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Contratapa|Viernes, 2 de enero de 2004

Puede fallar

Por Juan Sasturain
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Era así: el hombre flaco de bigotitos y frente amplia planteaba en voz alta y con ademanes enfáticos lo imposible, prometía el portento; sin embargo, en el último instante previo a la experiencia asombrosa que asombraría a los desde ya asombrados de su chantísima osadía, advertía: “Puede fallar”. Qué grande, Tu Sam.
Calzado justo en su smokin de solapa finita de maître o cantante de boleros –en el mismo restorán–, el notable personaje tendía los finos dedos, tiraba el ademán y en medio del silencio – “cualquier distracción puede ser fatal para el artista” era la vieja internalizada consigna– ponía a prueba una vez más su aptitud y la credulidad y paciencia del auditorio en blanco y negro de sus hazañas televisivas. Luego del suspenso acostumbrado, los aplausos rubricaban que esa vez, al menos esa vez, lo que podía fallar no había fallado. Raro, porque nunca fue lo habitual en estos lares, y sin necesidad de mentar la Ley de Murphy, criollo de ley.
En la Argentina se falla distinto que en España. Por un lado, la falla no se celebra, como en Valencia, sino que –en tanto error– se condena: es curioso que los defensas del Barcelona cometan “un fallo” pero que los zagueros de Racing se equivoquen en femenino. Para nosotros, la falla es mujer. El escepticismo casi deportivo de la palabra tanguera ya lo sentenció al pronosticar lo que pasará “cuando me entrés a fallar” en el tangazo de Celedonio y sabemos, desde el vamos, que “los jueces, como los amigos, están hechos para fallar”. Filosa ambigüedad verbal que cualquier cronista de boxeo nacional podrá ratificar con los innumerables fallos fallidos que han padecido nuestros muchachos en el exterior, donde bien se sabe que si no ganás por nocaut no te la dan.
Pero hay algo más: en el escepticismo tanguero aflora una verdad que el guionista de El Siciliano –la fallida película de Michael Cimino sobre Salvatore Giuliano– puso en una formidable réplica del tonto de Cristopher Lambert (Giuliano) hablando de la posible deslealtad de Picciota (el notable John Turturro): “Sólo traicionan los amigos”. Qué bárbaro: si no hay amistad previa no hay traición. Es cierto, Discepolo: sólo fallan los amigos. Los otros, simplemente, te cagan.
¿Y qué pasa entonces con los jueces amigos o los amigos jueces? En buena lógica tanguera, están hechos doblemente para fallar.
Todo viene (o no) al caso ante la necesaria, sistemática, encarnizada e inminente renovación del staff de la Corte Suprema de Justicia. Si se supuso que Nazareno, López o Moliné O’Connor eran enemigos –o amigos de otro– y te cagaban, mejor que no se suponga que Zaffaroni, Argibay y los que vengan no sólo serán jueces sino amigos. Porque entonces sí, en el momento de la optimista asunción de los nuevos y sonrientes, cuando vayan a firmar, se asomará Tu Sam y dirá, mirando a cámara: “Puede fallar”. Y fallarán.

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