía alrededor mío. Cuando nos fuimos, ya era domingo, y algo como una pupila roja palpitaba apenas sobre el horizonte.” El “Dorado al thinner” era un pescado del que Lucas Dimare había disfrutado en Rosario un mes atrás, sin que ningún René Lavand lo pudiera embrujar.
¿Dónde es la tierra de uno? Es en una nación anómala, en una llanura donde acaecerá la muerte. Es en una latitud donde se aplazan las emociones, en un lugar que sofoca, es en una tribu sin memoria ni herencia. Y también en un lugar donde a uno le suceden cosas como éstas, la clase de lugar –supongo– que no podremos reemplazar por otro para vivir hasta que nos llegue la muerte.
Le debo una respuesta al “Chivo”. Pero quien ha pasado 32 años de su vida como jefe de un centro de cómputos, no tendría por qué ser una persona impaciente.

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