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Contratapa|Viernes, 6 de mayo de 2016

León Tolstoi, exigido

Por Enrique Medina
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Como si la bondad del cielo lo hubiera iluminado, el genial escritor y conde ruso León Tolstoi acaricia con pasión su luenga y cenicienta barba profiriendo alegre: ¡Govnó-govnó, (mierda-mierda), este anarco-cristiano-excomulgado aún cuenta con la ayuda del Señor, sí, Dios existe, aunque por lo general está en otras cosas más importantes el muy tunante!... Sabiendo que no debe, de una cabeceada vacía el vaso de vodka y repite su dicterio espontáneo y marginal. Con la barba se limpia la boca y arremete contra la compu infiltrándose en la página de “Servicios libres” para comprar el viejo libro que desde hace miles de años buscó sin suerte. Hasta ahora, que en el buscador, al anteponer “novela” al título, la generosa pantalla le obsequió una descolorida tapa que bien reconoce. Efectivamente, es el libro que a los 10 años leyó con tanto fervor e idealismo y lo impulsó a vagabundear y despilfarrarse en juergas y farras corridas como canta el tango en sus letras más estropeadas. Pero bien valió la experiencia en el lodazal si luego, como tantos dignísimos ejemplos que muy santamente lo inspiraron, supo redimirse y extremar su bondad repartiendo sus posesiones y apoliyar junto a los mujiks en los establos más pobres de su comarca. Por suerte su esposa Sofía, santa por aguantarlo y darle quince hijos pero sin ápice de tonta, dijo no, le explicó que aplaudía su conversión espiritual pero las propiedades son otra cosa, che... Así que las chozas sí, pero no la tierra. El Conde arguyó “Las Confesiones” de San Agustín, San Camilo de Lelis, San Juan de Dios, San Teófilo, Loyola, Asís, Santa Teresa, todos pecadores y viciosos luego reencontrados en el sendero del Sumo Hacedor, afirmando que ellos, como él, transitaban el camino de la verdad y la probidad divina. ¡Y ni hablar de San Tanguy de Bretaña que en un acto de supuesta justicia le rebanó la cabeza a su propia hermana!... Paciente, su querida Sofía, muy realista como las novelas de él, explicó que la Biblia ya estaba escrita y que no creía que ningún Papa hiciera una nueva edición corregida y aumentada con tus actos generosos y enmendantes, aunque suene mal, ni con tus convicciones vegetarianas y dadivosas… El Conde, emocionado y ambicioso por tener el libro entre sus manos de una buena vez, olvida la falta de grandeza espiritual que tuvo su amada Sofía y, exigente, aporrea el teclado, como si estuviera gritando la orden de fuego contra los soldaditos atados a los postes, fragmento que ella reprobó cuando le pasó en limpio aquel escrito tan antimilitarista. Pero, sorpresivamente, la máquina se empaca y le aparece un cartelón rojo diciéndole que ya y de inmediato debe descargar tal programa anti-anti porque su compu tiene dos millones de virus y en breves segundos todo volará por los aires si no pone el número de su tarjeta aprovechando el descuento que le hacemos en el día de hoy por ser su cumpleaños. ¡Sukin-syn (hijo de puta), juy-tebye-sza-schyoku (chupámela), yob-tvoyu-mat (a joder a tu madre)! El Conde niega vehementemente que hoy cumpla años y dice bien porque ya está acostumbrado a la mentirosa amenaza de estas alarmas que sabe esquivar con efectiva gracia simplemente retrocediendo en la flechita correspondiente sin cliquear la página y, si fuera necesario, reiniciar la compu y ya. ¡Govnut-govnut (revolvé tu mierda), govnyuk (bastardo, mierdoso)!... Nuevamente en la página de “Servicios libres” se zambulle para ingresar. Escribe su mail y contraseña pero le dicen que es un desconocido y que, antes que nada, debe registrarse. El Conde, autor de Guerra y Paz, emite otra serie de improperios algo razonables explicando que él no es ningún desconocido y que tiene millones de libros publicados en el mundo entero y miles de películas basadas en sus novelas más perforantes y hondísimas. ¡Ustedes, piltrafas son los desconocidos! ¡¡¡Vrot massat, chtob moryem pajlo (tengo que mearte en la boca para que reconozcas el mar)!!!... Se toma unos segundos para inundarse de santa calma y, ahora sí, escribe su mail y una contraseña. Antes de hundir la tecla enter, abre la voluminosa carpeta que usa exclusivamente para anotar con mucha prolijidad todas las contraseñas que a lo largo de los años ha tenido que recordar bajo apercibimiento de furibundos colapsos mentales en caso de no recordar la del banco o confundirla con la del supermercado o la del diario que le publica una contratapa de tanto en tanto o la de alguna página porno que al fin y al cabo si uno quiere ser santo antes debió certificarse blasfemo y pecador, y tantas y tantas contraseñas que ya obsoletas aún siguen jodiéndole la vida a uno. Apenas quedan dos páginas en blanco, habrá que preparar otra carpeta. Anota. Luego de reiterar la contraseña como se lo exigen, le da al enter. Pero la pantalla en lugar de agradecer se le pone cabeza abajo. El conde Tolstói empalidece al tono de su kosovorotka desabotonada. Sin duda es la conspiración de la Banca Mundial que busca acorralarlo. Sabe que patear la compu no es solución sino sumar desgracia, aunque tiene ganas. Piensa y repiensa la o las teclas que debe presionar para que el orden vuelva sonriente a su diáfana vida y la pantalla se enderece normal. Recuerda que ya le ocurrió una vez y sabe que en algún lado tiene la ayuda. Revisa la otra carpeta donde tiene apuntado estos detalles pero no halla nada. Cierra la carpeta y decide continuar el proceso de la adquisición del libro con la cabeza colgando hacia abajo, luego Dios proveerá. Pero la barba le tapa el rostro y no ve. Mete la barba en su kosovorotka y con temor de que el techo se le derrumbe encima vuelve a presionar el enter. Ah, todo bien. La pantalla sigue cabeza abajo pero él, también cabeza abajo, no se da por vencido y consigue anotar el número de su tarjeta y termina de hacer el trámite. Ahora le dicen que le mandaron un mail a su correo y que debe responder cliqueando donde le indican para finiquitar la operación con felicidad. Eso hace. Por fin le dan el número de seguimiento del envío y todo bien. Endereza despacio la cabeza, no vaya a ser que un movimiento brusco agite mal la sangre y se desplome como pajarito en tórrido verano. Todo bien. Sirve vodka y se la manda de un saque. En quince días le llegará el libro, prometieron. Y aparece Sofía anunciándole la visita de los delegados del sindicato de mujiks haciendo un reclamo. ¿Reclamo?... Se extraña el conde Tolstoi porque estaba todo hablado; en días anteriores ya les había dado la posesión de sus chozas y cobertizos; pregunta ¿Qué reclamarán?... Sofía se limpia las manos en el delantal y le responde: Dicen que no quieren los ventiladores viejos que les mandamos, que quieren aire acondicionado split y que… Tolstoi no escucha más; siente que su rojísima sangre le inflama las sienes y por consiguiente le exige la puteada vulgar de un vulgar barrabrava del vulgarísimo y corrupto fútbol, pero se niega y vigila el descontrol, suspende el exabrupto, cuenta mentalmente hasta diez y se confirma noble habiendo influenciado en Gandhi y Martin Luther King por su espíritu altruista y su anarquismo-vegetariano-cristiano-y-pacifista entendiendo que hay una sola manera de ser feliz que es vivir para los demás como él lo ha hecho incluso renegando de su enorme literatura, por ello toma aire y le pide a su amorosa mujercita: Creo que comería con placer uno de esos deliciosos sánguches de huevo-duro-cebolla-y-ajo que tus benditas manos saben hacer tan maravillosamente. Viendo que su genial-escritor-marido ha entrado en cordura, la dulce Sofía emprende hacia la cocina, pero apenas girando escucha: ¡¡¡Govnó-govnó-sukin-syn!!!... Y un reverendo patadón a la compu…

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