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Contratapa|Sábado, 8 de mayo de 2004

Política y esperanza

Por José Pablo Feinmann
Ya no hay “filosofías de posguerra”. Al serlo todas ninguna lo es. Son y han sido tantas las guerras que ya no se dice nada específico ni aclaratorio definiendo a algunas como “de posguerra”. La persistencia de la guerra ha abierto tantas temporalidades de “posguerra” que sería arduo encontrar una que no lo sea. Ni siquiera el transitado adjetivo “mundial” aclara mucho. Con sólo ponernos medianamente rigurosos no podemos ocultar que la Guerra Fría fue “mundial”, que la Guerra de Vietnam fue una batalla de esa “guerra mundial”, que también lo fue la represión en los territorios de América latina. La Guerra Fría (la guerra de la bipolaridad Este-Oeste) tuvo la peculiaridad de no librarse “en” los países centralmente comprometidos en ella sino en otros territorios, en especial los del Tercer Mundo. Cuando los militares argentinos hablaban de la Tercera Guerra Mundial a la vez deliraban y no. Era canallesco presentar como “Guerra Mundial” el enfrentamiento entre un Ejército y una guerrilla ya escuálida que servía como excusa para liquidar toda oposición al régimen que se deseaba imponer. Pero (muy posiblemente en conversaciones con el señor Kissinger) los halcones de la seguridad nacional asumieron la certeza de estar enfrentando al “enemigo marxista” contra el que se batía el “Occidente libre y cristiano”.
Así las cosas, las “posguerras” se distinguen por cierto tinte pesimista, por una visión algo gris o francamente catastrófica de la vida. Son momentos en que la “esperanza” se hace difícil. Momentos, entonces, de “desesperanza”. En una obra teatral de posguerra, el gran referente “existencialista” de la posguerra de esa guerra que llaman “segunda” y también “mundial”, Jean-Paul Sartre puso una frase terrible en uno de sus personajes: “La esperanza hace daño”. La obra era Muertos sin sepultura y muchos militantes de la esperanza (que los hay y a montones: la esperanza es una profesión y hasta para muchos un negocio) atacaron a Sartre por su “pesimismo”, su “nihilismo” y –cómo no– su “desesperanza reaccionaria”. Estos campeones de la esperanza eran, sobre todo, estalinistas que ponían su fe en el horizonte infinito abierto por la Revolución Rusa en 1917 y sostenido por el camarada Stalin en ese presente cuya luminosidad el nihilista Sartre (por su condición de ideólogo burgués) era incapaz de ver. Sartre no se retractó y dejó intacta la frase que había escrito: “La esperanza hace daño”. Lo que nos lleva a la sencilla pregunta que motiva estas líneas: ¿cuál es la relación entre esperanza y política?
Acaso ilustre algo la cuestión un breve relato (digamos) conceptual. No hace mucho referí una anécdota, un recorte. Una “situación”. Finalizaba uno de esos días en que todo –pero todo– sale mal en el planeta que uno habita y, naturalmente preocupado, pregunté a un periodista que tenía a mano (un gran periodista, en verdad) qué podíamos hacer para que las cosas fueran distintas. En suma, para cambiarlas. (Vieja y venerable pregunta que Marx célebremente formuló en la Tesis 11 sobre Feuerbach: no alcanza con que la filosofía interprete el mundo, debe transformarlo.) Muy calmo y seguro, mi amigo respondió que, por el momento, no podíamos cambiar las cosas sino sólo conseguir que fueran menos brutales. Días después alguien, casi encolerizado, me detiene y me dice que cómo puedo decir algo así, que “usted es un reformista”, dice, “las cosas hay que cambiarlas, luchar para que sean menos brutales es absurdo, jamás van a ser menos brutales porque el sistema que las produce es, en sí, brutal”. Había, aquí, dos formas de la “esperanza”. Luchar para que un sistema brutal sea menos brutal es luchar contra todo ese sistema, dado que si la brutalidad es su esencia luchar contra ella es luchar contra “todo” el sistema pero sin la certeza de poder cambiarlo. (Para darle su específico cuadro de situación a esto debiera aclarar, cosa que estoy haciendo, que este cambio de ideas se produjo alrededor de 1995, una fecha muy cercana, demasiado cercana a la reelección de ese personaje que Eduardo Aliverti llama, él sabrá por qué, “la rata”. Durante esos días, días de jolgorio para las clases dirigentes y la clase media de las cuotas y los autos cero kilómetro, Aliverti se dedicaba a transitar distintas radios y hasta programas de televisión afirmando: “El pueblo se equivocó”. Pocas veces vi a un tipo tan solo. Frente a él –hasta el doctor Grondona– todos se habían vuelto populistas y abrazaban la vieja consigna: “El pueblo nunca se equivoca. En su decisión está la verdad, nunca el error”. Y, piadosamente, tanto desde la derecha como desde el arco progresista, lo ilustraban: “Lo que usted dice es que el pueblo se equivoca cuando no elige lo que usted quiere. Y tiene razón cuando sí, cuando lo hace. Caramba, eso no es correcto. Es autoritario”. Aliverti, solo, desalentado ante el cretinismo abrumador de la sociedad que habitaba, obstinadamente repetía: “El pueblo se equivocó”. Acaso alguien piense que estas líneas implican un homenaje a Aliverti. Se trata de otra cosa. De saber que, en 1995, hubo un argentino que no votó a Menem, un argentino que, además, se animó a decir algo decisivo: que este pueblo se equivoca. Que al menos haya existido “uno” así no redime a “ese” pueblo, pero ayuda a creer que hay “otros” argentinos, y ésta, aunque pequeña, es una esperanza.) La otra forma de la esperanza era la de mi antagonista-cuestionador: “Hay que luchar por cambiarlo todo. Si no se cambia todo, nada va a cambiar. Y si es necesario cambiarlo todo hay que creer que sí, que es posible”.
No sé si la esperanza hace daño, pero el exceso de esperanza deteriora la praxis política. Tomemos una obra maestra de la literatura política. Un gran texto de la modernidad, un “manifiesto” que “la Liga de los Comunistas” le pide a Marx y Marx lo abre a lo Shakespeare, desde la altura literaria del Hamlet, apelando al “fantasma” que recorre Europa, el comunismo, utilizando, antes que Freud y Lacan, ese concepto y hasta tendiéndole una mano a Jacques Derrida para que salga de la cárcel del lenguaje, se meta en el barro de la historia y hable de los “espectros” de Marx. ¿Qué tiene que hacer Marx ante el pedido de los militantes comunistas? Escribir un “manifiesto”, eso le piden. Un “manifiesto” al servicio de la praxis histórica del proletariado. Debe entregar “certezas”. ¿O acaso es posible una militancia sin certezas? ¿Cómo pedirle a alguien que arriesgue su vida por una causa sin asegurarle, a la vez, que esa causa triunfará? Aquí está el error y también la tragedia. Los pasajes débiles del Manifiesto (aquellos con que los posmodernos se han ensañado) son sus pasajes proféticos. Marx escribe un “credo” secularizado. La dialéctica histórica entrega una certeza irrefutable: el proletariado enterrará a la burguesía. No, dirá años después, circa 1940, en medio de la catástrofe, Walter Benjamin: “Nada ha corrompido tanto a los obreros alemanes como la certeza de que nadaban con la corriente”. Y Brecht hará un comentario impecable: “Pienso con terror qué pequeño es el número de los que están dispuestos a no malentender algo así”. ¿Qué es “no malentender algo así”? Algo arduo de incorporar a la praxis política: No hay corriente. No hay una dialéctica histórica que lleve necesariamente al triunfo. No hay certezas ni garantismos absolutos. Si para lograr la adhesión del militante lo tengo que llenar de certezas, de profecías garantistas, lo estoy debilitando. Necesito entregarle creencias (un “manifiesto” es eso: viene a manifestar una creencia), pero si lo lleno de certezas, de esperanzas, de horizontes de firme plenitud, lo estoy debilitando. No bien la “realidad” le muestre sus resistencias. No bien sienta, padezca que la historia “también” la hacen los Otros, y que implica derrotas, triunfos pero frecuentes y crueles retrocesos, nos dirá: “¿Cómo, no era seguro nuestro triunfo? ¿No estaba escrito en las leyes de la historia?” No, no hay leyes de la historia. Te llené de certezas para llevarte a la militancia, pero te debilité. Acaso habría contado con vos sin necesidad de entregarte tantas certezas. Habrías sido más fuerte.Habrías conocido el poder y la crueldad del enemigo. No te habrías quebrado. La esperanza no hace daño, pero su exceso enceguece. Y esa ceguera es la antesala de la derrota. Por ahora, entonces, busquemos que las cosas sean menos brutales. Ese, hoy, es el horizonte. Después veremos.

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