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Contratapa|Martes, 23 de diciembre de 2003

Si lo sabe, cante

Por Juan Sasturain
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La atrevida consigna la impuso hace décadas por Canal 9, al mediodía y en blanco y negro, un precursor al que el mal gusto vigente le debe aún el merecido reconocimiento: Roberto Galán, personaje al que en aquellos tiempos se podía aun calificar sin mengua ni ofensa a la verdad de (simpático o siniestro) caradura. Galán también inventó –o casi– las decorativas secretarias, e incluso se le debe el impulso original a la ola de vergüenza ajena que paulatinamente inundó el ámbito catódico con Yo me quiero casar, ¿y usted?, su obra maestra definitiva. La invitación a cantar estimulaba a multitud de inimputables desafinados que Galán entregaba a las fieras de la audiencia en vivo y en sobremesa casera, en una ceremonia de un oprobio ratificada largamente por el rating. Un lugar común de hoy, una rareza todavía por entonces.
Sin embargo, aquella galantería bien escuchada y leída revela otros aspectos que trascienden la obvia berretada. Porque la consigna de cantar con la salvedad de un supuesto saber anterior tiene dos caras, argentinamente hablando: invitación y apriete. “Hay que cantar”, corea e impone la tribuna. Y ahí “cantar” es alentar. Y “Si cantás sos boleta”, dice la mafia, y ahí canto es delación. Nada más vigente en la tapa de los diarios que esa palabra amenazante y vigilada: Canta, canta, Pontaquarto, / qué bien que canta el primero. / Canta dónde, canta cuánto... / Que ahora cante Cantarero. Decir o no, cantar o callar.
La política mafiosa –sin ser disciplina de clausura– hace un culto del silencio. La hondura y el precio de ese mutismo, como esas fosas de miles de metros en el Pacífico frente a las Aleutianas, son proporcionales a la amenaza de monstruosas revelaciones que promete el acceso al abismo. Por eso el que sabe no canta pero necesita usar del silencio, manipularlo, dejar una rendija entre dientes, esgrimir la amenaza como un modo de hacerse temible: cuando Barrionuevo dijo “hay que dejar de robar dos años” levantó elípticamente la tapa del mecanismo perverso. Condenado desde la hipocresía, nadie lo acusó de batidor sino que sacó chapa de frontal, un valor agregado en el medio.
La cultura de la mafia, precisamente, ha contaminado tradicionales sentidos en la lengua popular: el del lunfa “batidor”, sin ir más lejos. En su vesre irregular, “batidor” fue “ortiba”, conservando su transparente significado original de “informante”. Hoy, la demonización absoluta de todo lo que tenga que ver con la ruptura de los códigos de pertenencia y secreto, hizo de “ortiva” y del insólito “ortivarse” –ya con una ve corta que reniega u olvida el origen– sinónimos de “cortamambo” y “cabrearse” respectivamente. El “botón”, a su vez, ha restringido su sentido amplio de genérico policía a una de sus más denostados atributos: la condición alcahueta. El botón de hoy es el batidor de entonces, mientras el ortiva es cada vez más un simple y soberano hijo de puta.
A la inversa, cuando no se canta para batir, mejor hablar, que siempre tapa. Según cuenta para mi asombro y regocijo mi amigo Carlos Sampayo, le contaron que un tachero porteño de hace unas décadas, al advertir por el espejito retrovisor el accionar fragoroso de una pareja que se prodigaba callados y crecientes mimos en el asiento trasero de su vehículo, entre incómodo y puritano comenzó a murmurar. “Hay que hablar, hay que hablar...” Qué bárbaro. Ese no soportaba el silencio.
Precisamente, entre tanto silencio o amenaza de canto, habría que hacer un relevamiento de dichos nacionales: postreras palabras descabalgadas de Cabral, confesiones en fuga de Casildo, quejas de un amputado Maradona, advertencias ominosas de Tu Sam y desafiantes bravuconadas de un general borracho que sólo había leído a Saint Exupéry. Sería cuestión de ir del dicho al hecho, a ver qué pasa.

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