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Contratapa|Lunes, 29 de febrero de 2016
Arte de ultimar

Durañona

Por Juan Sasturain
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Un amigo suyo y nuestro, Aldo Pravia, nos avisó hace quince días que Durañona, que había vuelto final y casi secretamente a vivir a la Argentina, no estaba bien. Y la semana pasada, primero a través del mismo Aldo y luego por los medios, supimos que el lunes 22 Leopoldo había fallecido en Merlo, San Luis, donde se había radicado con su mujer hacía no mucho tiempo. Es una pena, una pérdida y una oportunidad –tardía, como suele pasar– para recordar por qué este artista que hizo muchas cosas fue, sobre todo y para siempre, uno de los grandes dibujantes de historietas que ha dado el país.

En lo personal, lo traté pocas veces y para nada me considero un conocedor exhaustivo de su obra. En ese sentido, tal vez nadie mejor que su amigo y ocasional coequíper Guillermo Saccomanno pueda dar cuenta de los pormenores del trabajo en común, del esplendor de su trayectoria. Acá sólo cabe dejar unos pocos apuntes a cuenta de mayor justicia y más exacta valoración de una obra singular e inconfundible.

Leopoldo Durañona era porteño del 38 –tenía setenta y siete años– y los últimos cuarenta, desde que se fue la primera vez, en vísperas de la dictadura, los había pasado mayormente viviendo afuera, sobre todo en Estados Unidos, siempre dibujando. Y pintando también, sobre todo al final, cuando vivía en California en los dosmil y vendía muy bien unos grandes acrílicos coloridos y medio abstractos, si cabe la difusa torpeza del recuerdo.

Nos mostró imágenes de esas pinturas la última vez que –según recordamos– tuvimos oportunidad de conversar, de paso, hace unos años. Pero era otro Durañona, el de los cuadros. Si uno busca en internet, aparecen como obras de Leo Duranona (no hay ñ en Google yanqui) y debe haber muchas y muy vistosas colgadas en livings de turistas universales. Sin embargo, yo no cambiaría nada de eso por mi ejemplar de El Péndulo de principios de los ochenta donde están las pocas páginas magistrales en que Leopoldo cuenta, en blanco y negro y con trazo fino y suelto, la historia trágica de un soldadito en la Guerra del Paraguay con guión de Saccomanno. Creo recordar que aquella historieta se llamaba Querida Mamá –escribo de lejos, sin archivo ni pretensión de exactitud excesiva– y era muy buena, realmente poderosa y conmovedora. Por eso supongo que, puesto a elegir, el mismo Leopoldo también se habría quedado con esas gloriosas páginas amarillas, qué duda cabe.

Durañona fue un dibujante de una soltura y facilidad expresiva monstruosa. Ya hiciera historietas, ilustraciones, trabajos publicitarios o story boards. Un dotado que siempre fue bueno, desde que empezó, de muy chico. Pertenece a una generación de historietistas de riqueza incomparable. Para ubicarse: es unos años mayor que Lito Fernández y que José Muñoz, por ejemplo, y como ellos arrancó a fines de los cincuenta dibujando guiones de algún modo residuales de Oesterheld, sobre todo bélicos, en las revistas de Editorial Frontera, donde tallaban los grandes que ya no daban abasto con la producción: Pratt, Breccia, Del Castillo, Roume, Solano... Y ya entonces Durañona daba muestras de precoz madurez.

En su caso (como en el de Balbi y Rubén Sosa entre otros) la influencia del trazo y las maneras narrativas del viejo Breccia –con que el que todos habían estudiado– es determinante. Pero nadie como Durañona lo siguió mejor, al comienzo e incluso después.

Y no sólo porque algunos trabajos, como una de sus primeras series, Pedro Pereyra, taxista, o el unitario de terror Una pesadilla para Miss Agatha –ya en los tardíos setenta– parecen ejercicios directamente epigonales, sino porque (y esto es mucho más importante) en una historieta temprana como la increíble y experimental Herida mortal –del 63, con Oesterheld: tenía veinticinco años– su tinta desatada se da los permisos plásticos y expresivos que sólo el Viejo a partir de Mort Cinder y del Richard Long osaba introducir en la historieta. Nadie más que ellos, por entonces. Y es un dato.

No cabe ni se podría hacer el inventario exhaustivo de todo lo que Durañona produjo, pero se podrían señalar algunos puntos ineludibles. Por ejemplo, la cronología indica que los sesenta fueron años de creatividad volcada sobre todo en medios gráficos –ilustraciones memorables en Vea y Lea por ejemplo– y la tarea publicitaria, con poco espacio para la historieta. Hasta que en tiempos políticos calientes, el jugadísimo Héctor Oesterheld –devenido militante dentro de la organización Montoneros y que ya escribía La guerra de los Antartes con dibujos de Gustavo Trigo en el periódico Noticias– convoca a Durañona en 1973 para ilustrar la serie 450 años de guerra contra el Imperialismo en el semanario El Descamisado. Es un trabajo de periodismo histórico, si cabe, que atraviesa todas las luchas de liberación latinoamericanas desde la conquista hasta aquel presente vivido como de inminencia revolucionaria. El memorable trabajo de Durañona tiene un aliento épico y un compromiso con la excelencia que hacen que resulte mucho más que el funcional aporte del ilustrador. Hay una edición completa de DoeyoEditores –ya en los noventa– que recoge la totalidad de los capítulos esta obra única.

El consabido exilio hizo que a partir de la segunda mitad de los setenta los múltiples y siempre notables trabajos de Durañona –que en los años siguientes publicó largamente historietas de terror para revistas norteamericanas del género como Creepy, Eerie o Vampiralla– no se conocieran regularmente entre nosotros. Han bastado, sin embargo, y cabe señalarlas como ejemplares para las décadas del setenta y del ochenta, algunas otras obras puntuales en que mostró, además del consabido profesionalismo, su vigor y ductilidad intactos. Por un lado, están sus colaboraciones con Saccomanno. No sólo la citada pequeña obra maestra sobre la Guerra del Paraguay, que retomaba la mano de la serie histórica con Oesterheld, sino también una notable adaptación de Moby Dick que compartió con Enrique Breccia y –sobre todo– la original The Fallen Angels (Los Angeles Caídos), una serie concebida para el mercado norteamericano protagonizada por marginales neoyorquinos, verdadera corte de los milagros que inauguraba un mundo oscuro y violento y una manera no convencional de mirarlo, desde la perspectiva de dos creadores argentinos.

Sin embargo, de toda la producción de aquellos años en el Norte –que incluyen largas series exitosas como Raza de Escorpiones– e incluso de todo lo que Leopoldo generó dentro de la historieta en sus distintas etapas, acaso no haya nada comparable a sus breves, cuidadas y originales adaptaciones de Kafka. Las versiones de Bajo la Ley y Un mensaje imperial, que datan de 1982, más Un médico rural y La ejecución –bajo cuyo título las reunió la prestigiosa Fantagraphics Books en 1989– están entre las mejores que se hayan realizado jamás.

Es por habernos legado semejantes maravillas que Leopoldo Durañona –el artista universal que acaba de dejarnos– nunca nos dejará del todo.

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