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Contratapa|Martes, 18 de mayo de 2004

Sobre el tamaño de la mesa

Por Juan Sasturain
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En Casablanca –contra lo supuesto por la mayoría– la frase “Tócala de nuevo, Sam” no la dice un acodado Bogart sino la repetidora Bergman. Cosas de la tramposa memoria cinematográfica. Porque en otros casos el equívoco es diferente: la enfática puteada de Luppi contra el cagador que lo enredó siempre es suya en el recuerdo, pero a quién y en qué película y cómo se llamaba el puteado (¿Berteche?) es motivo de polémica habitual. A diferencia de las frases históricas, las dichas en contextos de ficción tienden a diluirse en una memoria multiuso que se permite todo tipo de licencias. Y el caso del tamaño de la mesa es ejemplar. Sobre todo porque se ha tendido y medido muchas veces –tirado el agrande y tirado el achique– en setenta años.
Cuando yo era pibe, Enrique Muiño ya era viejo. Y hacía de viejo desde que me acordaba porque aunque laburó desde principios de siglo, sólo hizo cine tupido ya maduro. Su especialidad era el veterano cascarrabias de buen corazón que finalmente se ablandaba. Con un tipo gallego que no le cerraba, hacía igual buenos criollos como El viejo Hucha, pero lo mejor lejos, en mi memoria, fue el cura patriota de La guerra gaucha y el Sarmiento –quién si no él lo hubiera podido hacer– de Su mejor alumno. Demare y Petit de Murat le sabían sacar el mejor jugo al ceñudo actor español de ojos relampagueantes y sonrisa dibujada con labios finitos. Pero eso había sido antes, en los cuarenta. Muiño era lo que ya había sido. Y encima se murió en el ‘56.
Cuando yo era pibe, Luis Sandrini sí que era muy famoso. Lo escuchábamos por radio haciendo “Felipe”, lo veíamos en el cine, sabíamos que estaba casado con Malvina Pastorino y que –se decía por lo bajo– había sido “el gran amor” de Tita Merello. Cómo sería el grado de reconocimiento popular que incluso se usaba “Sandrini” como sobrenombre de connotación irónica para tipos tan patéticos que al verlos u oírlos uno no sabía si reír o llorar... Es que el ya maduro actor de los ojos de huevo duro, el fraseo intencionadamente entrecortado y el golpe bajo siempre a mano era, por entonces, el máximo y más popular titiritero de las alevosas emociones populares vía pantalla blanco y negro.
Es probable también que por esos años cincuenta el mejor Sandrini ya hubiera pasado. Uno veía en el continuado de cine nacional las viejas películas de antes de la guerra y ahí sí, con esa cara fresca –unos ojitos a lo Cary Grant del subdesarrollo–, Sandrini era absolutamente querible: Riachuelo, Los tres berretines o El cañonero de Giles son historias iluminadas por el aire atorrante de Sandrini. Dos décadas después, poco y nada quedaba de eso sino el oficio perdurable debajo del consabido bisoñé.
Cuando yo era pibe y vivía en el interior, los actores eran ésos, los que aparecían en la pantalla o los que escuchaba mi vieja por radio. Del teatro, ni noticias. Lo más parecido eran las cotidianas trivialidades domésticas de Los Pérez García, con un verosímil chato y resumible en las máximas del sentido común de la familia clase media. Precisamente esa pretensión especular –credo y dogma de la comedia costumbrista– proveyó el título de la pieza emblemática del género: Así es la vida, el clamoroso éxito de Malfatti y De las Llanderas convertido desde su estreno en el ‘34 en modelo terminado. Y no es casual que de ese texto teatral provenga la frase de oro de la escena nacional: la inoxidable “Hay que agrandar la mesa, vieja” (y sus variantes).
Dicen los que saben que Así es la vida es una comedia costumbrista “asainetada”, es decir, un modelo burgués más situaciones y personajes extraídos del género chico popular. El grotesco discepoliano profundizaba muñecos del sainete con el drama de la inmigración y las ilusiones perdidas: Mateo o Stéfano son trágicos. Así es la vida, en cambio, es sentimental. El nudo dramático gira, como habitualmente en la especie, alrededor de la ruptura, o de la amenaza de ruptura, de la unidad familiar. El símbolo es la mesa del comedor, claro: la misma que tenía sillas que nadie ocupaba en el triste Carriego y que se saturaría de gritos y vulgaridad en Los Campanelli, modelo degradado de la famiglia unita. Así, “Hay que agrandar la mesa, vieja”, esas palabras que circulan desde hace setenta años de boca en boca entre actores crecidos con vocación de pater familiae y servilleta en la cabecera, tuvieron esos dos ejemplares emisores: los consabidos Muiño y Sandrini. Pero cada uno en su tiempo.
Durante los treinta, Muiño no sólo las estrenó en la célebre compañía que compartía con Elías Alippi sino que las repitió y repite todavía por Volver en la clásica y excelente adaptación cinematográfica que hizo de Así es la vida René Mugica en 1939. Sandrini también las dijo hasta gastarlas en el teatro, y puntual y tardíamente en cine, cuando el incalificable Enrique Carreras dio su versión en 1977. Pero sin duda que esas dos apelaciones no significaron lo mismo casi cuatro décadas después y en otra Argentina.
La consigna por el agrande en boca del cálido Muiño de los años treinta celebra, tras las peripecias más o menos dramáticas de dispersión familiar, la recomposición del hogar tradicional de clase media en una Argentina y en una Buenos Aires que todavía procesa la inmigración pero que aún no registra (o no quiere) los nuevos fenómenos de masas. El fresco de treinta años que pinta Así es la vida –el primer tercio del siglo pasado, nada menos– está modulado sobre el movimiento de sístole y diástole familiar que se expande, se contrae al fragmentarse y vuelve a reunirse ampliada. Cuenta, en el fondo amablemente y desde la clase monolítica aún, el cambio de hábitos sociales, lo que hay, en suma.
Pero esas mismas palabras puestas en boca de un Sandrini en franca decadencia –viene de cosas como El profesor Tirabombas, de pegarse al cine mamarracho y complaciente de Carreras o incluso de Palito– ya no cuentan lo que hay sino lo que se querría que haya. Porque en ese momento, precisamente, así “no es” la vida. Con los milicos en el poder, la remake boba del clásico es un gesto que atrasa, tira un mensaje ya no simplemente familiero sino de quietismo reaccionario: la mesa es familia, casa y patria. La clase media atravesada por las conmociones de la política y la militancia de la época tiene la mesa llena de jóvenes agujeros. Y muchos de los que desertaron de su menú ideológico ya no volverían pese a la mesa tendida: los han desaparecido.
Con los años, el sentido del gesto de agrandar la mesa se ha cargado de otras connotaciones. Ya no se trata de hacerles lugar a los que se habían dispersado por interna familiar o desertado para ir a buscar otra cosa, comerse de parado la historia en la calle. Ahora se sabe que hay que agrandar la mesa para los que nunca se sentaron todavía, los excluidos de siempre.

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