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Contratapa|Lunes, 18 de enero de 2016
Parábolas para el Año del Mono

Un horóscopo a medida o zoología para astrólogos imprudentes

Por Juan Sasturain
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Cuentan los que creen que hay historias que merecen ser contadas para edificación del común de las gentes o al menos para su distracción ejemplar –lo que no es poco–, que en tiempos lejanos, cuando la construcción de la Gran Muralla era todavía la sombra de una difusa idea en la imaginación diurna y nocturna del tercer asesor del Gran Arquitecto que alguna vez esbozaría sobre papel de arroz el primer esquema de lo que sería, con los siglos, el etéreo proyecto de una defensa material del Celeste Imperio –cuyo confín no puede ser concebido sin soberbia ni determinado sin mentira–; cuentan, digo, que en esa época escondida en un recodo del tiempo y escurridiza a los acosos de la equívoca memoria, en un plateado reino del confín austral del Imperio, hubo cambios.

Según las polvorientas crónicas, un inescrupuloso mercader de pirotecnia y cotillón –del que los libros omiten prolijamente enumerar sus esquivas virtudes cívicas y morales–, consiguió el acceso temporal al poder invocando falazmente el I-Ching o Libro de los Cambios y Mutaciones, texto milenario de consuetudinaria consulta que supo tergiversar convirtiéndolo en su Manual de Vaguedades de cabecera. Este reyezuelo cuyo nombre se ha saludablemente perdido pero al que la literatura satírica de su tiempo bautizó para siempre I-Chung, por su sistemática malversación de sentido de los exagramas del texto clásico, advirtió en nefasto momento que el año en que arrancaba su reinado, tanto en la tierra como en los dibujos estelares era, según el horóscopo tradicional, el Año del Mono.

Así, aunque en nada creía sino en la supuesta credulidad de los demás, I-Chung decidió que sería de utilidad y urgencia –aunque omitió precisar para quién– la fijación de un horóscopo oficial acorde con los tiempos de cambio que su reinado suponía inaugurar. Y que para eso se debería recortar la figura ejemplar del Mono, asociar sus virtudes y características al devenir del acontecer que auspiciosamente se avecinaba con el desarrollo del primer tramo de su mandato. Debía pergeñarse –sostuvo ante sus asesores y mandatarios, sin eufemismos– un Mono a medida, gesto habitual en tantos casos de falsía irresponsable de los que la historia da ominosa cuenta.

Pese a algunas tímidas objeciones, la idea prosperó y el ensoberbecido I-Chung encomendó a sus expertos oraculares, astrólogos y experimentados diseñadores de horóscopos un Mono adecuado que sirviera de modelo descriptivo e inspirador de los tiempos de cambio. Pero el problema con que se encontraron los funcionarios abocados fue que el Mono era un espécimen difuso en esa zona apartada del Imperio, donde la Cabra, el Gallo, el Cerdo e incluso el mítico Dragón resultaban más accesibles la experiencia de la gente. Pero el Mono no, no había monos aparentes allí. Así que a falta de experiencia genuina y en vivo se recurrió a las vastas enciclopedias y a prolijos tratados de zoología natural y fantástica que daban cuenta en sus coloridas páginas de las diversas –y muy diferentes entre sí– especies de cuadrumanos. Había para elegir. Y los expertos, puestos a trabajar contrarreloj, eligieron.

Así, Lin-Fu, un mesurado astrólogo de barba blanca, bonete dorado y espesas cejas, propuso el modelo del mono inofensivo, pequeño, simpático, gracioso y amable, amigos de todos, factor común de la alegría colectiva que traería el cambio, más allá de las diferencias ocasionales. Por su parte, Kun-Fao, otro sabio escrutador del Cielo Metafórico cuya amplia frente se continuaba en una calva surcada de reflexivas arrugas, propuso la imagen del mono más cercana en apariencia a los humanos, para facilitar la identificación y enfatizar la inteligencia o al menos el remedo de ella, ya que el cambio suponía una vuelta a la racionalidad del buen sentido. Finalmente, Riu-Lao, un agresivo redactor de apocalípticos horóscopos, de gesto adusto y ojos relampagueantes, propuso un mono cuya cualidad básica fuera la ostentación de fortaleza y ferocidad, como prueba de la determinación de un cambio que debía considerarse, de salida, irreversible.

El agrandado I-Chung –cuyas convicciones eran mucho menos firmes que sus pretensiones y su ciega fe en el poder de la imagen– decidió no renunciar a ninguna de esas propuestas; así, tras meditarlo demasiado poco, y ya que todos y cada uno de los modelos (al menos en su imaginación) representaban aspectos de fondo y forma del cambio que encarnaba, optó por no elegir y dejar que su modelo de Mono decantara con la experiencia concreta de la gente.

Los resultados no se hicieron esperar y a poco de andar el nuevo régimen y hacer sentir sus duros efectos y consecuencias sobre el común, ese momento especial del inicio del cambio en el reino plateado bajo el gobierno de I-Chung fue calificado, de acuerdo con los escasos documentos oficiales y obsecuentes testimonios letrados que han perdurado –y según quién fuera el usuario– como El año del Tití o el Año del Chimpancé. Sin embargo, la tradición oral que recoge el saber, la experiencia y el sentimiento populares decantó con firmeza hacia lo que ha quedado hasta hoy como marca identificatoria de aquel penoso período de temores y devastación colectiva: el Año del Gorila.

El aforismo tradicional irreproducible que comienza “Gorila que se depila...” parece tener origen en los inútiles gestos del cambiante régimen –entre otros, el destierro de los consejeros oraculares caídos en desgracia– en su intento de neutralizar las resonancias autoritarias del rótulo con el que ha pasado, tristemente, a la Historia, el reinado del irresponsable mercader de pirotecnia y cotillón.

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