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Contratapa|Jueves, 11 de noviembre de 2004

Un estremecimiento de horror

Por Leonardo Moledo
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Desde septiembre de 2001, se abaten sobre el planeta sucesos que no pueden sino producirnos un estremecimiento de horror. Por un lado, cundió la sospecha de que el príncipe de Gales tuvo una hija extramatrimonial con su amante Camila Parker Bowles (y lo ocultaron, sin tomarse el trabajo de matarla, o darla en adopción en alguna colonia), y el príncipe Harry de Inglaterra (cuyo nombre recuerda al Prince Harry, luego Enrique V de Shakespeare, que más tarde se redimió en Azincourt), de 19 años, hijo menor del príncipe Carlos y Lady Di, sólo sigue deparando angustiosas sorpresas. No debe llamar la atención que los sucesos de las últimas semanas hayan alarmado al planeta entero: hace escasos días, se agarró a trompadas con un grupo de fotógrafos y muy poco antes, siempre en lo que parece ser una peligrosa pendiente hacia el desastre, cuando la familia real británica participaba de un tradicional acto de polo en los campos de Gatcombe Park, condado de Gloucestershire, Harry salió bruscamente (y prestar atención al adverbio, portador de lo drástico y lo peligroso) desde atrás de un cerco de plantas y besó a su prima, la princesa Zara Phillips, de 23 años, hija de la princesa Ana y nieta de Isabel II, que se encontraba junto a su novio, el rugbier de la selección de Inglaterra, Mike Tindall, de 25 años. ¿Donde la besó? En la mejilla, rompiendo todas las reglas del estricto protocolo de la realeza británica y fue fotografiado por la prensa. Y hoy, un cable informa que la Duquesa de Northumberland fue autorizada a plantar en su propio jardín marihuana, hongos alucinógenos y flores de opio en su castillo medieval de Alnwick.
En sus Memorias sobre la corte de España, la Condesa de Aulnoy, en 1690 cuenta que un súbdito cualquiera no podía ni siquiera tocar las sagradas personas de la realeza española. Una vez la reina fue arrastrada por su caballo desbocado y se cayó de la silla; dos oficiales corrieron a socorrerla y le salvaron la vida, pero partieron inmediatamente hacia la frontera para salvar las suyas, que peligraban por haber tocado el cuerpo de la monarca. Felipe III una vez se quemaba ante la chimenea, pues los cortesanos no encontraban con suficiente rapidez al Grande de España designado para mover el sillón y alejarlo del fuego. María Ana de Austria, prometida de Felipe IV, fue recibida solemnemente en una ciudad, donde el alcalde le entregó una docena de medias de seda, que fueron rechazadas por el mayordomo, porque “la reina de España no tiene pies”.
Quienes hayan leído Príncipe y mendigo, de Mark Twain, recordarán que en Inglaterra había “chicos de los azotes”, encargados de recibir los golpes que pedagógicamente se propinaban por los errores cometidos por el príncipe de Gales.
La cosa era más seria en la corte de Luis XIV, el rey Sol (porque a su alrededor giraba todo el universo, mostrando la aceptación universal de los puntos de vista de Copérnico). Hay varias descripciones de la etiqueta de su despertar: el chambelán mayor recorre las cortinas; el rey se despereza, entran los grandes personajes, autorizados a presenciar el lever du roi. El rey baja del lecho, el chambelán mayor derrama unas gotas de alcohol sobre sus manos; es el aseo matinal. El primer chambelán le pone las zapatillas, luego le tiende la bata al chambelán mayor, que se la pone al rey, que ya se puede sentar en su silla. Ha terminado la primera fase del lever; los lacayos abren las puertas y entra la corte: príncipes de la sangre, mariscales, ministros, jueces se colocan al lado de dos barreras doradas.
El chambelán jefe del vestuario ayuda al rey a quitarse la bata, por la derecha, mientras que el chambelán mayor lo hace por la izquierda. A continuación, la camisa: un ayudante la entregaba al primer chambelán, que la pasaba al Duque de Orléans, que se la colocaba al rey, y más o menos así con cada prenda, zapatos, hebillas, espadín, faja.
Terminado el espectáculo, Luis XIV abandonaba el dormitorio. El acto de comer se celebraba con idéntica minuciosidad. Una vez ubicado el rey en la mesa, alguien decía: “¡Un cubierto para su majestad!, y desfilaban el Encargado de la Real Orden del Cuchillo, de la cuchara, y etcétera y etcétera; y lo mismo con cada uno de los platos.
Luego el rey se retiraba a dormir la siesta, lo cual implicaba un ceremonial inverso, pero igualmente complejo que para levantarse. Cuando el rey celebraba su aseo vespertino (una toalla húmeda que se pasaba por la cara; desde ya, la idea de bañarse no se le ocurría a nadie), el honor de tenderle la toalla estaba reservado sólo a príncipes de la sangre. El escritor francés Paul Reboux, por su parte, relata cómo, cuando el rey necesitaba la operación “inversa a la de comer”, se sentaba en una silla especial, “la silla horadada”, rodeado por cortesanos que fingían recibir en sus narices los más exquisitos perfumes y hacían en voz alta el elogio de los olores reales.
¿Qué habría dicho Luis XIV del príncipe Harry? Su conducta extravagante, como los cometas o las conjunciones desfavorables de los astros, sólo anuncia desgracias y pone en blanco sobre negro la situación de decadencia de los valores en una época de frivolidad, clonación, ateísmo y pornografía electrónica. Nada de esto habría pasado cuando los protocolos se respetaban a rajatabla.

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