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Contratapa|Lunes, 9 de noviembre de 2015
Arte de ultimar

Soler, el diferente

Por Juan Sasturain
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Soler, de muchacho, solía diferir aunque ni siquiera lo supiese. Ya de grande, Soler suele aún, en momentos de soberbia autoindulgencia, jactarse de su capacidad y hábito –adquirido vía paterna– de diferir. En ambos, en todos los posibles sentidos que el verbo se permite. No suele ser fácil de sostener.

Su padre practicaba con la convicción de una disciplina de estricta observancia uno de los aspectos del acto de diferir que es la acción (o inacción) de postergar. Su expresión favorita solía ser “esperemos un tiempo prudencial” –adjetivo de secreta extensión y labilidad probada– lo que le permitía y solía justificar, a la postre y en el durante, otra de sus expresiones favoritas: “El que se apura se jode”.

Para el padre de Soler el tiempo no era oro; o sí, lo era, y por lo tanto no cabía usarlo para cualquier cosa, apresuradamente, sin sopesar, sin rumiar, sin justificar con argumentos cuya validez resultaba eternamente diferida, la habitual postergación.

Visto en perspectiva, Soler solía concluir que, en el caso de su padre, el diferir no era una acción pasiva resultado de la pereza o de la indecisión sino todo lo contrario. Lo que mejor acaso lo definía era una especie de estado de alerta permanente, la espera convencida de que en algún momento algo valdría la pena de ser hecho o, mejor aún, que la realidad se daría cuenta de que él estaba ahí para hacerlo. Y entonces solía comenzar a perfilarse con claridad la otra acepción de la palabra diferir con la que el padre de Soler –alevosa, secretamente– orgullosamente difería: el sentimiento de ser diferente, de diferir de los demás.

En cierto momento un Soler ya crecido y competente comprendió o creyó intuir que –en algún lugar aunque no en todos– esas modalidades del diferir en su padre no eran actitudes separadas o casualmente coincidentes sino que solían ser complementarias. Porque desde chico Soler había solido advertir en el comportamiento de su padre y en los dichos que lo acompañaban la convicción de tener / sostener un alto concepto de sí mismo. Y eso, en términos éticos e incluso –equívoca, grotescamente– estéticos, fundamentaba su condición diferente respecto del resto (o poco menos) de los mortales. Es decir: la diferencia era –digamos– a su favor. Probablemente –solía pensar Soler después, en diferido– su padre siempre había esperado algo que estuviera a la altura de su expectativa desmesurada, y la vida le había resultado –más allá de momentos acotados de realización plena– una especie de acumulación de energía positiva paulatinamente degradada, empedernida por el desuso, nunca trocada –eso sí– en resentimiento.

Acaso por eso, la falta de convicción respecto de algún tipo de trascendencia hizo que su padre soliera caer, sobre el largo –y en apariencia por siempre diferido– final de su vida, en estados de profundo, perplejo ensimismamiento. Algo había salido mal; o no había llegado a suceder, lo que –por lo general– suele ser peor.

Que todo eso que podía describir en otro tan inevitablemente cercano pudiese ser aplicable a su propia condición, es algo que Soler tardaría en admitir como posible. Fue, como suele suceder, un proceso paulatino con fogonazos de iluminación. Así, cuando con la prolongada adolescencia Soler intentó –como suelen mandar los modernos libros de la tramposa salud– diferenciarse (del modelo) de su padre, solía poner el énfasis –a favor de los hábitos aparatosos de su generación– en lo adjetivo de la apariencia e incluso de la conducta social, con aparentes buenos resultados: dejarse la barba y el pelo largo y encamarse con la novia, digamos, entre otras trivialidades. Se diferenciaba sin diferir; aplazaba la resolución de la diferencia.

Así, con el tiempo, Soler se fue convirtiendo en un habitual lector que a veces solía escribir y en su relación con la vocación y la esquiva escritura no tardó en advertir la reiteración de ciertos gestos que (ahora sí) tardó mucho en reconocer. Y de manera indirecta, a través de interpósitos textos que mentaban el diferir y la supuesta diferencia.

Por ejemplo, la fascinación que le produjo la lectura y relectura de “El cuervo del Arca”, un maravilloso cuento de Nalé Roxlo que solía recomendar a sus pacientes alumnos y del que sigue siendo devoto difusor y exégeta, debería haberle permitido vislumbrar que en la obstinada negativa del soberbio y negro pajarraco a conformarse con las cartas que le ofrece la Providencia en las primeras manos, había algo más que un homenaje a Poe y la literaria pasión romántica del Ideal.

La cosa fue más alevosa aún para Soler con la revelación y conmoción subsecuente que le propinó el arquetípico Fernando Pessoa, compendio de diferentes, maestro del diferir. Los dos evasivos gestos emblemáticos del tremendo poeta –los heterónimos (reconocerse habitado por diferentes voces) y el atestado póstumo baúl (diferir infinitamente la publicación)– no tardaron en resonar en la incipiente autoconciencia del confundido Soler con acordes simpáticos. Había un lugar (además del equívoco mecanismo tal vez heredado de su padre) en que los ademanes del desprestigiado diferir podían ser indicios de una enferma pero innegable genialidad reparadora. Soler solía y suele aún conformarse con eso.

Sin embargo, la condición de tanguero memorioso le suele arrimar –no sin contextos melodramáticos– la precisión descriptiva de un adjetivo piadoso y lapidario: engrupido. No fue el doctor vienés ni algún disciplinado prelacaniano quien lo puso en blanco y negro allá en los veinte. Fue Discepolo, él mismo un patético engrupido, el orgulloso diferente que ni el dolor ni la muerte supo o quiso diferir.

Soler solía en otro tiempo escuchar incorrectos tangos viejos, leer las charlas con ese Mordisquito que muerde todavía. Ahora le hace mal y prefiere, sin plazo, diferirlo.

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