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Contratapa|Viernes, 20 de agosto de 2004

Los fantasmas de Lambruschini

Por Susana Viau
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Agosto nunca fue un mes piadoso para el ex almirante Armando Lambruschini. En agosto ocurrió la muerte de su hija y en agosto iba a ocurrir su propia muerte. Lo segundo ha sido ni más ni menos una contingencia biológica porque, al fin, el ex almirante tenía 80 largos años; en cambio lo primero, dicen, lo impregnó de alcohol y marcó para siempre el carácter de por sí débil, inapropiado para un jefe militar. Es que, quizá más que los fantasmas de los asesinados en la ESMA, lo haya torturado la idea de que todo hubiera sido diferente si la tarde de mediados del ’78 en que Emilio Eduardo Massera Padula eligió sucesor para el cargo de jefe naval y, en consecuencia, miembro de la junta, la suerte no se hubiera puesto de su lado. Aquel día iba a perder la oportunidad del anonimato, de envejecer con tranquilidad, como un oscuro oficial de la Armada. En la reunión con Eduardo Fracassi y Eduardo Girling, Massera tiró dos nombres sobre la mesa: uno, el del vicealmirante Luis María Mendía, hasta ese día jefe de operaciones navales; el otro, el suyo, con un grado menos que Mendía en el escalafón. Para Massera cualquiera de las opciones tenía una contra: Mendía era un halcón, violentamente antiperonista y Lambruschini tenía un corazón radical, “de radical antipersonalista –lo definen quienes lo conocieron–, un alvearista”. Los dos, en síntesis, representaban la tradición de la Marina, una tradición que había discontinuado la relación de Massera con Juan Perón y José López Rega.
Pero para los planes del Negro Massera la candidatura de Armando Lambruschini gozaba de una ventaja difícil de empardar: mientras Mendía era un tipo de sólida personalidad, capaz de convertirse en caudillo de la fuerza y disputarle poder, Lambruschini se presentaba como un hombre manejable “y siempre deprimido. El y el brigadier Orlando Agosti fueron los dos grandes depresivos del Proceso”, cuentan los cronistas políticos de la época y agregan que Lambruschini padecía la doble desgracia de ser un espíritu timorato que estaba obligado a reemplazar a un tipo de ambiciones desmedidas. Lo de “obligado” no dejaba de ser una licencia. Es posible que el nuevo comandante en jefe alentara, soterrados, los mismos sueños de gloria. Un imposible, afirman, porque muy pronto el departamento de la calle Cerrito, centro de operaciones de Massera, se convertiría en una comandancia paralela. Por allí desfilaban, al parecer, más almirantes que los que pisaban las oficinas de Lambruschini en el Edificio Libertad. Cuentan –aunque nadie da fe de la veracidad de la anécdota– que esa situación y el consiguiente sentimiento del ridículo destrozaron los nervios de Lambruschini que, llorando, le reprochó a Massera el ninguneo. “Yo lo hago para ayudarte”, fue la respuesta cargada de cinismo. Otros aseguran que ni las cosas fueron tan así ni resultó tan ciega la obediencia de Lambruschini, que no sintonizaba mal con Roberto Viola –filorradical– y el plan Martínez de Hoz, una tímida diferencia con el almirante Cero, amigo, por el contrario, de los comandantes de cuerpo que como Guillermo Suárez Mason y Ramón Genaro Díaz Bessone mantenían un sordo enfrentamiento con el eje Videla-Viola. Esos atisbos de rebeldía, añaden, se expresaron en la política de ascensos con la promoción de oficiales no incondicionales a Massera –Walter Allara y Jorge Montes– y en la recalificación del SIN (Servicio de Inteligencia Naval), relegado a un rol secundario por la preponderancia del aparato de espionaje político-económico que su antecesor había montado en la Escuela de Mecánica. No es descartable que Lambruschini haya aspirado a mantener un margen de independencia, lo descartable es que lo haya logrado. En lo sustancial, la mano de Massera iba a seguir diseñando la estrategia, sobre todo la que prometía dejar cuantiosos beneficios con la excusa del plan de reequipamiento naval. Tan grandioso resultaba el negocio que el presidente de la Thyssen invitó a Lambruschini a presidir la ceremonia de colocación de la quilla del primero de los submarinos TR 1700 que comenzarían aconstruirse en sus astilleros de Emden. Lambruschini viajó con su mujer y Hamburgo fue la segunda escala en la aventura germana del matrimonio. Ahí, en los diques de Blohm & Voss los esperaban las fragatas misilísticas Meko 360, parientes de las corbetas Meko 140, que comenzarían a desarrollar en Río Santiago. Los submarinos también terminarían de construirse en Buenos Aires, en los flamantes astilleros Domecq García. El plan jamás llegó a concretarse y el predio abandonado del Domecq García sirvió para encender la imaginación mercantil del menemista Juan José Basualdo, quien soñó con instalar en esos terrenos una versión criolla de la Feria de Milán. Al regresar, Lambruschini calificó la gira de “sobresaliente” y aprovechó para adelantar que la Armada propiciaba “nuevas corrientes”, “una renovación de las actitudes políticas argentinas”. El marino, con su tradicional ausencia de brillantez, dejaba que otro hablara por su boca: el Negro Massera preparaba el lanzamiento del Partido por la Democracia Social. Cinco meses después de aquel viaje, en mayo del ‘81, eran asesinados Mauricio Schoklender y su esposa. El hecho, para muchos, escapaba a la noticia policial: Schoklender era el presidente de Pittsburg & Cardiff, representante de las acerías e industrias Thyssen en Argentina. Fue uno de los primeros indicios de que todo lo que podía salir mal saldría mal. El proyecto de la junta fracasó, horadado por un proyectil disparado desde el Atlántico Sur; el Partido por la Democracia Social había nacido muerto; el plan de supervivencia ideado en la ESMA como soporte de la “pata peronista” del PDS se volvió un boomerang: los testimonios de los “aparecidos” convirtieron a la ESMA y su gente en el rostro del genocidio. Armando Lambruschini, el Chirolita del ex almirante Massera Padula, estaba entre ellos, con su condena de ocho años por 35 privaciones ilegítimas de la libertad y 10 casos de tormento. El martes pasado, al día siguiente de su muerte, lo despidieron sus familiares, sus amigos, su abogado Fernando Goldaracena, el Círculo Naval y el Instituto Aeronaval. La Nación, que publicó los avisos fúnebres, lo rehabilitó post mortem al acompañar su nombre con el grado de “almirante” del que el Estado lo había privado. Una generosidad extrema, contrastante con la negativa del diario a admitir, meses atrás, que la palabra “desaparecida” figurara en una sencilla esquela de esa misma sección.

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